BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 31 de diciembre de 2011

EL TIEMPO, EL RELOJ Y YO





Yo un hombre gris, dentro de un traje gris, que en la crisis de la Nochevieja se pone a pensar, unos instantes, sobre el tiempo. El tiempo vuela. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de los días— agitadas por no sé qué viento. Mientras, el reloj señala hora exacta. Pienso en el tiempo, en el reloj y en mí.

Mis ideas son muy confusas. Nadie me puede decir con precisión qué cosa es el tiempo. Pero el reloj, inexorable, me da cuenta de su paso, mide su andadura. ¿Qué hora es? Cuando termino de decir que son las diez en punto, ya son las diez y tres segundos... Pienso en la fundamental oposición existente entre el reloj y la brújula. La brújula, con su Norte invariable, dogmática, afincada a una seguridad. El reloj, desnortado, obediente a la más anodina de las horas. Si el reloj se pudiese convertir en brújula, tendríamos la eternidad. Cuando un reloj se para, es que se duerme añorando un Norte, soñando permanencias. ¿Por qué el espacio es estable y el tiempo no? ¡Vaya disparates que se le ocurren a uno! El hecho es que las manecillas del reloj giran y giran incansables, como en trabajo forzado. ¿Una condena? Es como si caminasen —vueltas y más vueltas— en la búsqueda de una hora feliz, quieta, para el descanso. Esa hora que yo busco —que usted, lector, también busca— en insensato afán. Pero no hay actualidad en que guarecerse, en que poder quedarse. Lo que realmente trata de descubrir el reloj con sus manecillas obstinadas es la cuadratura del círculo. Imposible.

Y yo, después de mirar al reloj, me miro. Yo y el tiempo: importante tema. Quiero hacer un poco de filosofía acerca del pasado, del presente, del futuro. Compruebo que no sé, que me salen triviales las ideas. He aquí, Señor, que tras una hora llega la siguiente; pasa un día y viene otro día. Es vulgar, pero dramático. Se me ocurre lo que a cualquiera: ¿pasa el tiempo o paso yo? Y yo, ¿soy historia, o qué soy? ¿Dónde tengo más parte de mí mismo, en el pasado, en el presente o en el futuro?

Como voy adelante con el tiempo, como pienso, con la ayuda de Dios, vivir mañana, es indudable que aspiro a muchas que en mí, no tengo aún realizadas. No sólo los jóvenes, cualquier hombre está capacitado para ilusionarse con lo que no ha llegado todavía. Y si camino es que aliento en la secreta esperanza de que voy a ganar algo más allá de donde estoy ahora; seis, cien o mil días más allá. Así es que parece que lo mejore de mí mismo está en el futuro.

Pero cuando esto pienso, paso mi mano sobre la frente. Y me doy cuenta de que mi mano y mi pensamiento no pertenecen propiamente al porvenir, sino que son un «ahora mismo». ¿Ahora mismo? Yo soy un hombre que lleva su duda dentro de su sonrisa. Me estoy sonriendo, pues, de mi anterior pensamiento. ¡Mis manos de ahora! ¡Mis ideas de ahora! ¿Tengo yo ahora algo que sea, íntegramente, de ahora? En mi gesto, probablemente, está el gesto de mi bisabuelo. En mi mirada, vive el color y el «tono» de la mirada de mi padre: todo el mundo me lo dice. También he heredado de no sé quién esta manía absurda de estirar con un dedo el párpado cuando me encuentro preocupado. Y mi forma de andar... Y mis pulmones con los que respiro llevan, asimismo, un sello antiguo, un marchamo de familia. Eso en lo que a mi cuerpo se refiere. Porque si me pongo a analizar en el espíritu, ¡cómo voy a tener el cinismo de decir que estreno hoy mis ideas! ¿Acaso inauguro yo en estos momentos —acaso son enteramente actuales— mis pecados y mis pequeñas virtudes? La gente grita por ahí lo de «Año Nuevo, vida nueva». Sí, sí, de acuerdo: vida nueva, pero con el material antiguo; con la creencia de ayer, con la mirada de ayer. Hurras nuevos, pero con la garganta de siempre. Uno es un depósito vivo de ideas, de sensaciones, de emociones, de funciones. Uno no puede renunciar a la historia de sus arterias, a la biografía de sus instintos. Uno tiene en el pasado personal su cuartel, su arsenal, su intendencia. Piafan los corceles del deseo en ansia de cabalgar hacia el futuro. Pero del tiempo pretérito se nutren y la historia es su reducto.

