BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 24 de abril de 2011

PENITENTE HABLA: DOMINGO DE RESURRECCIÓN






EL RESUCITADO.

El frescor del agua loca de espumas, la pureza fuerte de la mañana, la alegría sin sombra de la Resurrección estrenada, están simbolizadas en este penitente (?) que luce su banda como un galardón en el Domingo glorioso, curada ya la amnesia de las campanas...

—Yo —parece decir el penitente de «El Resucitado»— voy proclamando la Restauración de Cristo entre las calles quietas que vieron el Escándalo de la Cruz.

Y, como las trompetas han rectificado su congoja en un ímpetu vertical, erecto de dianas vibrantes, como ha sido descubierta la clave del Misterio..., la Primavera, impaciente, ha entrado en agujas. El rojo transfigurado del penitente del Resucitado, da la señal luminosa. ¡Vía libre a la Primavera!

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 27, marzo de 1952)

¡RESURREXIT!







¡Resurrexit! El aire se ha vestido otra vez de júbilo. Las campanas alacres, tras el paréntesis de su mudez, han prorrumpido en exclamaciones azules... ¡Resurrexit! ¡Resurrexit!

Todo parece de cristal. Del cielo ha descendido la Esperanza. Parece que nunca va a terminarse la mañana, que nada va a poder estropearse ya. ¡Resurrexit! Campanitas, cohetes... música vibrante, herida de sol.

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 3, marzo de 1950)

(Fotografía: ANTONIO JOSÉ MURO SÁNCHEZ)


viernes, 22 de abril de 2011

PENITENTE HABLA: VIERNES SANTO





JESÚS NAZARENO.

—¿Por qué tan temprano, penitente?

—Para que la mañana ponga rocíos trémulos a mi fervor recién despierto. Para que las brisas traigan una fragancia a esta congoja morada de mi túnica.

—¿Esa túnica...?

—Será mi vestido para la entrada en el Reino sin fin. Sus pliegues se aquietarán definitivamente en el arca anónima que guardará mi rigidez yerta.

—¿Esas lágrimas tuyas cuando ha salido Jesús?

—No son mías. La madrugada me las ha traído desde muy lejos... desde el fondo de mi carne antigua, herida de insinuaciones atávicas. ¿Tú no lo sabías? Esto es la Tradición. La tradición es la caja de resonancias de la Historia; cuando suena el «Miserere», a la salida de Jesús, todos los siglos sinfonizan desde el reposo su balada azul...

A las siete del Viernes, la mañana se suaviza de diafanidades nazarenas...



LA CAÍDA.

Este cofrade va a renovar el morado nazareno de la mañana; va a ponerle un contrapunto blanco. La elegancia, ¿es un contraste?

—Quiero ver, penitente, un señorío debajo de tu túnica. Vamos a ver, ¿qué es el señorío?

—Señor es quien se busca siempre en lo alto. Pero la cumbre tiene siempre un camino abrupto, peligroso de caídas... señor es quien no se queda caído, quien no ceja en el momento predegoso, quien logra clavar su espíritu, como una bandera, en la arista de la montaña.

—Entonces, ¿el señorío es un alpinismo espiritual?

—Es llegar con dignidad a todo lo alto... aunque en todo lo alto espere la inmolación. Mira a Cristo, escalando el Calvario a fuerza de caídas. Por eso es el Señor.

(Y en el escudo del penitente de la Caída, que quiere ser señor, hay un monte...)



LA EXPIRACIÓN.

Es un joven...

—Oye joven... Hoy, tus pensamientos azules llevan un capuz negro.

—Los jóvenes somos cofrades de la Expiración de Cristo, porque queremos una interpretación trascendente de la muerte. Nos imante esta Muerte exultante de Cristo, en el centro de todos los tiempos. El desvaimiento mundanal aspira a una muerte sin solemnidad, entre algodones, rodeada de cuidados... Nosotros quisiéramos una muerte convulsa, en el corazón del peligro; una muerte para los demás, generosa, a imitación de la de Jesús.

En la hora vociferante de luz, pasa el imponente Cristo crucificado entre los jóvenes penitentes de capuz negro.

—He aquí la Belleza suprema, divinal, trágica. El velo del templo se rasgó a la hora de nona... Y se rasgó, a lanzazos de Cruz, el enigma nebuloso de la muerte... Al expirar Cristo, la Humanidad puedo aspirar, hasta la embriaguez, la confortación inmortal. Por la herida del costado de Cristo —aspillera abierta a la Eternidad— nos llega el rotundo, vigoroso claror...



LAS ANGUSTIAS.

No es, a pesar de ser de «las Angustias» un existencialista...

—Yo, nada más, soy un artesano —viene diciendo el penitente blanco—.

Y el «paso» de «Las Angustias» trae una Virgen desmayada con el Señor muerto —alfar roto— en sus brazos.

—Penitente blanco, ¿por qué elegiste esta Cofradía de la Virgen Trágica?

—Porque la Virgen, artesana de Dios, modeló el Vaso de la Redención. Fue la Señora quien talló, con carne de su carne, la Carne que nos salva.

—Pero hubo de romperse el Vaso para que la redención se derramase sobre los hombres.

—Es su angustia artesana, su angustia de Madre, vertiendo sus lágrimas sobre el alfar roto.



LA SOLEDAD.

¡Qué cerrazón negra de túnicas luctuosas, Señor! ¡Qué prisa dolorosa en el «paso» de la Virgen de la Soledad! ¡Qué oleaje de fervor bravía en las cuestas de San Millán! Y el sonido largo de las trompetas, ¡cómo se enraíza en la noche!

—¿Cómo has edificado tu piedad, penitente gremial?

—Sin planos...; con urgencia. Ya lo ves, con humildes ladrillos ingenuos, con «cal viva» de espontaneidad...

—¿Falta cemento a tu fervor, penitente? ¿Falta «formación» a tu fe dispersa?

(Se desencadenó el huracán. Entre espasmos de ¡vivas! el Viernes Santo ha levantado un trono de epilepsias a la Virgen de la Soledad.)



EL SANTO ENTIERRO.

Se totalizó el luto en la noche... y en el penitente. Hasta el blanco —neutral entre el júbilo y la pena— sucumbió gravitado por el negro absoluto...

El cofrade del Santo Entierro lleva una gola blanco bajo el capirote de terciopelo. Y las insignias de la Pasión bordadas encima del corazón. Un lujo funeral, isócrono de atambores, en el cortejo. Tristeza consumada en el ambiente. Porque la curva de la Pasión se desplomó vertical en los abismos teológicos...

—El evangelio, penitente, habla de una dracma perdida... ¿Lo ves? Cristo ha muerto para encender una Luz que ilumine su búsqueda... Acerca la Luz: mira si tu alma es la dracma perdida.

—Ya lo entiendo; una dracma para la compraventa del Reino. Es caro el Reino. Pero la Muerte del Señor lo ha abaratado.

—Es un comercio, ventajoso para el comprador, penitente. Pero es necesaria tu dracma. Está debajo del bordado de plata de tu túnica: en el corazón.

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 27, marzo de 1952)

JESÚS







El amanecer ha modulado en el horizonte preludios de nubes nazarenas. La Plaza de Santa María tiene una congoja morada.

Los siglos —lejanos siglos humillados— se ponen en este irisado momento de la «salida de Jesús», a insinuar su presencia lírica. Han traído al Nazareno un ramo de sinfonías violetas: el «Miserere» inunda la Plaza de fragancias. ¡Ay, la vocación azul de las lágrimas! Las lágrimas quisieran hacerse golondrinas. ¡Ay, el temblor curvo, sin dirección de las trompetas! Las trompetas son fuego y quisieran hacerse sombra, son grito y quisieran hacerse caricia, son oro y quisieran hacerse lirio...

