BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 31 de marzo de 2012

SEMANA SANTA





Lo antiguo no envejece; envejecen, nada más, las novedades. Por eso, claro, no se ajan las fiestas —los días rojos del almanaque—; están confortadas de... tradición. ¿Disuena, por demasiado sonada, esta palabra: tradición? No puede sorprenderse nadie; la tradición es el único alimento de que disponen las cosas para no desorganizarse, para no morir, para no ser arrastradas por el tiempo.

Hay continuidad en la vida gracias a... los domingos. Porque, quizás, únicamente el descanso da espacio al hombre para enlazarse con el pretérito y servir de referencia al futuro. Si todo lo «importante» se hace en los demás día de la semana, el domingo vacamos, un poco desatendidos de nuestra urgente temporalidad, con vistas al «siempre». (La alegría de la fiesta; la tristeza de la fiesta...) El espíritu se siente triste o contento —casi es lo mismo— el día de fiesta, porque fuera del horizonte acuciador de lo particularísimo, se pone a descubrir lontananzas rosadas o cárdenas —es lo mismo— matizadas de extraterritorialidad... No lo niegue nadie; fue un domingo o un día de fiesta desocupado cuando por primera vez nos advertimos «situados» en el concierto universal, cuando nos formulamos las eternas preguntas, cuando el pensamiento —inhibida la acción— se puso a mirar arriba y abajo y... se puso a comparar. Y luego a proyectar. Hasta el propósito heroico, virtuoso, y, también, la intención criminal salen el domingo, elevados como estamos este día sobre el plinto del ocio, en comunicación con las cosas más o menos extrañas, al margen del especial cuidado...

Pero la tradición que rejuvenece las cosas, no es una entidad (?) laica. No sabemos que haya tradiciones sin fermento religioso. ¿Se ha observado la íntima repulsión mutua de estas dos palabras «fiesta cívica» que muchas veces leemos yuxtapuestas pero nunca compenetradas? Cuando falta el motivo religioso, las fiestas languidecen, palidecen, quedan resumidas en ceremonia, en convencionalismo, en fórmula; les falta popularidad. Así, aunque desvirtuadas, o descompuestas, o «paganizadas», las «tradiciones» no reaccionan nunca si no hay en ellas una gota de Dios...

Y la Semana Santa, por eso, es la fiesta popular por antonomasia. Todos los años nos llega con un ímpetu de savia antigua, inmarcesible. En avalancha nos trae la emoción de ayer, el recuerdo familiar, el cariño que se fue... Cosas que creíamos caducadas y que ella, la Semana Santa, nos revive porque representa, cada primavera, el mejor altozano espiritual para descubrir perspectivas al Tiempo fuera de nuestra época. Pero la Semana Santa, ante todo, es evocación de la Pasión de Cristo; nos plasma en imágenes, en color, en sinfonías dolorosas, esa cosa enorme y palpitante que s la Redención.... Por alejados de la Verdad, por despistados que anden los pasos del hombre, en esta circunstancia el Misterio religioso se planta avasallador delante de los ojos, llamando a las puertas de todos los sentidos, empujando emociones hacia el centro del alma. El alma, tan enfrascada de urgencias importantes descansa durante estos días... La Semana Santa rompe el cerco de las preocupaciones próximas, que cierran el círculo mezquino del hombre, abriéndole un portillo luminoso, diáfano, amplio...

Como no es una novedad, como su antigüedad data de Dios, la Semana Santa remoza cada vez nuestra Fe y establece una amistad de nuestro tiempo con los demás tiempos, que eso significa la Tradición.

(Revista VBEDA, Año 3, núm. 27, marzo de 1952)

(Fotografía: ANTONIO SEVILLA)

sábado, 24 de marzo de 2012

UN CONVENTO ES... ¿QUÉ ES UN CONVENTO?. —





Un convento es... ¿Qué es un convento? El mundo “progresa”, la Historia recorre épocas y edades, las gentes cambian de mentalidad, las costumbres se transforman...; mejoran los hombres, empeoran los hombres, desaparecen unas instituciones, se instauran otras; sistemas políticos flamantes, sustituyen a sistemas políticos caducos; hay revoluciones, hay evoluciones, las cosas se derrocan, las cosas suplantan a las cosas... Pero he aquí los Conventos.