Nochevieja. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de las horas— agitadas por un viento. Yo siento en mi interior la música de los días cesantes. Las memorias —los dulces recuerdos, los amargos recuerdos— callaban como campanas quietas y... esta noche se han puesto a tañer melancolías. ¡Nochevieja! Yo soy tiempo —tiempo ahorrado en mis ideas y en mis miembros— que quiere pararse en una hora segura. Pero, ¿hay hora segura?, ¿hay tiempo techado? No se puede edificar una estabilidad en el solar de ninguna hora. Me lo está diciendo el corazón:

—Mira, hay que caminar.

Año Nuevo. El tiempo y yo frente a frente. Él, con su inexpresiva mirada blanca. Yo, con mi impaciencia y con mi campanario: con mi afán y con mi nostalgia. Hay que caminar. Hay que girar, como las manecillas del reloj, esclavos de las horas. Hasta que ellas pasen y el momento llegue. Hasta que se pueda decir de nosotros: «Le llegó su hora.»

Pero esa Hora es otra Esfera.

(ABC, 30 de diciembre de 1964)

jueves, 29 de diciembre de 2011

ESTO ES BELÉN





Lo casero de la Navidad. Y, al mismo tiempo, lo ecuménico de la Navidad. Fiesta familiar y conmemoración universal. Es que la Navidad es Casa. Casa de la Historia. Techumbre providencialista de una Humanidad tantas veces a la intemperie, sin cobijo...

Pero este mundo nuestro, ¿tiene casa? A ratas se nos figura que hace, enteramente, vida de calle. Hay ideas transeúntes —ideas mil— que pululan por ahí, unas destocadas, otras con sombrero y paraguas. Quiero decir que, respetables o desaprensivas, enfáticas o juveniles, bien peinadas o desgreñadas, las ideas —o mejor diremos las actitudes mentales— de nuestro tiempo, caminan presurosas, se cruzan al paso, se saludan o se denostan. Pero, ¿dónde vive tanta «gente», dónde habita tanta idea? — se pregunta uno.

¡Ideas! Menuda cosa. Hace tiempo, en algunos pueblos andaluces, a los «atravesadas» se les llamaba «hombres de ideas». Como si las demás —las ortodoxas— no contasen. No es que no contasen. Es que se pasaban la vida metidas en casa; dentro, por así decirlo, de su esquema, sin proyectarse al exterior. Como no salían afuera no se les veía. Como no hacían ruido, casi no se las valoraba intelectualmente. Ahora, cada idea tiene su vehículo. Sus desplazamientos son incalculables. La prensa, el cine, la radio, la televisión, son buenos servicios de transporte para el pensamiento. No hay ideas que se pasen el tiempo metidas en su domicilio o... asomadas a la ventana. No hay ideas de profesión su casa...

Bien: está muy bien este movimiento, este dinamismo, esta competencia, este jaleo. También nuestras ideas, ortodoxas y cargadas de noble voltaje, al hacerse callejeras caminan con paso airoso, elegante, en actitud esbelta y graciosamente ataviadas. Así, compiten con las otras. Así triunfan. Es un error creer que las ideas ortodoxas se habían hecho viejas. No lo fueron nunca. Era, sencillamente, que no se... arreglaban. Dejaban el campo libre, por orgullo o por erróneo pudor, a las ideas «suripantas». Eso era todo.

Sin embargo, la prestancia de una idea —o, mejor, de un ideal— depende de que tenga o no «solar conocido», o al menos de que se la pueda visitar en casa. El existencialismo, por ejemplo, que es la filosofía de los que no tienen filosofía, es el caracol ideológico (con su caparazón escrecente a cuestas), que es el vivaqueo —intemperie, descampado— de unos hombres que practican la política del naufragio; el existencialismo, digo, no pasa de simple exhibicionismo. El existencialismo enseña angustias, como la prostituta muestra, en la derrota de su cuerpo, el malogro de sus encantos. Su desesperanza es que no puede volver; que, desvinculado y errante, renuncia a encuadrarse en una disciplina. Que no dispone de... domicilio.

(—¿Dónde vive usted?

—En los suburbios de Heidegger, de Kierkegaad, tengo una chabola...

—Heidegger, Kierkegaad... son tierra que ha vuelto a la tierra.

—Pues por eso.

—¿Cuáles son sus creencias?

—No tengo creencias. Creer es afincarse. Yo soy el nómada radical...)

