BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

miércoles, 25 de agosto de 2010

SOBRADO DE LOS MONJES




Sobrado de los Monjes está sólo a cincuenta y pico kilómetros de La Coruña. Pero es pura Galicia del interior. Por una «corredoira», una garrida moza conduce unas vacas. Las mil y una vaqueras romanceadas de nuestra literatura acuden a mi imaginación. Enseguida observo dos, tres, cinco perros con unas orejas larguísimas; pertenecen, según después me han dicho, a una raza canina, más o menos degenerada que tiene su último reducto en este rincón céltico. Pero yo he venido al Monasterio a pasar unos días en la hospedería de los monjes. Yo vengo en busca de los monjes. ¡Menudo hallazgo! ¿Especie a extinguir? No lo creo. Si fuera así, doble motivo para complacerse en el encuentro. ¿No hay monteros que se desviven afanosos en la búsqueda de la «capra hispánica»? ¿No existen halconeros animosos ilusionados, a despecho de cualquier fatiga, que darían una fortuna por sorprender al acecho un «quebrantahuesos»? ¡Ah! Los monjes van siendo ya tan difíciles como esos ejemplares de la fauna arcaica. Vayan a desaparecer o no, hay que aprovechar, si se presenta, la oportunidad de contemplarlos de cerca.

Pero ¡qué error, qué tremendo error sería que desaparecieran! Sobrado de los Monjes es uno de los pocos monasterios cistercienses de España. Está reconstruido recientemente y habitada por una comunidad que empieza a ser numerosa. Al entrar, sus torres, de un barroco granítico, implacable, exorcizan contra toda frivolidad. En la explanada que precede al convento todavía hay piedras talladas, capiteles, sillares en espera de colocación. Noble exuberancia ornamental. Verdaderamente, aquí donde todo calla, las fachadas del monasterio hablan. Piedras viejas, leprosas de humedad, lavadas de lluvia histórica, en erupción de blasones muertos. ¿Muere la nobleza? Mueren los hombres que la encarnan. Pero aquí, en Sobrado, a lo largo de los altos muros, en el interior de la monumental iglesia, en los enjutas de los arcos, en los claustros, en los casetones de la cúpula, en las torres, los escudos continúan redoblando orgullo. A pesar de la hierba irónica que intenta borrar, disimular sus relieves. No quiero enterarme, por el momento, a quién pertenecen esos blasones, a qué caballero galaico (a qué Andrade, a qué Lemos), a qué prelado, a qué linajudo abad. Luego, el silencio. Se oye el silencio. Se oye y se... mira. Luego, el paisaje. Espesura de lo natural –infinitos matices del campo verde, monte, nubes viajeras– para el espejo de lo sobrenatural. Porque lo sobrenatural cabrillea aquí traído y llevado por la brisa. Una brisa solemne, casi monástica asimismo. Y el canto neto de los pájaros se perfila y se individualiza. Cada sonido suena asimismo. En la ciudad, los sonidos se enredan y apelmazan, se incrustan los unos en los otros, trenzan en un ruido o en un murmullo comunal sus particulares semblantes. ¿Resulta extraño decir del semblante de los sonidos? Sonidos casi táctiles que alargan la mano en agudo empeño penetrante. Sonidos diáfanos, claros sonidos, como ojos abiertos, que miran observantes. O a veces, por el contrario, sonidos que oyen la íntima zozobra de nuestro corazón o de nuestro pulso, para la resonancia de nuestra misma quietud amedrentada; un portazo lejano, un perro en el horizonte, un niño antiguo (los niños tienen siempre el llanto antiguo) que llora ante el desamparo de la noche.

El silencio fue siempre un arma de El Cister. El Cister representa en su tiempo fundacional una avasallante modernidad europeísta, una puesta al día en el ascetismo y en la teología. Ahora, El Cister cambia lo que hay que cambiar; pero lo preciso y no más. Es como una nave antigua, como una «fragata de Dios» superviviente –velas enarboladas al viento de la oración y de la penitencia–, que quiere segur navegando con su providencia vieja.