¡Tilín, tilín, tilín, tilín, tilín...! La campanilla ingenua del penitente guía, viene abriendo los balcones. ¿No es cada balcón una ofrenda? Ofrenda de oraciones que alguna vez se condensa en saeta... Va a pasar Jesús Nazareno... ¡Silencio!... Que los corazones se abran: que rindan su cosecha, que olviden, que sueñen, que hablen, que digan: ¡Padre!

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 3, marzo de 1950)

(Fotografía: MANUEL GARCÍA VILLACAÑAS)

jueves, 21 de abril de 2011

PENITENTE HABLA: JUEVES SANTO


 


LA ORACIÓN DEL HUERTO.

—Penitente, habla...

—¿Qué diagnóstico harás, por mis palabras?

—Diagnosticaré la calidad de tu fe, penitente.

—Ya ves, mi fe está bajo la advocación de... la oración.

—Entonces, la oración ¿cura? ¿Hay una terapéutica de la oración?

—La oración puede provocar una lluvia de lo alto, puede humedecer el espíritu y sanar el cuerpo, aún después de haber fallado este artificioso regadío de la Ciencia. La oración es el mejor doctor; un doctor «honoris causa».

—¿Por eso...?

—Por eso somos cofrades de... «La Oración». ¿Diagnóstico?

—Aseguraría que está Vd. completamente sano, doctor.



LA COLUMNA.

El Jueves Santo, de pronto, se ha enlutado, severo, con este penitente. El cielo litúrgico se ha ensombrecido de tonos cárdenos. Hay, en el cielo, arreboles morados.

—Me parece, penitente, que tú eres el hombre de la «forja». ¡Bella palabra ésta!

—La «forja» es un esplendor ebrio sobre un siniestro fondo negro.

—Tú sabes muy bien que cualquier dura rebeldía puede derretirse, al fin, en cálidas efusiones. Mira a tu Jesús flagelado, penitente.

—Es una «forja» viva. Todo el metal viejo de la historia se ilumina en la sangre de esas heridas. La taumaturgia de la Redención es una metalurgia... una metalurgia de Dios que funde los pecados del mundo...



LA HUMILDAD.

Se ha puesto sobre su carne la roja túnica del escarnio, en la hora «pajiza» de las envidias, de los odios descompuestos y pálidos... La Divinidad, humilde, está inhibida entre una denostación de colores. Rojo, amarillo, rojo, amarillo... La tarde del Jueves, al pasar la procesión, se ha congestionado de violencias.

—Y tú, hombre, ¿de dónde vienes?

—Vengo de esos campos fulgurantes, dramáticos del Sol. Vengo de forzar a la tierra. Soy un campesino de trabajo trágico que labora de sol a sol. Podía traer del campo una ira amarilla sobre un rojo fondo de contienda. Pero traigo mi docilidad.

—Mira tu Cristo, dócil. Han puesto a su dignidad divina un pavés escarlata, un pedestal de burlas. No se cansa de «la Humildad». Es tu Señor.

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 27, marzo de 1952)

miércoles, 20 de abril de 2011

LOS NIÑOS EN LA SEMANA SANTA







Para los niños, la Semana Santa no es, todavía, una tradición. A nosotros, la tradición nos resulta bella porque en ella vemos una copia fiel, más o menos inalterable, de añejas emociones de añejos tiempos. Pero corremos el peligro de que estas emociones se vuelvan membranosas, se enquisten bajo la odiosa caparazón del tópico. La tradición de siempre —¡ay!— suele confundirse con el tópico de siempre...

No así en el alma de los niños cuya sensibilidad, aún no apelmazada por la costumbre, dispone de un contingente de ilusiones vivas, de ilusiones libres, sin lastre y sin marchamo. Ellos ven la Semana Santa desde su punto de vista, iluminado de fantasía, rociado del claror de lo inédito. Y viven por eso sus emociones de estos días en su pleno vigor directo, sin atenerse a los reflejos que el pasado puede proyectar sobre una actualidad cabrilleante de recuerdos.

La misma trascendencia religiosa de la Semana Santa, que llega a nosotros filtrada y decantada a través de una sedimentación de cultura, de exégesis y de aportaciones artísticas, se presenta a los chiquillos en su trágica significación esencial. No es que nosotros los mayores, al considerar la Pasión del Señor, nos apartemos de la Verdad y nos sintamos influidos, necesariamente, por ideas ajenas al Drama del Calvario. Sin embargo, profesamos un culto a lo accidental que nos estorba, frecuentemente, la piedad y el fervor. Ya, ante los Cristos y ante las Dolorosas procesionales nos acomete el prurito de sentirnos «críticos» con una dosis de pedantería mayor o menor, según los casos. Y no es raro que, ante el «paso» iluminado, joyante y espléndido, resbale la misma emoción religiosa que se detiene o se enreda en lo accesorio, en lo circunstancial.

Los niños miran las imágenes procesionales con unos ojos más limpios, con un interés sin mediatizar. No asocian su consideración piadosa a otras consideraciones. La procesión es, para ellos, ante todo, una procesión. Y su profundo significado penetra incontaminado por todos los poros de sus almas. Perciben la manifestación religiosa de una manera sintética sin parar mientes en todas esas cosas en que nos fijamos nosotros al presenciar el cortejo: en que hay un hombre detrás de cada penitente, en que el artista falló al interpretar tal o cual rasgo del Cristo, en que existe o no existe disciplina en los cofrades, en que es magnífico o deleznable el juego de los rasos y de las túnicas. Ciertamente, ven todas estas cosas accesorias pero sin analizarlas, sin desmenuzarlas. Por eso la procesión, produce en ellos el efecto perseguido: les deslumbra, les admira, les enciende la fantasía. Y todo el atuendo procesional les prepara un «clima», un ambiente que favorece, ineludiblemente, el brote fervoroso.

Mirad los «penitentillos del guión». Vienen delante de la procesión, junto al estandarte, jubilosos de vestir su túnica o su corona de espinas. Quizás no han dormido durante toda la noche, pensando en la gran «aventura» de vestirse de nazarenos. Verles, como absorben con su mirada, con su actitud expectante, esponjado su espíritu, la emoción sacra y maravillosa del momento. Esta sensación de plenitud religiosa que, sin ellos saberlo, experimentan, va a dejar un inquebrantable fondo de piedad en sus vidas. Ahora su fe es limpia y sin complicaciones... Cuando lleguen a mayores, cuando se entibien sus fervores y su fe, quizás, enferme, fermentará cada Viernes Santo, cada Jueves Santo, en el fondo de sus almas el recuerdo de infancia, transido de auras religiosas, referido al día en que ellos, al lado del campanillero, marcaban el paso en la procesión, con toda formalidad. Y quizás este recuerdo, les redimirá. Y su fe volverá a ser del todo limpia.

(Revista VBEDA, Año 6, Núm. 63, marzo de 1955)

(Fotografía: EUGENIO SANTA BÁRBARA)


martes, 19 de abril de 2011

SIEMPRE ESTÁ DIOS







Siempre está Dios. Pero en Semana Santa se anuda, se enreda en el mecanismo de la existencia de cada uno. Nunca como entonces Él es comida y bebida y su presencia se clarifica. Miembros del Cristo místico somos, y esta fe se tangibiliza, en convicción cercana a la evidencia, al sentirnos inmersos en el sublime aluvión litúrgico de la Semana de Pasión.

Todos llevamos dentro, sin estrenar, al «hombre nuevo»; al hombre nuevo que queremos ser. En nuestra carne y en nuestra misma alma —en las ideas que se oxidaron, en las costumbres viejas, en la concupiscencia que como una humedad malsana invade el habitáculo de la propia vida, en la pereza, en el egoísmo...— el hombre viejo se afinca, se agarra... impenitente. No deja espacio ni tiempo el hombre viejo al hombre nuevo que, inédito, aguarda su ocasión...