__________


Pues, precisamente, otra ventaja del Cristianismo es la de su amplio, enorme, sólido, maravilloso domicilio. Se explica que en otros tiempos hubiese cristianos que renunciasen a la vida de relación, que no saliesen de Casa. El trazado teológico del Cristianismo se fundamenta en cimientos invencibles. ¿Y su mobiliario ético? ¿Y su seguridad vital? ¿Y su «orientación» abierta a los vientos de la Gracia, al sol de la Caridad? ¿Y su sistema de garantías sacramentales no derrocado —como las asendereadas garantías constitucionales— por ningún posible decreto o estado de excepción? ¡Ah! Por muchos que sean los contactos callejeros del cristiano, contando aún con sus disipaciones, con sus pecados, con sus desvíos, él sabe que tiene una Casa donde recogerse, una tabla de valores donde agarrarse ante cualquier fracaso, ante cualquier naufragio. Es su riqueza. Lidiará el cristiano su batalla temporal entre los hombres, padecerá o triunfará, andará o desandará, se agitará en deseos, gemirá o reirá; es la herencia común del linaje de Adán. Pero, en cualquier caso, dispone de un ideario de solar conocido. Y su alma se afinca en bienes raíces, inconmovibles. Como que es beneficiario de la otra herencia: la de Cristo.

Hay ideas transeúntes —ideas mil— que pululan inquietas, unas destocadas, otras con sombrero y paraguas; ideas que caminan presurosas, que se cruzan, que se saludan o se denotan al paso. Pero, ¿dónde vive tanta «gente», dónde habita tanta idea? Estas muchedumbres, ¿tienen casa? Dominando la Ciudad, la Navidad guiña su semáforo de eternidades a la triste Historia. Belén brinda creencias a tanta idea dispersa, ofrece domicilio a la multitud errante...

(—Esto es Belén. Monumento ideológico. Arquitectura espiritual de cerca de dos mil años de historia.

—Por aquí se regresa a Dios.

—¿Seguimos o... paramos?

—Nos quedamos, afincados aquí. Afincarse es creer.

—¿Para qué sirve creer?

—Para saber.

—¿Y saber?

—Para querer...)

(REVISTA VBEDA, Año 13, Núm. 122, 31 de diciembre de 1962)

sábado, 24 de diciembre de 2011

DIOS SIN NIEBLA





Creía Antonio Machado que se le perdía «Dios entre la niebla». Es la bella —y también exacta— frase que refleja esos borrosos estados de ánimo en que, desdibujado el perfil de las creencias, viene la perplejidad. Doloroso trance. Maimónides, el filósofo hebraico, en su «Guía de los perplejos», trataba de orientar a los espíritus que se despistan en la encrucijada. El mundo es una continua y plural encrucijada. Fe, ciencia, razón, voluntad, tradición, progreso, ideas, creencias, se entrecruzan, se interfieren, se ayudan, se estorban, luchan, se reconcilian... Ante estos ajustes y desbarajustes, surgen las preguntas y, después, cada respuesta lleva anejas nuevas preguntas. Entonces, se hace precisa la superior instancia y la apelación a lo supremo: «Ser Supremo» era la designación que durante mucho tiempo se dio a Dios. Eran épocas plagadas —y hasta finchadas— de racionalismos.

Pero la razón —ya se ha visto— no pasa de sucedáneo. También es un «sufragio», una ayuda, un subsidio para entender las cosas. Ahora bien, las cosas no terminan de comprenderse con razones, números, ideas. Es preciso siempre un apasionado fermento de Amor. Así, los hechos y los datos cobran sentido y posición. Así el mundo, además de conocimientos, tiene Sabiduría.

La Navidad, cada año, nos trae la lección de Dios. El mundo y sus ideologías deben callar en la Navidad para que Dios hable. Su Palabra es Cristo. Su lección es el Amor. Nosotros los hombres nos pasamos la vida jugando con las bonitas palabras; amor, justicia, libertad, paz. ¡Qué pena! No llegamos en el «juego» a ninguna conclusión buena. Más bien estamos llegando en cada momento a las antípodas de los conceptos que las palabras bonitas entrañan. Arribamos al odio, a la guerra, a la lucha, al egoísmo, al miedo. ¿Qué es lo que sucede? Lo que pasa es que seguimos empeñados en no hacer carne de Amor con la palabra amor. Lo que acaece es que el sueño nos inclina la cabeza cargada y no acertamos a levantarla. No atinamos a mirar de frente, a oír de frente, la Voz alta del Verbo que nos acerca y nos pone al alcance el misterio insondable.