Perplejidad. ¿Es que hay una providencia vieja y una moderna providencia? ¿Es qué también, acaso, existe una neoprovidencia? No sé. Uno sabe muy pocas cosas. Uno ha venido a aprender en el silencio. Pero estos monjes de El Cister que han restaurado una a una las claves de los arcos y las ojivas de sus bellos claustros; estos frailes que siguen rezando en el coro comunitariamente las horas canónicas; estos buenos religiosos, aún sin «clerigman» y sin corbata, que hasta hacen todavía del silencio un programa, que os tratan con una bondad y una cortesía de cuño auténtico –sin oficiosidad, con una finura que no se vierte en fórmulas de gesto o de lenguaje repulido– enseñan por lo menos una lección fundamental. La de que no hay prisa. Ni Dios ni la Naturaleza han tenido nunca prisa. Ahora parece que ciertos sectores de la Iglesia la tienen con demasía. Prisa de nuevas estructuras, de nueva teología, de nueva moral, de funciones nuevas. Como temiendo que el mundo, el complejo mundo, doble el pulso a lo sobrenatural. Y no es que, en no pocas ocasiones, la reforma no sea precisa. Pero la urgencia loca, el desasosiego ahogan la reforma en su propio anhelo; la asfixian en el jaleo, en la angustia del tumultuoso afán. No, no. Si se cree en lo sobrenatural, lo sobrenatural nos guía: no hemos de guiar nosotros a lo sobrenatural. Yo veo que estos monjes de El Cister –no impermeables, de otra parte a las categorías del siglo actual; no refractarios ni obsesos en su estilo– miran al mundo todavía con calma, con serenidad, con seriedad tranquila. Los veo sin miedo y con confianza. Están como pacificados por la mirada de Dios; esa mirada que, eso sí, no cambia nunca porque es eterna.

(Publicado en IDEAL el 27 de agosto de 1977)

jueves, 12 de agosto de 2010

LIBERTAD




—Sigamos con la libertad.

—Apasionante tema.

—Todavía no hemos coincidido en la definición.

—Pero tenemos la palabra, ¡qué hermosa! Y su estatua.

—Bien. Escalemos los flancos del concepto. Ascendamos por las faldas de la idea de la libertad. Hablemos...

—¿Idea de la libertad, o hecho de la libertad?

—Como idea no basta. Hay que hacerla.

—¿Cómo?

—No hay fórmula universal. Es algo personal. Cada uno hace su libertad.

—Si le dejan.

—¡Bah! Quien dice que no es libre porque no le dejan, se sirve del pretexto para evitar el trabajo de procurársela. Porque la libertad es un trabajo que nos proponemos. No es una breva que nos cae. El mayor obstáculo está en nosotros mismos. El aire libre, más o menos enrarecido, está siempre, jamás falta. Cuando no se puede respirar no es por falta de oxígeno sino por incapacidad del aparato respiratorio. Pasa igual con la libertad. Se dice: No hay política libre, no hay prensa libre, no hay universidad libre, no hay libertad... ¿Qué es eso de que no hay libertad? Si nos atrevemos a pensar, en cualquier situación, vemos que nada ni nadie lo impide. La auténtica libertad está en el pensamiento. Ahora bien, pensar es un trabajo. Entonces, nos quejamos de que no nos preparan ya, desde afuera, las tostadas del pensamiento libre. Pero en cuanto al albedrío, tenemos que cocinárnoslo nosotros. Lo demás es puro añadido.

—¿Y basta el pensamiento libre para ser libres?

—Se trata del primer expediente. Luego hay que hacer que nuestros actos emanen de nuestra misma libertad; que el pensamiento libre tenga tal fuerza que sea capaz de mover, en eficiencias, nuestros juicios y nuestra conducta.

—La libertad, ¿es profunda?

—Si no se hace en los fondos hondos de la persona, no merece el nombre. Y siendo así, teniendo un origen tan arraigado, parece claro que un acto no es libre si, simplemente, se fragua en la periferia de la persona, en la cotidianidad o en la costumbre de los comportamientos habituales. Un acto, para ser libre, supone una decisión. Pero una decisión sin pensamiento y consideración previos es un aborto. Las decisiones florecen en la superficie, no surgen en la arena. Las decisiones se arrancan. Hay que tirar de ellas con fuerza.