Pero Dios, desde su altura, está, en todo momento, alentando, estimulando al hombre nuevo: quiere Dios imprimirlo, editarlo, publicarlo; le aguijonea para que se lance, por así decirlo, a la palestra; le invita, en fin, al combate, denodado y ardoroso contra el pasado que como una alimaña se cobija en los reductos oscuros de la «tradición», entiéndase esa «tradición» de pecado que obstaculiza generosidades y disipa optimismos.

Y es en la Semana Santa cuando Dios, asumiendo el Dolor en su Humanidad amorosa, urge en una especie de ultimátum, la entrega confiada del hombre nuevo. Es la Redención. Él lo pone todo para que sea abatido el mal que se engarfia, obstruccionista, en nuestros propósitos. La Redención es la Suprema ayuda para que la criatura se incorpore, se levante y comience la renovación deseada y necesaria.

No otro es el sentido dela penitencia cuya vigencia no puede cesar por grande que sea el «avance de los tiempos», y cuya necesidad es tan perentoria en el siglo XX como en el siglo... XIII. El penitente no es sino el «hombre nuevo» que castiga y humilla al hombre viejo: no es sino el presente vital —rejuvenecido en la Verdad— que flagela al pasado pecaminoso, al ayer personal sumido en la tiniebla.

Dios en la Semana Santa está más cerca. Su divina presencia en el trance supremo de la Cruz, es la cátedra abierta en la que el cristiano se adoctrina en el camino de la Verdad. Pero además es la «fundición» en que se opera la sutil metalurgia que transforma al hombre, eliminado la escoria vieja, para que se levante, ágil e intrépida —«surge et ambula»—, la Verdad.

Es el sentido de la Pascua, tras la profunda desolación del Viernes Santo.

(Revista VBEDA, Año XIV, Núm. 123, 31 de marzo de 1963)

(Fotografía: ANTONIO JOSÉ MURO SÁNCHEZ)


lunes, 18 de abril de 2011

LOS DÍAS SAGRADOS







Creo que la Semana Santa no es una semana del tiempo. Quizás, más bien, es un punto de mira y una perspectiva para entender, interpretar o, inclusive, desdeñar al tiempo. Depende. Hoy, precisamente, cuando los relativismos están de moda, recuerdan estos siete días a las verdades. Pero a las verdades absolutas. Las que no se limitan a insinuar; las que no amagan, las que no sugieren simplemente, sino las que afirman; las que nos atornillan —por así decirlo— a ideas y creencias. Las que nos piden fe y no opinión. Las que, de manera rotunda, reclaman el o el no. Los cristianos podemos diferir en bastantes cosas: podemos estar situados en diferentes planos mentales, sociales, políticos. Y, sin embargo, ante el Hecho de Cristo Resucitado, no caben equívocos ni ambigüedades. Ni relativismos. O somos o no somos. Y aquí las palabras del mismo Hijo de Dios: «El que no está conmigo, está contra mí».

Si somos cristianos, nos compromete la Verdad de la Redención. Y ya no podemos decir —de ninguna manera podemos— que el mundo es absurdo. Ni podemos coquetear —por mucho cartel literario que eso dé, o por mucho que se lleve— con los existencialismos de la angustia de maquillaje, tan rentable. Los cristianos creemos en un manojo de verdades trascendentes. Y eso nos impide la desesperanza. Y eso, ¡que remedio queda!, nos lleva al Catecismo, y nos devuelve la oración de nuestra infancia, y nos promete el Amor. Aunque eso, nos impide por ejemplo, escribir novelas de éxito editorial con nihilismo al fondo. Aunque eso nos aleje, si acaso fuésemos dramaturgos famosos, del «record» de taquillaje que proporcionan hoy los experimentos dramáticos con blasfemia y pornografía como paisaje.

Hay gentes que quisieran un cristianismo desenganchado de sus dogmas, es decir, de sus quicios, de sus bisagras, de sus fundamentos cardinales. La Semana Santa nos recuerda que Jesús no era un profeta, ni un reformador, ni un poeta, ni un político, ni un guerrillero defensor de los derechos de la persona. Cristo, verdadero Hombre, es verdadero Dios. Entonces, no tiene sentido un Cristo expirante en la Cruz, si limitamos su Sacrificio al de un testigo cualquiera. O si hablamos frívolamente de la Redención, como de una ejecución injusta más. Por Dios, no achiquemos el Drama del Calvario. No nos encandilemos como Renán —y eso lo hacen ahora algunos cristianos— con un Jesús modelo de virtudes humanas (humanas, solo humanas), suavísimo y sapientísimo, pero a través de cuyas perfecciones no se quiere ver su Persona divina. Este error es antiquísimo, se está cayendo de viejo. Este error tiene la misma edad que la Verdad de la que se aparta. Pero hoy, con subterfugios, con eufemismos, este tremendo error quiere ponerse en el candelero. Lo están poniendo (y de una manera tanto más nociva cuanto más equívoca) todos cuantos omiten la palabra redención, y la palabra pecado, en sus apologías. Yo no sé qué sentido puede tener el Viernes Santo si no hubo y si no hay pecado que demande el remedio del Sacrificio, el antídoto de la Redención.

Pero —esto se ve— el Viernes Santo estorba a muchos cristianos. Estorba a todos cuantos no quieren hablar de cruz, de renuncia, de sacrificio, de penitencia. Estorba, especialmente, a todos cuantos quisieran una religión vacilante atenta más a los cubileteos temporalistas que a las verdades que se ciernen por encima del tiempo. Estorba a los cobardes que prefieren siempre la transacción, la verdad media —¿qué es verdad media?—, la moral media —¿qué es la moral media?—, la postura media. Estorba a los timoratos de un cientifismo o de un logicismo que confunden la Verdad con lo verificable; que de todo hacen problema cuando más bien —según enseñaba Gabriel Marcel— todo es Misterio. Estorba a los necios de corazón, a quienes no quieren conocer cordialmente; a los que ignoran que el Amor es la mejor fuente de conocimiento.

La Semana Santa, no es del tiempo, porque juzga al tiempo. Desde niño, cuando mi padre me llevaba a los Oficios del Jueves Santo, desde que en la mañana del Viernes Santo el morado de la procesión del Nazareno se me entraba de rondón por las avenidas del alma, me ha acompañado, año a año, la intuición de que estos siete días son genuinamente sagrados, auténticamente religiosos. Significan el despegue de lo cotidiano y la adivinación de Dios al margen de los inútiles, pertinaces, torpes cuidados y trabajos que nos asfixian el espíritu. Tengo que discrepar ardientemente —me lo pide mi conciencia— de todos cuantos, quedamente, paso a paso, desearían convertir la Religión en un humanismo, desguazándola de sus fundamentos, desatornillando sus dogmas, diluyendo su moral, desatando sus exigencias, problematizando su fe, secularizando su esperanza y desvirtuando en malas traducciones su Caridad. Yo soy un mal cristiano, como cualquiera. «Siervos inútiles somos», repetía con frecuencia Tomás de Kempis, recordando un verso de la Escritura. Porque es absolutamente cierto que los cristianos no estamos nunca a la altura de nuestra Fe. Y que nuestra conducta, en continua avería, no funciona al ritmo que nuestros postulados le imperan. «Siervos inútiles somos», pero es necesario —por lo menos y por lo pronto— que nos reconozcamos en el mejor sentido de la palabra siervos. Siervos del Cristo Crucificado y Resucitado. Siervos y no, simplemente, admiradores. Siervos y no... camaradas. Porque El no es la Super-estrella para el entusiasmo de unos “fans”. Y no es el obstinado reformador de unas estructuras políticas o sociales. Ni es el soñador, capitán de poetas. Ni el abanderado campeón de unos derechos o de unas reivindicaciones.