Están en cualquier apartado rincón de cualquier ciudad. Al amanecer, suena una campanita nítida —nítida en el albur del silencio— en cualquier pueblo, en cualquier villa. Es la campanita “de los frailes”; es la campanita “de las monjas”. Vuelve a sonar esa campanita a mediodía, a la hora de vísperas; torna a sonar al atardecer, reincide a medianoche, a la hora de maitines... Unas generaciones suceden a otras generaciones, las modas se truecan; cada tres años, cada dos años, visten con arreglo a patrones diferentes las muchachas de la ciudad... ¿Por qué suena siempre, todos los días, durante todas las estaciones, a las mismas horas, la “campanita de los frailes”, la “campanita de las monjas”? Los viejos de hoy, son los jóvenes de ayer; los niños de hoy, son los jóvenes, los hombres de mañana; todos saben que siempre, siempre, invariablemente, marca un hito, en el correr del tiempo, la campana conventual.

Pero, ¿a qué?, ¿a quién convoca la campana conventual? Los Conventos están ahí, tienen una presencia, a despecho del tiempo debelador. ¿Qué son, qué significan los Conventos? ¿Qué mensaje, qué admonición, qué invitación sugieren?

No sabemos si el mundo entero es una pregunta; no sabemos si nuestra vida completa, —la vida total de la ciudad— implica una interrogación. Una interrogación que a veces adopta trémolos de angustia; una interrogación que frecuentemente se emulsiona en frívolas soluciones banales... ¿Será el Convento —el convento que al alba, al mediodía, al atardecer, lanza al aire su invitación mística—, será el convento, la solución exacta, la respuesta alentadora la pregunta inquietante? Cada época, cada tiempo, conjuga su desasosiego; su pregunta circunstancial, con la inquietud radical, eterna; cada tiempo tiene sus problemas. ¿Está dando siempre la respuesta —repetimos— la campanita del Convento, llamando a oración entre el tumulto, convocando a oración entre el silencio?

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)


(Fotografía: Pedro Mariano Herrador Marín)

jueves, 22 de marzo de 2012

LA POBREZA





Creo que, ciertamente, la localización de un caso de miseria, de pobreza extrema —alguien que muera de indigencia o, simplemente, alguien que carece de lo indispensable— constituye la localización de un crimen. La policía debiera intervenir cada vez que se da un caso de miseria, como actúa en cada ocasión en que aparece un muerto o un herido. ¿Por qué no actúa entonces? Porque, entonces, el autor del crimen rara vez es una persona; porque, en la mayoría de los casos, el delito es imputable a toda la sociedad. ¿Toda la sociedad? Opino que sí, que toda, usted y yo incluidos. ¿No son los ricos los culpables de que el hambre exista? Sí, los ricos son culpables en buena parte. En buena parte lo son también los pobres que aspiran a ricos. Y como no hay ningún pobre que no aspire a rico, nadie puede salvar su responsabilidad. ¿Excepciones? Bueno, pongamos que sí, que hay excepciones. (¿Un uno por ciento de la humanidad? Bueno; eso es optimismo...)

Pero la responsabilidad diluida entre muchos no parece ya responsabilidad. Al menos para el criterio de los hombres, aunque hay que sospechar que el criterio de Dios es distinto.

Entonces, ¿esto no tiene arreglo? Tiene que tenerlo si el Evangelio sigue ahí, repitiéndonos cada día su lección. Si no la tuviera, Dios se habría aburrido ya, habría hecho desaparecer de la Tierra el Evangelio. Ese sería el gran peligro: que Él se aburriera, que se hartara de una vez.