El significado de la Navidad —Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre— es fácil porque el Amor no necesita de muchas explicaciones, teoremas y escolios. Pero al Amor sólo se llega con amor, con una lumbre por pequeña que sea, con una centella. Y es Él, es Cristo, quien luego se encarga de hacer fuego arrollador de la centella. Lo triste es que no aportamos nosotros la centella, no queremos, no sabemos. Y, por eso, cuando pretendemos penetrar en el Gran Suceso de la Navidad nos quedamos en los arrabales: en las tarjetas de felicitación, en las fuentes iluminadas, en el turrón, en el champaña, en el gesto de la dádiva de un billete o de unos billetes para los pobres. Pero es que pobres somos todos. Pobres en una o en muchas cosas. No basta con el gesto. Es una comprensión radical de la pobreza del hombre, de todos los hombres; es el advertir la precaria índole de la «condición humana», la que movió a Dios a hacerse hombre. Este es el «humanismo de Dios». Sucede —¡qué torpeza Dios mío!— que ahora muchísimos entienden el humanismo de manera casi opuesta. Entienden que ha llegado el tiempo de que el hombre —pródigo en conocimientos, técnicas, inventos, placeres y ansias— se erija en Dios.

En la Navidad, el Verbo encarnado, sobrenaturaliza a la creación. Yo creo que estamos, sin embargo, ya al borde de una celebración navideña que en muchos, muchísimos casos, prescinde en absoluto de Dios. Es la desnaturalización de Belén, cuando precisamente, lo que ha querido siempre la fe es la sobrenaturalización del Hecho del nacimiento de un Niño que llega a la Tierra desde el Cielo para realizar, para conseguir que los hombres podamos ser verdaderamente adultos. Adultos en la creencia amorosa, en la esperanza de la Verdad sin brumas, en la claridad pujante y estremecedora de un Dios que no puede perdérsenos entre la niebla.

(JAÉN, 24 de diciembre de 1975)

jueves, 22 de diciembre de 2011

EL FRÍO EN CRISIS





—En provincias, hará más frío que en Madrid, ¿verdad?— me decía no hace mucho una señora.

Porque... ya se va domesticando al frío en las grandes ciudades. Todas las cosas son susceptibles de humanizarse, o, por lo menos, de doblegarse bajo las «horcas caudinas» que el hombre les tiene preparadas. ¿Será, en efecto, dentro de poco, diferente el frío de la capital al frío de provincias?

Los esfuerzos de la Civilización, desde Neandertal acá, parece, han tendido a que la Naturaleza, poco a poco, deje de ser inapelable. La Prehistoria, por lo visto, era eso: absolutismo pleno de la Naturaleza. No cabían expedientes contra el calor o el frío, contra el día o la noche, el viento o el mar, la selva o el desierto..., el león o la mosca. De ahí, el pavor del hombre primitivo. Hoy, ¿quién siente pavor frente a nada? La Civilización fue tendiendo trampas a la naturaleza. Todo ha ido cediendo ante su astucia. Por supuesto que, aunque el hombre tardó más tiempo en burlar a las moscas que a los leones, justo es reconocer que, uno a uno, los animales, todos, han ido deponiendo su astucia. Lo mismo, las cosas. Ahí está la física... Primero, la física, ¿no debió ser algo desconcertantemente aburrido, tremendamente monótono? Todas las cosas obedecían a unas leyes hasta el extremo fundamentales, hasta la fatalidad rigurosas: la gravedad, la inercia... ¡Vaya férula! Hasta que los artilugios mecánicos, empezando por la palanca y la rueda, y siguiendo por todo lo demás, le dijeron a las leyes fundamentales:

—¡Calma!

Y las leyes fundamentales empezaron a entrar en razón. Porque la historia de la física es la historia del «se obedece pero no se cumple». ¿Es que acaso la Técnica, enel largo camino que media entre la poleo y el proyectil a la Luna, se ha puesto jamás «fuera de la ley»? Al contrario, la Técnica no es sino el esfuerzo de vencer a lo establecido, paradójicamente, a fuerza de obedecerlo. (¿Cómo el general De Gaulle?) Ningún aeroplano ha dicho todavía que las leyes de la gravedad no son ciertas y plausibles; lo que sucede es que el aeroplano tiene una manera distinta, original de obedecerlas. Todos —los hombres inclusive—, le rendimos pleito homenaje al caer; él, al subir. La Civilización, claro está, es lo contrario de la Magia. La Magia creyó que para vencer a la Naturaleza había que ponerse en contra, había que sublevarse. Así le fue a ella.