Todo esto sería poquísimo. Todo esto no merece un Viernes Santo ni un Domingo de Pascua. El es el Hijo de Dios, hecho Hombre, que muere en la Cruz para redimirnos y ganarnos para la Inmortalidad. Y que resucita al tercer día de entre los muertos como garantía de que su doctrina y su Obra es la clave de la Historia.

Naturalmente solo así tiene sentido el Viernes Santo y el Domingo de Pascua. Ya que únicamente lo sobrenatural da carta de naturaleza a la Religión. A la Religión que, por supuesto, acarrea muchas y gravísimas obligaciones temporales; pero como consecuencia de la creencia cristiana en la trascendencia. Todo lo demás es edificar sobre arena. Y, ¿qué pasó a quien quiso edificar sobre arena? El Evangelio lo cuenta clarísimamente.

(Diario JAÉN, 7 de abril de 1974)

(Fotografía: MANUEL GARCÍA VILLACAÑAS)

domingo, 17 de abril de 2011

LA ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN







El Domingo de Ramos, ¿qué estrenará la Primavera? La Primavera estrenará un traje místico. El Domingo de Ramos, la Primavera se vestirá de procesión...

Esperad la tarde nítida, tersa, fúlgida de «Hosannas». Repicarán las campanas maduras de las torres heroicas, tintinearán los esquilones recentales de las espadañas. Ascenderá raudo el júbilo de los cohetes: alarde candoroso de la pólvora.

Y los chiquillos de todos los barrios —de San Millán, del Alcázar, del Risquillo— se congregarán frente a la lonja de la Trinidad para ver la salida del «Señor del borriquillo». Transparencia musical de las trompetas marciales haciendo contrapunto a la opacidad mate de los atambores isócronos. Luz. Aristocracia de palmas: pálida plata de ensueños ojivales, insobornable a la sugestión pagana.

Ha vuelto la Semana Santa. La primera procesión recorre nuestras calles... Y todas las viejas emociones, tornasoladas de infancia, afluyen al corazón satinadas de una actualidad nueva.

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 3, Marzo de 1950)

(Fotografía: JUAN CARLOS GUIJARRO)

PENITENTE HABLA: DOMINGO DE RAMOS






LA ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN.

Las palmas de la procesión de «La Entrada de Jesús en Jerusalén» han ido madurando su oro lentamente entre claridades mediterráneas... Ahora, transidas de amarillez litúrgica, ofrecen su elegancia mística como una virginidad. Tan esbelta, tan frágil la palma; tan serena, tan sin voluptuosidad, la palma...

El cofrade de «La Entrada de Jesús en Jerusalén» marca la férvida eclosión de la Semana Santa. No hay aún túnicas en esta cofradía, pero todos lucirán el próximo año —nos la ha dicho el cofrade— túnicas verdes y blancas.

—¿Por qué verdes?

—Cuando Jesús entró en Jerusalén fue como un abril de esperanza: la inminencia de la Redención. Antes de madero, la cruz fue árbol verde.

—¿Por qué blancas?

—Cuando Jesús entró en Jerusalén, el odio fariseo no había escrito todavía su página negra...

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 27, marzo de 1952)

(Fotografía: RAFAEL MERELO GUERVÓS)

sábado, 16 de abril de 2011

MELANCOLÍA (A MODO DE PREGÓN)







Mis palabras tienen una estatura pequeña y, de pronto, yo quiero alzarlas para que canten. La Semana Santa de Úbeda es de una elevación que han peraltado los siglos y... heme aquí ambicioso de que mis elogios —de tierra, ocres, opacos— se iluminen de transparencias. Es un deseo difícil; comprendedlo. Nuestra Semana Santa está ahí: obra casi perfecta enriquecida, año tras año, por los saldos gloriosos de una piedad y de un fervor colectivos; constante histórica a través de los tiempos que se remonta a Dios sabe qué arcaicos entronques germinales. Está ahí, transida y joyante, imblicada de músicas divinales, recamada de esplendores, y yo, torpemente, con aire desmañado, osado y tímido al par, me acerco a ella y le digo:

—Quiero ser tu juglar.

—¿Mi juglar?... Ignoro tus méritos. Habla.

Y entonces yo, atropelladamente, como un enamorado que hace su declaración de amor, azoradamente le cuento:

Debes de conocerme. Me conoces quizá, Semana Santa de Úbeda. Porque tu conmemoración fue un «leit motiv» de mis primeras sinfonías vitales y porque tu belleza, desde siempre, trajo la clave de muchos de mis arcos mejores. Por eso, el piropo caliente se me deshace, se me evapora en balbuceos, en medio de la emoción. ¿No sabías que, desde niño, eres parte de mi vida misma? No sé si eran cinco años; no sé... De todas formas, las vaharadas de infancia que, como a cualquier hombre, de vez en cuando me acometen, llegan ahora perfumadas de ti. Yo era, probablemente, un chiquillo un poco triste, menos alegre que los otros. Entre la niebla se dibujan ya mis añoranzas. Todo lo veo en estos instantes.... Mi primera memoria es...

No sé si he interesado a la Semana Santa. Por fortuna ella calla y yo tomo aliento para proseguir.

Mi primera vivencia, permanece nítida; no se esfumará jamás. Yo me veo ahora en una habitación de la casa paterna. Desde mi habitación se divisa un amplio corral cercano. Es la hora de prima noche. Yo voy a dormirme... Yo quiero dormirme, pero a mis oídos llega la triste caricia de unas trompetas. Me han enterado de que pronto estaremos en Semana Santa... Cerca de casa, quizás en el corral que está próximo a mi ventana, los trompeteros de las cofradías ensayan. ¿Qué ensayan? Son unas melodías lúgubres, de una modulación invertebrada. Son unos «lamentos» que los ubetenses seguramente saben identificar; que yo mismo, lograré identificar algún día. Lamentos que claman hasta el paroxismo en «La Caída»; que se rompen, como una estrofa a la que faltase el último verso, en «El Paso»; que asumen síncopas de suprema desolación en «La Soledad». Ondulantes armonías que nos traen una ráfaga del pasado, como si se desperezase en ellas y adquiriese una turgencia actual, la serpentina descolorida del tiempo lanzado, del tiempo desenrollado, pisado, roto...

Yo me veo en mi habitación de niño, sí, a primera hora de la noche. Oiga las trompetas y me dan una impresión de zozobra... Me dan un poco de miedo, como si llegasen de no sé que mundo entrevisto. ¿Qué filtración se opera en mi subconsciente, mientras mis párpados se cierran? Yo me duermo rodeado de una aura de misterio, de un extraño halo melancólico y maravilloso.

—Son las trompetas de Jesús —me dice mi madre sonriendo—. Tu padre, es «hermano», es penitente de Jesús.

(...)

(Del PREGÓN DE SEMANA SANTA, 1956)


(Fotografía: MADERUELO)

viernes, 15 de abril de 2011

LA VERDAD CRISTIANA DEL DOLOR

(MEDITACIÓN PARA EL VIERNES DE DOLORES)






El dolor está aquí. Nosotros quisiéramos que estuviese... allí. Esa es la tragedia del hombre.

Al llegar la Semana Santa, la Cruz, «lucha en piedra» que dijo Chesterton, símbolo permanente de la vinculación divina del dolor, recobra un primer plano y avasalla todas las perspectivas. Y, al imponernos irremisiblemente una meditación, nos brinda en su «discordia consigo misma», en el «conflicto de sus dos líneas hostiles de dirección irreconciliable», la única solución satisfactoria al ineluctable problema. El hombre, ávido de razones, pregunta siempre. Al toparse con el dolor el hombre inquiere: Y ¿por qué? Dichoso él si, al levantar su mirada de reto, se encuentra con la Cruz.