Solución existe. Se nos ocurre pensar que no puede ser de tipo demagógico. Ni de tipo pintoresco. Ni de tipo simplista. Lo que interesa es no errar los tiros. En otros tiempos, por ejemplo, alguien propugnaba soluciones tan pintorescas como ésta: quemar los conventos. (Si bien ahora tampoco faltan postuladores del mismo tipo, aunque en tono menor: suprimir las procesiones de Semana Santa...) También siempre se abocó a remedios de tipo directo, pero demasiado simplistas: suprimir a los ricos. La verdad es que —y esto constituye casi una constante histórica— por cada rico que deja de serlo, aparecen por lo menos dos que comienzan su carrera, con lo que el mal se agrava. De otra parte, la «política» ofrece medios demasiado espectaculares: por espectaculares falsos. Todos los regímenes vienen y van con un «propósito social»; todos han ensayado su programa y el problema subsiste...

No; no conviene errar los tiros. La demagogia los yerra siempre. La ingenuidad también. El remedio debiera ser más sutil y, desde luego, más indirecto. Es cada hombre dentro sí mismo quien debe buscar su parte alícuota de culpabilidad en la injusticia. Pero se dirá: esto es otra utopía. ¿Quién va a conseguir, a estas alturas, que los hombres piensen, es decir, que los hombres tomen conciencia, se den cuenta de su espíritu?

En principio, la solución no parece que esté en una predicación de justicia, sino en una práctica personal de la misma. En principio, está el ejemplo. Un solo ejemplo mueve a mil. Esos mil a un millón. Pero la práctica de la justicia no consiste en escribir panfletos contra los ricos o contra los que gobiernan. No hay que acusar, sino acusarse. Contra uno mismo la acusación consiste en hacerse violente a uno mismo. Contra los demás, basta la acusación del silencio.

Práctica eficaz para que la injusticia social desaparezca, y que está al alcance de todos, sería la de preguntarse cada uno al terminar la jornada: «¿Qué he hecho yo hoy para llegar a ser pobre?». Porque está claro que lo que preguntamos cada noche es lo contrario. Lo que inquirimos, en el «examen de conciencia», al acostarnos es: «¿Qué he hecho yo hoy para aumentar mis ganancias?».

El problema social no se soluciona haciendo de los ricos millonarios y haciendo de los pobres ricos, es decir, elevando incesantemente el propio nivel. Pero, por Dios, una cosa es la pobreza y otra la indigencia. Que haya muchos pobres —que todos, en fin, dejemos de ambicionar la riqueza— es el único expediente posible para que desaparezcan de un lado los que todo lo tienen y de otro los que no tienen nada. Cuando Cristo quiere que «amemos la pobreza» no nos está invitando de ninguna manera a que nos conformemos con la miseria; pero sí nos está invitando ardientemente a que entremos en la pobreza si somos ricos y a que no salgamos de ella, si somos pobres. Horacio, que era un pagano, propugnaba la «áurea mediocritas». Lo extraño es que nosotros, cristianos, hayamos renunciado a ella.

Nuestro tiempo tiene un miedo cerval a la pobreza porque piensa que tras la pobreza viene la miseria. Al revés, al revés. Lo evangélico será tener un amor fervoroso a la pobreza —repartir entre todos la pobreza— para evitar que así la «áurea mediocritas» esté flanqueada de un lado por la amenaza de Mannón (monstruo de la codidia) y de otro por el monstruo apocalíptico del hambre.

Claro está que se trata de una solución a nivel de las conciencias. El hecho es que fuera de esa solución no hay otra.

(JAÉN, 5 de marzo de 1970)

martes, 13 de marzo de 2012

¿DESINSTITUCIONALIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA?





Este es el tiempo del «des». Quiero explicarme. Quiero decir que desmitificar, desacralizar, desinstitucionalizar, son verbos de moda. El «des» —prefijo—, de por sí, implica lo negativo. Con el «des» se negaba.

Pues bien; ahora, con el «des», se afirma la personalidad. Abundan moralistas que predican por ahí cómo la desobediencia precisamente atornilla los resortes de la floración individual. En cuanto a las compañías, batallones, tercios y legiones de desinstitucionalizadores, amenazan con la ocupación y conquista total de nuestras estructuras.