En fin; que a pesar de que la Civilización —ya casi nadie le llama Progreso— ha ido amansando a toda la Historia Natural, a toda la Mecánica, a toda la Geografía y a toda la Química —el Bachillerato entero poco más o menos— todavía quedaba casi campeando por sus respetos la Meteorología completa. En lo que al calor y al frío se refiere, la batalla está siendo larga. Todavía, sí, se suda en Agosto y se tirita en Enero, pero tiempo al tiempo. Muchos objetivos han quedado rebasados, ¿no? ¡Aquellos primeros inventos del abanico y de la chimenea!... Siguieron, la horchata y el brasero, tan mediocres aún... Luego, el ventilador y la calefacción casi pertenecen ya a la época romántica. Ahora estamos en la operación «aire acondicionado». Seguiremos. Algún día —hay que asegurarlo— el frío se habrá domiciliado en provincias. Así como la religión del imperio, se acogió en su tiempo a los últimos reductos del campo y de las aldeas, «de los pagus», ¿no puede llegar la ocasión en que el frío, en derrota, se refugie en los pueblos y villorrios haciendo de cada uno de ellos un bastión contra las embestidas del progreso?

Llegará un tiempo en que cuando alguien, al acercarse la Navidad, por nostalgia de ánimo, más que por otra cosa, diga «Tengo frío», le contestarán para sonrojarlo:

—«Cosas» de Peñaranda de Bracamonte.

MIGUEL H. URIBE

(Revista VBEDA, Año 9, Núm. 9, noviembre/diciembre de 1958)

miércoles, 21 de diciembre de 2011

ESE MUCHACHO DESCALZO QUE PIENSA





El hombre, además, piensa. Nuestra dignidad es el pensamiento. Pero cabe hacer de él una especie de profesión, y tenemos al pensador, y cabe simplemente usarlo, como una función más de la propia vida, y tenemos al pensante.

El pensador es un dedicado. Sabe que pensar es su oficio. Por eso, de antemano, se prepara: cierra sus puertas y postigos, se retira, se recluye, para elaborar en la cámara de la intimidad sus arquitecturas mentales. Pero esto es un lujo. Casi nadie puede vivir de sus pensamientos. Lo ordinario es comerciar —aunque sea comerciar en el mejor sentido de la palabra— con ellos; lo corriente es la emulsión de nuestras ideas y de nuestros actos. ¿Hasta dónde llega el pensamiento? ¿Dónde comienza la acción? Difícil establecer límites. No hay zonas en el hombre. No flota el espíritu sobre el cuerpo como el aceite sobre el agua. Cierto que en las cumbres meditativas la línea de separación se adivina. Así, los místicos, en ciertos instantes, muy bien hubieran podido llamar al cuerpo el «hermano separado». Pero ello constituiría una excepción. Lo normal es que cuerpo y alma, pensamiento y acción, se pongan de acuerdo o se hagan la guerra. En uno y otro caso sus relaciones —tener relaciones no es, siempre, tener buenas relaciones— son ostensibles.

Pero si el pensador, en cualquier caso, se empeña en echar sus redes en el piélago vital para apresar los pececillos que luego ha de disecar y sistematizar, en sus teorías, el pensante, por lo general, se limita, como Tobías, a agarrar por las agallas al «pez gordo» que amenaza su particular andadura. El pensador estricto busca dificultades, se consagra a la problemática, mientras que el pensante —más modesto— se detiene a solucionar los obstáculos que estorban su personal desenvolvimiento. ¿El pensador se sirve del pensamiento como de un bastón, como de un báculo que facilite su afán explorador, ofensivo? Pues el pensante a secas lo instrumenta como un adminículo puramente defensivo. Hay, pues, un pensamiento de conquista, descubridor y colonizador (tal el pensamiento filosófico y científico) y otro meramente conservador, cuyas pretensiones no van más allá del interés próximo.

Pero, ¿estableceremos, por eso, jerarquías entre una y otra clase de pensamientos? A veces, el pensamiento, ni siquiera su papel de arma defensiva cumple. Y surge la tristeza. Triste-pensante es quien, examinando dentro de sí, comprueba que ideas y razones no bastan para remedio de su problema. ¿Vamos, entonces, a subestimar su ensimismado gesto preocupado, a la vista del pensamiento sabio del filósofo o del sociólogo ocupado en la ardua problemática del futuro? ¿Vamos, sin más averiguaciones, a llamar egoísmo a aquella actitud y generosidad a ésta?