El dolor, decíamos, está aquí... pero la felicidad, allí. Hubo de seguro algo que estaba al lado de nosotros, que era uno con nosotros; ocurrió un cataclismo y ese algo rodó muy lejos. El dolor no es sino la oquedad que dejó la felicidad al huir; y la vida, una búsqueda del convexo perfil de las cosas capaces de ensamblar con estos deseos nuestros, cóncavos, vacíos. Dolor es pensar que le vimos el rostro a la alegría y que no podemos poseerla. Nos cerca el dolor como un océano y nosotros nos empeñamos en tender un istmo hacia el placer. Imposible afán: un nuevo dolor...

La felicidad está allí... Y la Historia organizó el Progreso. El Progreso, en cierto modo, ha sido una expedición valiente —con equipos de filósofos, con equipos de sabios, con equipos de inventores, hasta con equipos de economistas— para dar, a través de las geografías más dispares, con las fuentes misteriosas y lejanas de la dicha. El dolor ¿por qué? Se buscaron paliativos para todos los sufrimientos. Y, no obstante, el dolor, pungente, como un ascua viva, palpitando en el fondo de todos los anhelos; el dolor, como un perrico fiel, a nuestro lado; el dolor pisándonos los pasos. ¿Quién ha intentado huir de su propia sombra? ¡Qué deprisa la sombra al lado de nuestros pasos precipitados! ¡Qué veloz el dolor fugándose con nuestra fuga! ¡Bah! El Progreso ha desfallecido en la búsqueda; la expedición morirá de sed en los arenales desérticos.

Por otra parte los estoicos intentaron una vez «no darse cuenta». Dijeron: «No hagamos caso al dolor; hagamos como si el dolor no existiera». Creyeron que una serenidad puede improvisarse. Y como ellos, los estoicos, no querían ver el dolor y el dolor, ¡ay!, está en todo, terminaron por no poder mirar a ningún sitio. Y se quedaron petrificados, hieráticos, mirando al vacío.

Entonces... la lógica humana, la pedestre lógica lenta que desconoce la aerostación maravillosa de la Gracia; la lógica caminante que intenta, en vano, el alpinismo difícil de las cuestiones, sin reparar que hay cuestiones tan altas que solo un vuelo de ambición arcangélica podría escalarlas —nevadas cumbres de misterio—; la lógica lenta, digo, condujo entonces, por un atajo de errores, hacia la solución trágica. «Vivir es querer; y como querer es sufrir...» Shopenhauer rompe el pudor del dolor como quien rompe a llorar abiertas las válvulas de una pena comprimida. La filosofía se Shopenhauer es el nimbo oscuro que encapota el azul de la esperanza. La vida —dice él— por esencia es sufrimiento. El dolor no está fuera de nosotros, no se adhiere a nosotros para adjetivar, para calificar anecdóticamente, fugitivamente, a la existencia. El dolor, no está; es. Porque somos, sufrimos. No hay otra opción: para no sufrir, no ser. Naturalmente, como consecuencia y como reacción, viene la urgencia del placer. Si hay alguna brizna de placer en las cosas, parece justo aprovecharse de ella. No importa qué clase de placer, no se pregunta su licitud. Se caza el placer porque escasea, y no es tiempo de discriminar la calidad de la pieza; no es hora de averiguar si está vigente la veda. ¿No es una ironía la prohibición? Bonito está que después que la «Naturaleza» nos ha hecho dolor, carne de dolor, aspiración angustiada, venga la Moral a cercenar el poco placer que, afanosamente, para el disfrute de un instante, hemos podido conseguir. ¿Quién se atreverá a hurtar sus harapos al mendigo?

La moral que habla de placeres ilícitos es un sarcasmo; hasta esta conclusión pudo llegar el discurso de los hombres, desconectado de Dios, después que hubo renunciado a las alas de lo sobrenatural. Harta de caminar «a pie», con sus solas fuerzas, hasta aquí pudo llegar... Como quizás Penélope, cansada, ha dejado de esperar, lo mejor, abandonar el navío y arrojarse en brazos de las sirenas.

Pero el dolor que «está aquí» objetivamente, aunque inevitable, es redimible. Por encima de todos los avatares, la Historia más profana, volviendo sobre sus mismos pasos, no puede silenciar estas palabras primeras del Evangelio de San Juan: «El Verbo se hizo carne». (¿El Verbo, hecho carne de dolor? ¿El Verbo, humanado? ¿Sujeto a la común miseria?) La Historia, por profana que quiera aparecer, no puede tampoco dejar de registrar este Hecho: Un Hombre, que a sí mismo se llama Hijo de Dios, ante un concurso de gentes «taradas» por los padecimientos; ante un concurso de pobres, de enfermos, de humildes, de desheredados, pronuncia una memorable frase; una desconocida, inédita, extraña, original frase: «Bienaventurados los que sufren...» ¿Paradójico? ¿Asombroso? ¿Inconcebible? Pues... ese mismo Hombre que a sí mismo se llama Dios, elige, un día, para su Suplicio, la Cruz. La Cruz es «una colisión, un crujido». La Cruz es «una discordia consigo misma», y ese Hombre Dios acepta morir en ella. Y se cumplen las profecías: «Yo soy como agua que se extiende, y todos mis huesos se dislocan». «Mi corazón, como la cera, se derrite en mis entrañas». ¿No tiene, pues, la historia, para declararse sierva, «ancilla» de la Teología? En el Drama insólito del Calvario, la esencia del dolor se trasmuta, se transustancia... El dolor ha encontrado una Categoría; el dolor, desde la tarde del Gran Viernes, se puede llamar... divino. Cambia de signo el dolor. Ya, a través de la Redención, la Cruz, es el emblema de un Magisterio «cuyo Reino no tendrá fin». Y, para siempre, Paradigma de los siglos, va a presidir la Cruz la vida de los hombres.

¡Ah, el dolor! El dolor que despreciábamos, el odiado dolor que esquivábamos con todas las fuerzas de nuestro humano sentir, ha sido vestido, por Cristo, de púrpura. Suprema revolución: el dolor instrumento del Bien, precio de la Felicidad. La «discordia» de la Cruz nos restituye aquello que echábamos de menos; aquello que una vez rodó tan lejos, tan lejos... cuyo ensamblaje nosotros buscábamos inútilmente.

«El que quiera venir en pos de Mí, cargue con su cruz y sígame», dice el Señor. La Bienaventuranza eterna, reservada a los que padecen.

La carne es flaca; empero, detrás del Señor, los ascetas de todos los siglos caminan sugiriendo:

—También en el fondo del sufrimiento hay una almendra de belleza. La ascética es un noviazgo duro bajo el cielo implacable, sometido a todos los embates, hasta lograr la Sonrisa de Dios. Un poco de constancia... y el Amor sonríe desde el mismo fondo del Dolor.

Fracasó el progreso al intentar evitar el dolor; fracasó la filosofía. Solo la Cruz, invitando a sufrir, ha podido redimirlo; sólo ella que es «discordia», nos puede conducir a la Paz Eterna. Esta es la sublime paradoja que centra la Historia... aunque la Historia no lo sepa.

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 3, marzo de 1950)

(Fotografía: JUAN CARLOS GUIJARRO)


jueves, 14 de abril de 2011

LA SEMANA SANTA







(...)