—¿Tomar una decisión libre es difícil?

—Mucho. Bastantes hombres mueren sin haber tenido la experiencia, ni la vivencia genuina de la libertad. Así lo afirmaba Bergson. Escribía: «La libertad es algo que se hace con nosotros sin cesar. Es cosa de duración y de génesis; no de improvisación y decreto. Es el acto grávido de toda nuestra historia.»

—¿Libertad y espontaneidad son, pues, incompatibles?

—Casi. La libertad es el mayor logro del hombre. Y no se gana Zamora en una hora. Cada hombre debe constituirse en labrador de su propia libertad.

—¿Ejemplo?

Jamás hay que confundir la hierba que brota anárquica con la espiga que asciende libre tras la siembra y el arado.

(Publicado en Diario JAÉN el 1 de mayo de 1977)

viernes, 6 de agosto de 2010

SIESTA




Pájaros cantores. Pero, más bien, pájaros tijereteadores. La hora bochornosa se deshilacha en perezas. Y desde los árboles, los pájaros para todos los pequeños placeres estivales. Quedará su perfil nítido cuando el sol ya no pese abrumador, cuando pierda su rudeza, cuando su perpendicular asedio se dulcifique.

La siesta es disoluta. La siesta desconcentra las ideas, las alarga en hebras si pesantez. El pensamiento se pierde en la siesta como en un lago calmo. Demasiada calma. Y la calma no es paz. Es nada más tregua. Por eso lo que se discurre en la siesta, lánguidamente, es impura fragilidad. Desnuda la siesta en su linfa los buenos afanes. Y la voluptuosidad de no hacer nada sustituye al placer limpio del trabajo.

—¿Qué haces ahí tumbado?

—Nada.

Espléndido lujo, al fin, no hacer nada. Pero no estamos preparados para él. Si no se hace nada, el aburrimiento ocupa las extensas áreas vacantes. Y, entonces, el aburrimiento hostiga más, mucho más que la fatiga.

¿Se enciende, pues, un cigarro? En la siesta se ve mejor la inutilidad del tabaco: el castigo que, al fin y al cabo, es el vicio del tabaco. ¿De verdad el humo del cigarrillo ayuda a tomar posesión de sí mismo?¿Fija inspiraciones el cigarrillo? Pero hay una ilusión –no sé que ilusión– en la bocanada tabacosa que se expulsa. Es como un incienso laico para nuestras vidas. Es como una liturgia vacua de nuestro egoísmo, del de cada cual. Ahora, en la siesta, se ve mejor.

Y así la somnolencia nos asalta. Así empiezan a desleírse el juicio, a enmarañarse las imágenes, a confundirse los conceptos. Se pone pegajoso el sueño. Es como una miel para cazar nuestros últimos atisbos conscientes. Lo que pensábamos perezosamente hace unos instantes resbala en la gelatina de la somnolencia y ya el subconsciente emerge a flor de piel.

—Pero, ¿duermes?

—No; es que...

¿Por qué la excusa? Hay siempre una oculta vergüenza de declarar que uno se duerme. ¿Por qué? No se sabe. Quizá porque el sueño implica una abdicación, una dimisión, una derrota. Quizá porque dormirse humilla... Y en verdad, ver nuestro propio sueño sería un poco como ver nuestra propia muerte; aleccionaría bastante. Como aleccionaría ver nuestro bostezo y ser contempladores de nuestro cansancio. Y, sin embargo, no, uno no ve lo más débil de uno mismo, lo que nos hace ante los demás seres corrientes, vulgares, anónimos. ¿No roncaría Einstein lo mismo que un cortijero? Serían iguales o parecidísimos los gestos de Don Quijote y los de Sancho a la hora de la siesta en las tremendas tardes de la Mancha.

—No; no me dormía. Sólo cerraba los ojos.

¡Oh, la siesta! Tregua sin auténtico descanso. Sed. Pero sed del cuerpo, de la carne, de la materia. Sed que eclipsa la otra sed.