Otro ejemplo: la educación. Ya se piensa en caracterizados sectores, que hay que desinstitucionalizar la Enseñanza. Y por supuesto, también la Educación. Ya se dice que la escuela, y los centros docentes en general, deben perder, precisamente, su carácter de centros, es decir, su misión fundamental y cardinal en la difusión de la cultura, pasando a convertirse, por decirlo así, en meras estaciones de servicio —modestas estaciones de servicio— en la ruta de la educación permanente. De tal forma que, convertidos los docentes en «consejeros de aprendizaje» al servicio de los ingenieros de la información —programadores, «sacerdotes de laboratorio»—al cumplir una misión que, poco más o menos, va a venir dictada por la técnica, por el ordenador electrónico, por la máquina de educar..., todo en didáctica y pedagogía va a convertirse en una división de trabajo tan organizada que —pedagogía y didáctica— perderán su forma y estilo de funciones orgánicas. Porque no es igual, sino quizás todo lo contrario, organización y organismo. Nada tan organizado como un fichero; pero nada menos vivo que un fichero. Los organismos —un elefante, un hombre, una hormiga— se acercan al orden de la naturaleza en tanto en cuanto se alejan en su anatomía, en su fisiología y en su higiene, de cualquier ordenación que de lejos o de cerca se parezca al orden alfabético.

Desinstitucionalizando la enseñanza, vamos a llegar quizás a lo del «teleprofesor» que, con el auxilio del disco, de la película y demás adminículos, va a convertir al maestro en un fósil. Pero ¿acaso no se haya del «maestro tradicional»? ¿Qué es el maestro tradicional?

Puede que sea el hombre que confía en su gesto persuasivo, en su sonrisa, en su mímica, en su atención, en sus conocimientos y en su amor a los alumnos, como base de la función docente. Todavía hay «maestros tradicionales» por ahí que, nada más con la tiza, la pizarra y su palabra, se ganan la atención, el interés e incluso el entusiasmo de los alumnos hacia la lección que interpretan. Pero es dudoso que, tal como se están poniendo las cosas, estos maestros tengan porvenir.

La «función significativa de la persona humana» comienza a perder importancia hacia las nuevas «vedettizaciones pedagógicas» del disco, de la diapositiva, de la película. (Y claro está que sí. Un disco o una diapositiva siempre serán instrumentos eficacísimos en la enseñanza. Lo que pasa es que hay «maestros tradicionales» que, además, siguen esperando resultados de sí mismos; es decir, continúan esperando que los logros alcanzados por sus calidades humanas, alcancen una valuación y una evaluación discreta, equiparable al menos a la conseguida por la maquinación y por la máquina.)

A mí, que me registren. Yo continúo pensando que la escuela y los centros docentes todos, siguen siendo eso: centros. Centros sin los cuales no es concebible ni el trazado ni la situación de cualquier radio, de cualquier proyecto, de cualquier propósito cultural. Centros de arranque, de referencia, de engarce. Centros para la difusión y para la confluencia.

Desinstitucionalizar la enseñanza, sería aflojarle sus tornillos, sería desmedularla. Desinstitucionalizar la enseñanza o la educación, privándola de sus puntos focales, desdibujaría, borraría toda la perspectiva humana.

Las escuelas y los maestros tienen que adaptarse a la panorámica actual (y esto ¿quién lo duda o discute?). Pero las escuelas tienen que seguir siendo escuelas y los maestros tienen que seguir siendo maestros, sin abdicar un ápice de su cometido esencial y humano. Porque tan profusa organización, como la que se nos viene encima como una avalancha, requiere como contrapunto, el «organismo» alerta y vivo.

El fichero y la estadística, seguidos de la informática, nos van a ahogar, si renunciamos a alzar el cuello —y encima del cuello la frente— por encima del oleaje.

(JAÉN, 24 de marzo de 1973)

martes, 6 de marzo de 2012

LA PEQUEÑA FELICIDAD





La verdad, la amable y la otra, están siempre cerca de nosotros. Por eso, casi no se las encuentra. Porque los hombres tiene el prurito de la verdad difícil, encaramada en las cimas o aislada en el castillo roquero, orgulloso, del enigma; porque se cree que sin murallas arrogantes que la cerquen no es posible la belleza; porque para el acceso a cualquier conquista fragmentaria —en la filosofía, en el arte o en la técnica— la ciencia ha ofrecido siempre un laberinto de fórmulas, hipótesis, deducciones e inducciones; porque no se estima, en fin, cara la presa si no la persigue un vuelo ambicioso, hemos llegado a despreciar todas esas cosas cercanas y elementales, todas esas ideas claras y libres, todas esas aspiraciones sencillas e ingenuas puestas por Dios, a nuestro alcance, para constituir la modesta felicidad que al hombre está permitida en este mundo.