La Semana Santa florece en Úbeda de una manera comunitaria, espontánea, popular, irreprimible. No involucremos la cuestión diciendo que florece de una manera externa. Al pueblo, en cuento pueblo, no se le puede pedir otra cosa, porque (...) la religiosidad íntima, la genuina, es cosa puramente personal. Lo importante aquí, es señalar que pocas —poquísimas— ciudades existen en España más aptas, más idóneas, para las emociones de Semana Santa. (...) El mismo hecho censurable desde el estricto punto de vista de la religiosidad personal, de que en Úbeda la gente haga fiesta del Viernes Santo, muestra, por el revés, que Úbeda hasta para hacer fiesta necesita un motivo religioso. Y esto sí que es la Tradición; la Tradición como cosa viva, inmortal, que llega irreprimible, como un viento supremo, del pasado; la Tradición que no puede ser interpretada por muchos con acierto, que puede ser tergiversada por muchos, pero que ahí está sin abdicar un ápice de su fuerza muda y sublime.

Todo ubetense —chico o grande— advierte, aún sin él quererlo, puede que aún sin él saberlo, algo insobornable dentro de su alma al presenciar en la noche del Viernes Santo, el desfile de la procesión general. Lo advierte, y no lo cuenta, ni lo canta. Dicen que en nuestra Semana Santa no hay saetas. ¿Cómo va a haberlas si las saetas son folklore y la Semana Santa de Úbeda es Tradición? El buen ubetense que presencia las procesiones siente —si no es un salvaje o un imbécil— la religiosidad; la experimenta rodeándole, rozándole al menos, tangencialmente, a manera de soplo más o menos discernible. (...)

El mérito de las procesiones de nuestra Semana Santa no radica en ningún esplendor rebuscado. He aquí otra paradoja aparente. Siendo la procesión una muestra externa de la religiosidad, ¿cómo no abrillanta su significado al aumentar su esplendor? No nos queda otro remedio que admitir que puede también existir el espíritu, en lo externo, en lo fenoménico. (...) Y es el “fenómeno” de la Semana Santa, la plasmación de un gesto expresivo y autenticísimo en el que nuestro pueblo —el pueblo impersonal— vierte toda una carga de herencia espiritual para la docencia pública: para la utilidad de las personas que ahora, en cada tiempo, componen el pueblo actual.

Porque, ¿quién es el que cree que a un pueblo le dan carácter, únicamente, los vivos? Los vivos no pasan de ser una anécdota parcial, limitada, del pueblo que es una entidad por encima de los siglos. Chesterton (...) pedía un “sufragio universal” en el que contara también la opinión de los (...) que están en otro mundo; de otra manera —venía a decir— lo definido no es toda la definición. La opinión de los ubetenses que están en el otro mundo —tan ubetenses como nosotros, por lo menos, en cuanto a la calidad, y más que nosotros en la cantidad— es la que se nos muestra en la Tradición religiosa de la Semana Santa. Su espíritu —el de nuestros antepasados— es el que sopla en lo externo de nuestras procesiones. Si luego nosotros, los que componemos la Úbeda de ahora, no desplegamos las velas de nuestro fervor a favor de ese viento, si no sometemos nuestra interna buena voluntad a su corriente, no pensemos por eso que la Tradición ha muerto: habrá muerto, se habrá anulado, en nosotros. Pero la voluntad de quienes nos precedieron, el sufragio universal de los muertos, ahí está, en clamorosa mayoría, echándonos en cara el pecado de nuestra frivolidad o de nuestra indiferencia.

No amontonemos en nuestras procesiones de Semana Santa, esplendores de oros redundantes y de despampanantes tronos. Bien está que los sentidos sean parte para catequizar la religiosidad del alma; bien está ayudar con lo vistoso a lo emocional. Pero... hasta cierto punto nada más. Úbeda ya ha alcanzado, en el esplendor de sus procesiones, su punto de sazón. Pretender más en este sentido —desear más riqueza en nuestros desfiles procesionales—, es obturar con exhibitorias baladronadas, el diseño sucinto y armonioso que la Tradición nos legó. Dejemos que ella hable con su voz limpia y desnuda, desembarazada de obstáculos, sin buscarle el pie forzado de nuestros pruritos campeonísticos. Esto sería ridículo y a esto va abocado el entusiasmo de muchos cofradieros ubetenses nada tradicionalistas, que ya empiezan a cifrar el valor de la procesión en el precio de la imagen o del trono. No seamos, también, “ricos nuevos”, a la hora de probar una devoción.

(...)

Indudablemente, nuestras procesiones de Jueves y Viernes Santo, aparte del valor que para todo ubetense entrañan, son dignas de presenciarse: son de las más completas de España. Pero de su calidad nos está vedado hacer una mercancía. Si algún día se convierten en objeto de turismo, que sea por propia iniciativa del turismo, y no por iniciativa nuestra.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1956)

(Fotografía: RAFAEL MERELO)



miércoles, 13 de abril de 2011

EL PENITENTE







Es una emoción delgada, delgada, la del penitente. Hombre vulgar —u hombre arriscado en las eminencias sociales—, el penitente ha vivido su vida de un año; su desigual vida corriente empedrada, día a día, de discordancias afectivas. ¿Alegría? ¿Tristeza?... De todo ha habido en el hombre a lo largo de su vida de un año. ¿Motivos de embriaguez cordial? ¿Pretextos para el tedio desilusionado, para la difusa melancolía sin contornos? De todo ha tenido el penitente. La Vida es eso: esmerilados faroles de muerte con cera suplicante de dolor... Y al lado, yuxtapuestos casi, los gritos alacres, multicolores, de las bombillas de verbena: la explosión vivida de un arranque jubiloso, la sorpresa fugaz de una emoción tensa, rutilante de fervor. Una vez, la turbia cerrazón opaca del pecado...; otra, la esperanza azul, irisada y frágil, musical y transparente...

Pero ha llegado el Jueves Santo, ha llegado el Viernes Santo y... el hombre se vestirá de penitente.

Hay un pasado maravilloso, sahumado de poesía, que se esconde en los pliegues sutiles de la túnica —morada, blanca, negra, roja— del penitente; hay un efluvio, impregnado de todas las quintaesencias líricas, acogido, tímidamente, al a intimidad recatada de su túnica procesional... El raso satinado, coruscante, para el capirote; los cordones, amorosamente entretejidos por manos monjiles, que servirán de ceñidor; la túnica ancha, grave... Todo está dispuesto delante del penitente. ¿Qué brisa de alegrías rotas, de recuerdos sin forma, de músicas desvaídas, de afectos olvidados, de fervores antiguos, llega, en un instante, viajera de rutas que borró el tiempo, al corazón? ¿Por qué, el penitente, cuando va a vestir su indumentaria procesional, siente apresada su alma por una emoción que no es placer, por una emoción que no es dolor? Y, ¿de qué seda maravillosa está hecho este sentimiento inefable, en que Oriente lírico se han labrado estos afectos acariciantes que, por un momento, han hecho salir al hombre —al hombre penitente— de su trillada carrera, vulgar, amarilla, loca? El penitente medita ante su indumento procesional. Y a la avalancha azul de las memorias inefables, se mezcla, en la mente del penitente, un presentimiento de eternidad: será mortaja grave, esta ancha túnica florecida de reminiscencias.

Gusanos, gusanos, flores, gusanos, flores...

¿Ríe, llora el hombre? Suena la agonía larga de las trompetas... En el «paso» —refulgente de oros profusos— está el Cristo abrumado, majestuosamente divinal, que recogerá su blanca oración.