Ese muchacho, indigente, descalzo, sumido en no sé qué contrariedad o desgracia, rumia, de espaldas a la ciudad, su momentáneo desamparo. No va, por supuesto, a descubrir a ningún Mediterráneo. Su pensamiento no va a conquistar nada. Es un triste pensante. No tiene ideas propias por la misma razón que carecía de moral aquel personaje de Bernard Shaw: «su situación económica se lo impide». Él tiene que vivir —suprema instancia— y hasta ahora, para navegar, no dispone sino de su cuerpo feble, de sus pies descalzos, de su traje remendado. ¿Qué hacer? Terrible, conmovedor trance. No tiene su cuestión resuelta. ¿La tiene alguien? No; en rigor no la tiene nadie. Pero muchos, al menos, disponemos de los datos previos para resolver la elementar dificultad de subsistir como personas. Otros, no cuentan ni con eso. ¿Acaso no existen, todavía, hombres que no alcanzan la plena conciencia del hombre? ¿Todos han llegado al nivel de si mismos? Cuando el problema acuciante embarga, cuando la enfermedad, el hambre o la pobreza tapan los demás problemas, el hombre termina por desconocer la perspectiva, es un «primitivo», la concepción del mundo se le hace imposible. No puede ver el bosque, enredado como está en su árbol. Ni el mar, anegado como está en su ola.

He aquí como el más humilde de los pensantes, el triste-pensante, puede constituirse en principalísimo objeto de meditación del pensador olímpico.

—¿En qué piensa?

—Descubro que la colectivización intelectual, «el espíritu objetivado» va a sustituir con ventaja a aquellos latifundistas del saber que eran los genios.

—Sí, pero ahí el hombre, ese hombre. Con la mano en la mejilla hace el inventario deficitario de su edad madura, o de espaldas a la ciudad, siente cegado el cauce de sus años jóvenes. ¿Lo redimiremos desde el «espíritu objetivado» o... desde el hombre?

ANSELMO DE ESPONERA.

(Revista VBEDA, Año 18, Núm. 145, 31 de diciembre de 1967)

miércoles, 14 de diciembre de 2011

DE SAN JUAN DE LA CRUZ A TEILHARD DE CHARDIN





Una mañana de este otoño he llevado a Luis Rosales —porque él así lo quiso— al lugar del convento carmelitano de Úbeda donde murió San Juan de la Cruz. Vi su emoción. El casi la disimulaba pero yo me daba cuenta. Escribió Jorge Guillén que «ningún poeta español inspira una adhesión más unánime que San Juan de la Cruz». Quizá por eso Úbeda, un poco, es lugar de peregrinación para los poetas. Es curioso que el poeta granadino había venido a Úbeda a dar una conferencia sobre el «cante jondo». Fue una charla casi orfebral —frase a frase refulgente y enjoyelada— la suya; en la que el temario servía de pretexto al despliegue de un lenguaje alzado («Lenguaje heroico» llamaba Góngora a la poesía). Cualquier idea, concepto o argumento aguardan para hacerse de verdad egregios al «surge et ambula» del poeta. («Ya tiene luz la rosa y el gozo el río» es un verso de Rosales aplicable a la taumaturgia de la acción lírica sobre las cosas.) El caso es que no pocos asistentes salieron de la conferencia de Rosales con ganas de cante y de cañas de manzanilla, aun entre los más «profanos» en ese aspecto. Por eso yo, que conozco la profunda veta espiritualista de Rosales —de su poesía y del hombre que la hace—, pensé en las vocaciones poéticas que podrían producirse como consecuencia de unos comentarios suyos acerca del fraile que escribió la «Noche oscura» y «La llama» y el «Cántico». Medio se lo dije y Rosales sonrió con esa campechana bonhomía que hace de puente entre su delgada hondura sensitiva y «este mundo». Rosales tiene la habilidad y la gracia de pasar sin violencia alguna de su mundo a «este mundo». No le sucede lo que a Juan Ramón Jiménez, que, por lo que cuentan, resultaba insoportable cuando salía de su torre de marfil. Me contesta Luis Rosales, poco más o menos:

—Bueno, San Juan de la Cruz lo da todo hecho. Además de que él mismo pone la exégesis de cada uno de sus versos, la fuerza de su poesía salta a la vista y es de tal calidad que aun los pasajes que pudieran parecer más oscuros iluminan y hasta encandilan.

Recordé entonces aquella estrofa:

A la aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores
montes, valles, riberas
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores.
¿Espera alguien que le expliquen qué quiere decir San Juan de la Cruz con estos versos, para ser «conquistado» por ellos, para entenderlos en su pulsación profunda, en el ritmo dinámico, veloz, de las imágenes? Parece que esa agilidad y que ese viento amoroso —o mejor, místico— que levanta a cada una de las palabras enhebradas en la estrofa hasta hacerlas brillar como ascuas o como gemas, consiguen hacer de la poesía del carmelita una especie de sacramento menor. Los vocables, de por sí corrientes, no dicen aisladamente, uno a uno, nada que no aluda a su significado concreto. Engarzados por el poeta, trasmutan la idea y acosan como lebreles las más limpias y sutiles esencias: suscitan atmósfera. Se ve que el poeta, llevado de su ímpetu interior, crea primero el verso casi como en un «secuestro», en un rapto de la inspiración: puro éxtasis. Y la teoría, la explicación, como apunta Jorge Guillén, viene después. Primero San Juan de Cruz se deja llevar de su vorágine. Le brotan incandescentes las palabras. Y él, luego, a medida de que se van enfriando, va diciendo su sentido en las «declaraciones» correspondientes. Así sucede en el «Cántico», así en «La llama de amor viva», así en la «Noche oscura del alma»...