El hombre se ha alejado de lo natural, de lo humano, de lo simple. De su vida ha arrancado el hombre todo lo espontáneo para plantar en ella, forzosamente, todo lo artificioso. Ha querido, poco más o menos, que en su alma no haya fragancia humilde porque una vez, ¡ay!, se embriagó de unos quintaesenciados sintéticos perfumes de laboratorio... Ni mejorana, ni tomillo, ni cantaueso; nada de efluvios rústicos, penetrantes; el monte suspira ya —él de por sí, invariablemente, tan inhóspito, tan duro— por el evanescente aroma blando de las camelias del parterre. No hay solución: se arrancaron del campo las margaritas porque se quiere que todo el campo dé, nada más, claveles y rosas...

Da una sensación la Humanidad parecida a la que produciría un estudiante de matemáticas que enfrascado en diferenciales y cálculo integral, se hubiese olvidado de... sumar. Los hombres que ignoran el Padrenuestro suelen creerse capacitados para discutir las condiciones de los teólogos; escriben versos los mozalbetes que no aciertan a hilvanar una carta; empiezan por el surrealismo los aficionados al arte de pintar; dictaminan sobre la avería de la máquina quienes no supieron ajustar el tornillo.

Y ya, enamorados de lo extraño, de lo difícil, a quién le va a gustar, cada mañana, su pueblo, después de ver, cada noche, en el cine del pueblo, las calles de la capital. Y ya, ¡quién se va a entusiasmar con el paisaje de su comarca después de saborear los paisajes en tecnicolor! Hasta la misma novia, linda, del espectador se ha achatado tanto comparada con la «estrella»...

Sí, eso; las estrellas. La Civilización ha puesto en un primer plano las estrellas... tan lejanas. La Luna ya no representa nada; es un vulgar satélite. La plata de su luz hizo felices las noches románticas de nuestros abuelos. Pero ahora... Ahora los hombres han renunciado a la felicidad sencilla, vulgar. Y miran con telescopio a la felicidad imposible. Y sufren la ilusión óptica de que la felicidad se ha acercado. Pero la felicidad sigue titilando lejos, lejos...

Los hombres ya no gozan con lo humilde, con lo que se puede alcanzar con la mano. Ya la vida no está ambientada de pequeños encantos domésticos. La felicidad, era una dádiva y los hombres la han hecho una presa; hay que «cobrarla».

—Qué lástima —me decía el otro día un aficionado a la caza menor— que las palomas no sean como las liebres... Con lo exquisita que estaría la carne de paloma... si la paloma fuese una «pieza».

(JAÉN, 26 de marzo de 1950)

domingo, 4 de marzo de 2012

CALLE TRINIDAD. —





También llamada de Antonio Pasquau González de Castañeda en recuerdo de un alcalde benemérito que allá en el año mil ochocientos sesenta y tantos se arruinó en beneficio de los pobres... No hemos leído, desde niños, ninguna novela de Pérez Escrich; esto nos pone a salvo de cualquier influencia romanticoide-humanitaria. Pero en la prosa fría de las actas municipales hemos visto reflejada la emoción “oficial” por el gesto de este Alcalde.