(Revista VBEDA, Año 2, Núm. 15, marzo de 1951)

(Fotografía: EUGENIO SANTA BÁRBARA)

martes, 12 de abril de 2011

DEBAJO DEL TRONO (Cuento de Úbeda)







El parentesco de Andrés «El Mijo» con la Semana Santa era muy remoto: un hermano de su cuñado —parece— «se vestía» en la Cofradía de La Caída. Él nada. Él no sabía por qué, al llegar Jueves y Viernes Santos, se hacían estas cosas: estas cosas de sacar a los santos de las iglesias. Ni le preocupaba. Eran muchas las cosas que «El Mijo»no sabía y por las que no mostraba la más mínima curiosidad. Su trabajo adolecía de elemental y penoso; y no era fijo, ni reglamentado. Estaba a lo que saliera... Merodeaba siempre junto a la estación. Como pudiese transportar desde los camiones al almacén, cada día, unos cuantos sacos repletos, o como le cayeran un par de viajeros con maletas, se sentía satisfecho. Ya podía tirarse al coleto, al anochecer, esos vasos de vino preceptivos en su oficio.

El Jueves Santo por la tarde le salió al «Mijo» un trabajillo. El hombre —«uno de esos, de las procesiones»— que ocasionalmente, casi por casualidad, le «contrató» fue explícito:

—Ya lo sabes. A las seis y media en punto en Santa María. Y mucho cuidado, ¿eh?, con aparecer «bebío».

Amaneció el Viernes Santo de Andrés «El Mijo». ¿Un día cualquiera para él? Una de las cosas que «El Mijo» no podía considerar es que esta mañana tenía un carácter emocional; que se trataba de un amanecer ungido de delicada religiosidad, en el que el «ralentí» del alba traía, en sus alas, moradas fragancias nazarenas. Camino de Santa María se encontró con unos penitentes y con mujeres con el rostro tapado y una cruz de madera a cuestas. Las «penitronchas» se dirigían a Santa María y «El Mijo», perezosamente, se decía para sus adentros:

—Habrase visto. ¡Quién les mandará...! ¡Hechas unos «adefesios»!

Y añadió algo peor.

Andrés tenía que ir debajo del trono; este fue su trabajo; era uno de los que tenían que soportar en sus hombros el peso del trono de Jesús Nazareno.

Iba a empezar la procesión.

Desde afuera del trono, una voz gritaba:

—¿Listos?

Y Andrés y los otros respondían:

—¡Vamos palante!

Inmediatamente debió abrirse la puerta del templo. Hubo un silencio instantáneo herido de pronto por la punta de lanza de una música suave. La herida abierta del «Miserere» brotó durante unos minutos una melodía como de seda. La plaza se sintió inundada de violetas invisibles. Las almas de las gentes que presenciaban la salida de la procesión sintieron una caricia: una de esas caricias que ponen burbujas de frío en el espinazo. Los labios rezaban sin moverse. Los capirotes morados de los penitentes parecían asumir fervores luminosos para proyectarlos al cielo. Esta mañana el cielo se acercaba tanto, se ponía tan al alcance de la mano...

Pero Andrés «El Mijo», debajo del trono, ¿de qué podía enterarse? Por entre las faldillas de la carroza se dejaba adivinar el perfume de los incensarios próximos. Él aspiró con toda la fuerza de sus pulmones este olor extraño. Andrés nunca lo había experimentado. Preguntó a su compañero:

—Es un humo que le echan los curas «al santo»— le respondió.

¡Qué raro! Por la noche, Andrés «El Mijo» sintió deseos de ver la «procesión general», en la que iban todos los «santos». Se situó en una esquina. Pasaron las primeras cofradías en impresionante silencio. Andrés observaba cómo en la esquina, las madres levantaban a sus nenes en alto y les decían cuando se acercaba un «paso»:

—Mira, el Señor. ¡El Señor!

Andrés «El Mijo» vio pasar un trono y otro. Casi se impacientaba un poco. Se impacientaba no sabía por qué. El mismo olor de la mañana —el olor del incienso— volvió reiteradamente a entrar dentro de su alma. Porque era dentro de su alma donde entraba....

Y de pronto vio el trono del Nazareno avanzar pausadamente desde el fondo de la calle.

—¡Este es!—exclamó sin contenerse. Con un júbilo del que ignoraba la causa. (¿Por qué él no se había «apalabrado» también con el cofrade para meterse también, esta noche, debajo del trono?)

Jesús Nazareno pasó entre penitentes, entre nubes de incienso, entre gemidos de trompetas, delante de Andrés «El Mijo». Y Andrés «El Mijo» recordó vagamente que, ante los santos, se hacía una cosa en la frente con las manos. Y se santiguó con una maravillosa, conmovedora incorrección.

Y luego, al llegar a casa, le dijo a alguien que quizá era su mujer:

—¿No lo sabías? Esta mañana he llevado a Cristo. ¡A Cristo!—Lo dijo con acento emocionado, espontáneamente.

¿Quién era Cristo? Él todavía no lo sabía bien. Y aquella noche de Viernes Santo, antes de conciliar el sueño, él hubiera querido que alguien se lo explicara.

ANSELMO DE ESPONERA.

(Revista VBEDA, núm. 74-75, febrero-marzo de 1956)

(Fotografía: ANDREA RUBIO)

lunes, 11 de abril de 2011

LLEGA LA PROCESIÓN







¿Oyes? Ya viene la procesión; la «campanilla» suena... ¿Oyes, alma? Te hablo a ti; a ti, nudo en que se cruzan las cuerdas tirantes de mi ser; a ti, espíritu, que eres mi razón de vida, mi causa, mi fin, mi nobleza. A ti te hablo, espíritu, que estás tan dentro, tan hondo dentro de mí, que a veces no te oigo, no te siento, no te advierto. ¿Quién te enterró, alma, debajo de mi egoísmo, de mi carne, de mi comodidad, de mi pereza? ¿Quién te escondió, Amor, debajo de mis amores? Óyeme, alma; haz un esfuerzo por oírme, porque te hablo, te conmino, te grito...

Pero yo te lo... suplico, alma. Haz un esfuerzo, vence tus obstáculos, empínate, incorpórate y asómate por donde te dejen, por donde te abras paso, por donde tú misma rompas la pared, el muro o la estacada para ver. Yo quiero, alma, un balcón para tu ansia, una tribuna para tu fervor encarcelado. El caso, alma, es que va a pasar Cristo. ¡Cristo te hizo y luego te elevó: te redimió! ¿Lo olvidaste?

Pero a lo mejor aún no me oyes, alma. Te dieron —te di— un aposento demasiado retirado, demasiado tranquilo, tranquilo, dentro de mi ser. Todas mis habitaciones mejores están ocupadas por la vanidad, por la frivolidad, por el pecado, por la ambición... Cuando llamo a la vanidad acude pronto. Cuando llamo al pecado, alarga su lomo a mi caricia como un perro. Cuando llamo a la ambición —hice secretario a mi ambición, ¿lo sabías?— solícita y servil se apresta a mis deseos. Y la frivolidad... ¡no hablemos de la frivolidad!, tan pegada está a mi vida que no hay operación, pensamiento, afección en mi existencia que ella no cubra con liviano atuendo. Porque todo se ha hecho frívolo en mí: hasta el sentimiento religioso...