A propósito de la metodología espiritual que entraña la «Noche oscura», es curioso encontrar en tratados más actuales —por ejemplo, en Teilhard de Chardin que, aparentemente al menos, pertenece a un meridiano espiritual muy distante del carmelita— consideraciones que parecen casi calcadas de la «Noche oscura». En «El medio divino», Teilhard de Chardin escribe: «Dios, para penetrar definitivamente en nosotros, debe ahondarnos, vacilarnos, hacerse un lugar. Para asimilarnos en El debe manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser.» ¿No es esta la «técnica» de la «Noche oscura» que va haciendo vacíos en el alma, promulgando renuncias, haciendo lugar, sitio; ahondando hoyos para la plantación del árbol del genuino Amor de Dios, de ese Amor que levanta su fronda y su fragancia en el «ameno huerto deseado» del «Cántico»?
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada.
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fue violada.
Audacísima estrofa en cuyo simbolismo está como resumida toda la teología de la Redención. Es bueno, sí, encontrar algunas veces en un Teilhard imágenes parecidas a las del carmelita, aunque de una fuerza poética muy inferior o, por menor decir, sin fuerza poética. Por ejemplo, el «Niégate a ti mismo» evangélico, que tan apasionadamente traduce la «Noche», no pasa en Teilhard de Chardin de ser expresado con estas palabras: «factor esencial de vivificación que es en sí una fuerza universal de disminución».

Luis Rosales me decía que San Juan de la Cruz —su poesía— lo da casi todo hecho. ¡Qué cierto es! Si nos pusiéramos a explicar exhaustivamente sus versos, los echaríamos un poquito a perder.

(IDEAL, 14 de diciembre de 1974)

martes, 13 de diciembre de 2011

LO QUE VALE UN PENSAMIENTO





Gris de otoño... ¡Esta niebla!... Pues sí; esta niebla, despierta. Cada uno, quiera o no, tiene dentro, dormidos, los días antiguos. Y el cielo bajo es paisaje que conjura distantes emociones, emociones dimitidas. Resulta curioso: el otoño tiene también sus florecimientos; en la liturgia de octubre y noviembre el espíritu registra la resurrección de las memorias muertas. En fin, que acabo de atravesar las ciudad en una pluviosa, musical, trémula hora de anochecer. Cruce: hombres de su prisa, muchachas de su belleza, niños de su merienda... Mil afanes, mil paraguas. Escaparates luminotécnicos, sordina de hogar tras las ventanas, parejas de novios. Una tenue campanita lejana: ¿la azoriniana campana de un convento? En una plaza, el desmayo de los árboles dolientes; en el centro, transfigurando la infinita nostalgia del instante, un fraile de mármol. Con su abierto ¡ay! en los labios. «San Juan del ¡Ay!». San Juan de la Cruz, con su cruz.

Pero San Juan de la Cruz, ¿no trastorna las «estructuras»? Si fuera posible una tectónica del hombre común, nos sorprendería el grosor desmesurado del sedimento externo en flagrante desproporción con los estratos subyacentes. Todos vivimos de cara a las cosas, casi en completo olvido de nuestras «provincias interiores». Entonces llega San Juan de la Cruz y dulcemente, sigilosamente, dice al oído: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Más que todo el mundo. ¿Lo han oído, lo oyen, los hierofantes del culto nuevo, los gazmoños de la innumerable beatería pragmatista, los sacristanes de Nuestra Señora la Técnica?

Desbarata, sí, de un trallazo todos los planes San Juan de la Cruz. Al recordar lo que vale un pensamiento es como si incitase a la rebelión. En el extremo opuesto de la demagogia al uso, él asume un extremismo de distinto signo. De hecho, es un agitador sutil de las potencias mentales oprimidas por la tiranía de lo sensible. Parece como si el santo poeta dijese a las potencias del entendimiento: «Estáis en lo hondo, pero vuestro lugar es lo cimero; padecéis vasallaje, pero vuestra vocación es el mando; ¡levantaos, y sin pérdida de tiempo: “el que la ocasión pierde, es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a coger”!». ¿Qué es la «Noche Oscura» sino la apología de la fuga del ánima hacia otros horizontes, en un secreto salir «sin ser notada»? (Notación al margen: Luego San Juan de la Cruz está en contra, precisamente en contra, de lo establecido. A lo mejor el punto de partida del carmelita está en la misma línea que el punto de partida de... Marcuse. Vaya, que nadie puede reprocharle falta de juventud al santo.)