La calle Trinidad era, un poco, la calle de los muertos. Todas las comitivas fúnebres pasaban por ella porque —decían las esquelas de invitación a los entierros— “el duelo se recibe en la casa mortuoria y se despide en la Torrenueva”. Calle gastada, con un “handicap” de historia decimonónica que la ha retirado, también, de la rabiosa actualidad. Poblada de familias antiguas, moderadas, de sanas costumbres, de abolengo rancio. Está presidida, al fondo, por la grácil torre de la iglesia de la Trinidad; la que más elegantemente acusa los ocasos, embriagada de un fulgor matizado de suavidades que rima su sugestión con el chiar lúdico de las golondrinas, en la fáustica alegría de las primaveras.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Imagen: acuarela de JUAN VALDIVIA)

viernes, 2 de marzo de 2012

«IGNORANCIAS RECIENTES»





Hubo «doctas ignorancias», según el decir de un filósofo. También existen «ignorancias recientes», como explicaba una vez Mario Ferrero. Las «ignorancias recientes» apabullan a los «fans» de la novedad. Admiran por su doble condición de ser necias y frescas. Por ejemplo, hay un no saber de mucha aceptación en ciertas galerías de arte. A nadie, en pasados tiempos, se le ocurrió que el mal pintar tuviese éxitos, salidas y tratantes. Pero es que nunca se tuvo la astucia de ahora. Un mal pintar puede trocarse en un excelente pintar cuanto se tiene la precaución de advertir que el bien y el mal —que desde Nietzsche pueden superarse en moral según sus adeptos— deben superarse y rebasarse, asimismo, en el quehacer del arte. No se pinta bien un paisaje o un retrato: eso es una antigualla. Se pinta «otra cosa». Es decir una cosa que no sea ni paisaje, ni retrato, ni bodegón, ni marina, ni celaje, ni hombre, ni mujer, ni cabra. Se pinta cualquier cosa con la condición de que no sea cosa.

—¿Usted qué pinta?

—Yo pinto pintura.

A respuestas así, se llama ya respuestas geniales. Sirven de credencial innumerables veces a unos señores —que, eso sí, renuncian y abominan de que les llamen señores— empeñados en un «arte de comunicación» sin comunicación y en un pastel de liebre sin liebre e incluso sin gato.

Pues sí; Alaín conoció a un vendedor de leña que «siempre llevaba en el bolsillo su Montaigne». A fuerza de leer al escritor fue perdiendo el pelo de la dehesa. En cambio, parece que hoy tendría más éxito un Montaigne con leña en los bolsillos. ¿Me explico?

Pero menos mal que «soñar despierto», como dice un profesor de Nottingham, evita las neurosis. Las ondas encefalográficas de esos pintores que pintan cualquier cosa quitando de la cosa precisamente la cosa, sumen al contemplador de sus cuadros en no sé qué hipótesis que provocan la admiración. Y admirando ya no inciden en la depresión ni en la manía persecutoria. Esos cuadros que nosotros, desde aquí, maliciosamente, estimamos producto de la ignorancia reciente son genuinos prodigios. Veamos cómo y por qué.

Llega el contemplador, neurótico perdido, a la exposición.

—Ese cuadro, ¿qué representa?

Esta pregunta de «qué representa esto», pone frenéticos a los pintores que no quieren (y con razón, según ellos a sí mismos se las dan), que no quieren representar nada. Como se ponen frenéticos, lanzan ondas encefalográficas hacia el cerebro del contemplador inexperto. Las lanza con la intención de acondicionarse para la perorata, como se prepara con coagulantes a ciertos enfermos cuando van a operarse de la vesícula biliar. Las lanzan para hacerles receptivos al razonamiento que sigue —o a otro parecido—, al argumento que explica:

—¿Qué quiere que represente una pintura? No tiene la obligación ni el gusto de representar nada. Sólo presenta la «expresión». Está la gente mal acostumbrada a impresionarse. Los artistas de antaño eran tan cursis que siempre estaban impresionándose ante el mundo y entonces iban y se ponían a representar sus impresiones. Pero eso ya terminó. Ahora no sirve impresionarse. Ahora hay que expresionarse. Ahora hay que mirar al mundo y en lugar de enamorarse del mundo como los artistas antiguos, hay que arrojar al suelo como un gargajo la posible impresión que un rostro, un celaje o un pasaje nos produce. Y, a partir de ahí, hay que trabajar el cuadro.

—¿A partir del gargajo?

—Pues eso; precisamente.

El contemplador que acudió neurótico a la exposición, salió turulato. Ya es un notable avance. Y el pintor que nada más era turulato antes de hacerse artista, está ya trabajando su pedestal.

(JAÉN, 12 de marzo de 1976)