—¿Sabe cómo se quita mejor la sed? ¡Un café caliente!

Pues vamos al café caliente. Luego encenderemos otro cigarrillo. ¿Daremos luego otra cabezada? Los pájaros siguen tijereteando, siguen haciendo mangas y capirotes de la siesta.

(Publicado en Diario JAÉN)

lunes, 2 de agosto de 2010

LAS CALORES




¿Hemos llegado ya a «las calores»? Un escritor estableció, para el verano, una graduación térmica bastante pintoresca. Dijo que, de menos a más, cabe distinguir, claramente, entre el calor, la calor, los calores y las calores... Creo que esta clasificación merece un comentario.

El calor, así como masculino singular, parece bastante inofensivo. No es nada. Nada de particular. Es, sencillamente, que un día cualquiera, aunque sea en la primavera, aunque sea en el invierno inclusive, se nos ocurre decir que «hace calor». Y se nos ocurre esporádicamente decirlo porque calienta ocasionalmente el sol a mediodía y el gabán o la gabardina nos sofocan un tanto. Calor, pues, es sino buen tiempo. Buen tiempo irónico y amable. Se trata de un calor –uno solo– casual, más que casual, que viene sin acompañamiento, de incógnito, sin corte, sin séquito. (El verano entero, ¿qué es sino la Corte del calor: una Corte con sus modas, con sus exigencias indumentarias, con su ritual en las costumbres, en la comida y en la bebida?)

La cosa cambia cuando el calor se convierte en la calor. El cambio de género le da, claro está, una peligrosidad. No es un señor que llega confundido, que se equivoca de puerta, que pide excusas por su aturdimiento –eso es lo que pasa con el calor fugitivo de un mediodía radiante de febrero–, sino una señora, o por mejor decir una hembra, que, segura de sí misma, viene a establecerse, a arrojar al invierno como a un inquilino que no paga. El calor se presenta súbitamente en mayo con aires de dueña que trae su requisitoria, su ultimátum: quince días de plazo a la primavera para que recoja sus enseres, sus verdes y sus rosas. La calor es ingrata con la primavera que, al fin y al cabo, le allanó el paso, le preparó el camino. No perdona entretiempos, indecisiones, dudas: amenaza, anuncia su fatal, inexorable dominio. La calor, pues, viene, está unos días aderezando su alojamiento y se marcha, naturalmente para volver reforzada e inapelable.

Y es entonces, en ese periodo, desde que se marcha la calor hasta que vienen las calores, cuando los calores gobiernan. Los calores –masculino plural– suelen ser intensos pero no terribles. Es en junio, generalmente. Los calores, dentro de todo, tienen una tolerancia y permiten, al amanecer y al anochecer los escarceos de la brisa fresca. No tiranizan. Son muchos los calores, pero suelen hacer la vista gorda ante ciertas contravenciones de la «ley estival». A lo mejor una nube traviesa, en la primera quincena de junio, intenta desacreditar la actuación del verano, arrojándole, como quien arroja pepinos o tomates al escenario, unas gotas de lluvia. Pero los calores –varones sensatos– no se enfadan demasiado...

Lo peor es cuando, al fin, el verano pasa a canícula y los calores –gobierno provisional– son suplantados por las calores. Las calores no son hembras: son furias. Ninguna defensa, por lo visto, cabe frente a ellas. Conscientes de su poderío, no admiten objeción alguna. Todo se aquieta, amedrentado, sojuzgado por la dictadura implacable. Las calores inspeccionan cuidadosamente, minuciosamente en evitación de «sorpresas». A sus oídos llega, probablemente, la «denuncia»:

—Dicen que en el parque X de las afueras de la ciudad, una brisa fresca hace sus incursiones a las tres de la madrugada.

Y allá que van las calores –furias– al parque de las afueras de la ciudad, a las tres de la madrugada, a ahogar en canícula la algarada, celosas de su misión. Allá que van a castigar la osadía, la locura, la «conspiración» de la brisa irresponsable...

¡Han llegado las calores! Paciencia, hermanos.

(Publicado en Diario JAÉN el 24 de julio de 1962)