Pero tiene corolario la sentencia, el «aviso», de Juan de Yepes. Después de mostrar la excelencia del pensamiento añade: «Por tanto, sólo Dios es digno de él.» Nada más Dios es cumplido objetivo del pensamiento del hombre. Sacar al espíritu de su mazmorra, enseñarle su dignidad, es cosa que, al fin y al cabo, postularon todos los racionalismos. El pensamiento culmina al hombre; pero, ¿lo agota? Es aquí donde incide la tesis sanjuanista. «Toda ciencia trascendiendo», la inteligencia no debe detenerse como un Narciso enamorado de su imagen. En la cumbre, en el otero, ¿qué va a hacer el pensamiento solo? Perecerá en su gélida pureza desamparada si no se decide a ser pensamiento hacia Otro, hacia Alguien o para Algo. (Notación para el margen: Luego San Juan de la Cruz, para suplir lo establecido, dispone de un programa y propugna una apelación. Sabe lo que quiere. Aquí ya, el santo, puede parecer menos joven a algunos jóvenes. Hay que reconocerlo.)

Por cierto que trascender «toda ciencia» es ejercicio difícil. ¿Qué remedio arbitrar? San Juan de la Cruz previene: «A la tarde te examinarán de amor.» Es su receta. El pensamiento liberado tiene una ocupación en la que ha de adiestrarse. No estará solo si aprende amor. Dónde, él lo sabe:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche...»
En lo que respecta al examen de amor, el reformador carmelita cuenta el resultado, superadas luego las pruebas de la «Noche». Lo cuenta en el «Cántico Espiritual», empapado de gozo, cuyas estrofas finales semejan el despliegue enardecido de una crecida inenarrable. Las metáforas más audaces flotan —desgajadas, bajeles de claridad— en la riada impresionante. El pomo del corazón derrama sus esencias al viento. Fiestas, luminarias, bodas. Interminable idilio en las espesuras de las maravillas del Señor. Aire y donaire de los prados eternos. Animada a la deriva: náufrago sin tabla en los piélagos sombríos. La «caballería» de lo carnal en desbandada... Nunca el verso se ha combado en euritmias más fecundas. Nunca la poesía pudo disponer de un «corresponsal» así en el Reino Alto. Juan de Yepes tuvo y tiene la exclusiva. (Notación al margen: San Juan de la Cruz al fin comprueba que la meta es júbilo, y que la vida, con su previa angustia, tiene un sentido. Luego ya no, ya no es posible que le acepte cierto sector —inteligente, no cabe duda— de la juventud de ahora. Lástima...)

Pero estoy pensando en la fecha. Estamos en 1968. Cuatro siglos ya de la reforma sanjuanista, cuatro siglos de carmelitas descalzos. ¡La de vueltas que de entonces acá ha dado el mundo! ¿Sirve San Juan de la Cruz todavía? ¿Y sus frailes? ¿Acaso, ya, tiene sentido lo de «hacerse fraile», cuando caminamos —según muchos— hacia un cristianismo sintético, más o menos de tergal, que no exija el continuo lavado, el continuo planchado, la continua disciplina? Pero, quizá, ante una figura como la de San Juan de la Cruz, cualquier frivolidad se desagua. A la luz de San Juan de la Cruz, uno sospecha que el progreso espiritual nada más en la vida interior se asienta y enraíza — «que yo se bien la fonte que mana y corre»—, y que cualquier apertura que se intente prescindiendo de ella es pura pedantería. O pura cursilería. ¡Quién sabe!

Otoño suena a abdicaciones y, sin embargo, el místico nos está invitando a una toma de posesión. Lo he mirado, alzado él entre la fina lluvia, abrazado con su cruz, inflamado con su «Llama», amorosamente fundido, confundido en su «Cántico». Vengo de pasar junto a su efigie de mármol. El ábrego está ya arrebatando hojas a los árboles que hacen escolta a su monumento. El monumento está situado en una plaza silenciosa de Úbeda. Úbeda es el lugar del tránsito, es la patria de la muerte de San Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz, siguiendo a Santa Teresa, reformó la Orden de Carmelitas en 1568. Unos años después escribía: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él.»

(ABC, 27 de noviembre de 1968)