¡Ah! Pues, por eso, alma, ahora es necesario que te asomes a ver a Cristo. Va a pasar Él, en el trance supremo de su Pasión y veo, siento, que nadie, nadie, me sirve en esta ocasión tremenda sino tú. Si mis pecados se arrodillaran ante Cristo..., pero si tú no fuerzas su humillación van a contemplar casi con una sonrisa. Si mi vanidad se ruborizara ante Cristo... Pero veo la indiferencia, la laxitud, la vacuidad, el agua turbia en que se ahogan los claros propósitos. Si mi frivolidad se rompiera ante Cristo... Pero temo que sople el viento sin herir, sin fulminar al cañaveral. Ya lo sé: la procesión llega, y mis ojos —mis ojos sojuzgados, mis ojos mundanales— no van a trascender su mirada que va a quedar fija y quieta en futiles admiraciones: el color, los rasos procesionales, los oros del trono, el «arte imaginero». Y yo quiero, alma, que tú, una vez, abandones tu inhibición, tu mutismo y, al ver a Cristo —a Cristo flagelado, cargado con la cruz o crucificado—, alces tu voz y, si es preciso, tu cólera. Tu cólera contra esas potencias oscuras, bajas, banales, sucias que rigen mis sentidos y dirigen mi vida. Quiero, alma, sobre todo, que busques y rebusques en tu hondón para encontrar Amor que ofrecer a ese Dios traducido en Hombre que, entre aparato de trompetas, atambores y rosas, impone su Presencia entre la multitud opaca.

Óyeme, alma; levántate, ábrete paso a puñadas y asómate. Asómate a mis ojos porque es para ti, para quien va a pasar Cristo.

(Revista VBEDA, Año 14, núm. 123, 31 de marzo de 1963)

(Fotografía: ANTONIO JOSÉ MURO SÁNCHEZ)

miércoles, 6 de abril de 2011

LAS MEDIDAS DE GADAFI





El presidente libio Gadhafi, ha anunciado hace poco, para su país, un nuevo y más revolucionario programa político. Esto nunca sorprende en ninguna parte. La palabra «revolución» es indispensable en labios de los políticos, aunque sean políticos de... derechas.

Precisamente vengo observando que en los países iberoamericanos son los conservadurismos los que se disfrazan con apellidos más feroces. Cuando lean ustedes eso de «Partido Radical Revolucionario de la Libertad», sospechen que se trata de una guarida cavernícola. Y ¿no les suena lo de «Democracia Popular Republicana del Pueblo»? Pues, a lo mejor, ni es democracia ni es republicana ni es popular ni es del pueblo. Pero todas esas palabras juntas —y en el enunciado aludido lo “popular” se remacha con lo del “pueblo”, en contra de la gramática, pero a la vista de las elecciones—, con una serie de palabras así —repito—, los partidos se atraen a unas gentes y asustan a otras que es lo que, en suma, los partidos pretenden.

Gadhafi, pues, considerando las situaciones conflictivas de Libia ha repicado todo el campanario revolucionario. Pero ¿qué es «Revolución» para Gadhafi? El concepto «revolución», ¿es el mismo en todas partes? No, yo creo que bastaría trasladarse de Libia a Siria, que están a una letra de distancia, y a no demasiados kilómetros, para que el contenido de la palabra fuese radicalmente distinto. Pascal decía que dos grados de latitud cambian toda la jurisprudencia, aludiendo a los opuestos significados que ya en el XVII tenían los vocablos «justicia» y «libertad» según los gritase un español, un francés, un alemán o un finlandés.

Para Gadhafi, hoy, la revolución, por lo que se desprende del contexto de sus declaraciones, va a acarrear de un lado la «purga» de los disidentes, de otro la distribución de armas al pueblo y, de otro, la absoluta fidelidad a la ortodoxia mahometana. Buen batiburrillo o, por mejor decir, buena menestra con ingredientes religiosos, totalitarios y libertarios. Todo en junto para que la Revolución no cojee de ningún pie. Porque, por lo visto, las revoluciones se anuncian con cintas y cintajos de todos los colores, para que nadie se queje. (En España, la República, antes de entrar, anunció su revolución atendiendo los dos flancos. Por uno, se predicaban cadalsos. Por otro, Alcalá Zamora suavizaba preconizando una constitución republicana bajo la advocación de San Vicente Ferrer).

Ah, pues Gadhafi, por lo pronto —mientras la auténtica Revolución de las banderas llega o no llega—, ha dicho una cosa estupenda, peregrina y, si ustedes me lo permiten, absurda. Ha dicho: «Serán suspendidas todas las “leyes”, las cuales serán sustituidas por “medidas”, teniendo en cuenta las condiciones existentes en el país». Leyes sustituidas por medidas. ¿Qué son leyes’ ¿Qué son medidas?

Las leyes —me parece— son disposiciones promulgadas y escritas a la vista de la Justicia. No siempre las leyes salen enteramente derechas. No; no siempre, Justicia y Ley coinciden. Eso está clarísimo. Sin embargo la aproximación se pretende, se desea y, en ocasiones, a pesar de todo, se consigue. Y la ley aspira a la justicia aunque se quede a mitad de camino.

Pero esto de sustituir la ley por la medida, ¿qué significa? La medida es algo que no se promulga, que no se escribe, que no se aprueba tras deliberaciones en los templos de la Justicia. La medida es una disposición de emergencia, concreta un dictatorial «orden y mando», un personalísimo «he dicho», con el añadido de una pretenciosa y hasta chulángana amenaza: «caiga quien caiga».

Sustituir la ley con la medida indica muchas cosas bastante feas. Indica que la ley existente no encarnaba bien a la Justicia, no acertaba a interpretarla, a plasmarla. Indica, luego, que una ley desmedulada, es decir, no sustentada, alimentada y armada por la Justicia, es imposible que se mantenga en pie.

Y como por si misma, sin justicia dentro, una ley no puede permanecer vigente, entonces, los que hicieron la ley —y no les sirvió— hacen, como recurso último, la medida, por si les sirve.

Pero el proceso es irreversible. Si la ley no podía permanecer porque la falta de justicia la volvía anémica, tampoco la medida puede durar sin ley. ¿Qué es la medida sin ley, que sustituye a la ley? Es el «palo y tente tieso». Hay ingenuos que todavía opinan que nada como el palo y tente tieso. Tremendo error, porque con esta «medida», el único tieso es el palo. Los abatidos por el palo, los doblados por el palo, se yerguen, se enderezan, se levantan al fin tras la paliza y... apalean al palo. Alguacilan al alguacil. La historia fue siempre de esta manera, y, sin embargo, los ingenuos no se enteran.

(DIARIO JAÉN, 6 de mayo de 1973)

domingo, 3 de abril de 2011

RENUNCIA (Reflexión cuaresmal)


 



Las necesidades del hombre no son tantas; las necesidades del hombre se cubren en seguida. Pero la verdad es que lo necesario no basta para satisfacernos. En esto, quizás, radique una de nuestras diferencias con los animales. En primer lugar ocurre preguntar: ¿Qué es lo necesario? Aquí, al responder a esta cuestión, surgen ya de seguro las diferencias de criterio. Alguien, demasiado filósofo o demasiado poco ambicioso, puede decir que alimentándose, teniendo que vestir y disponiendo donde alojarse, tiene ya lo necesario. No obstante, es éste un programa vital que ni siquiera va bien con la dignidad del hombre, aunque haya hombres que no disponen ni de eso. Cuando hablamos de nivel de vida, es claro que nos referimos a más altas satisfacciones. Tampoco la «justicia social» puede conformarse con que todos se alimenten, se abriguen y tengan donde yacer. Por ejemplo, la necesidad de instruirse —el derecho a la educación— es perentorio. Y, ¿por qué no?; también el derecho a la diversión. No vayamos a incurrir en la aberración que señalaba el fino sentido crítico de Mingote: Dos señoras vestidas de pieles se acercan aun mendigo que, en una esquina, implora la caridad pública tocando una guitarra... Ya disponen a darle la limosna y, de pronto, una de las señoras se detiene y dice: No sé que hacer. Porque, a lo mejor toca la guitarra nada más que para divertirse.

En la mentalidad de ciertas personas, los pobres no tienen derecho a divertirse. Y ya les parece materia de escándalo que un pobre vaya al cine o se beba un vaso de vino...

No; como el hombre no es una bestia, es urgente que disponga, también, de ratos para el ocio, para la comodidad y para la misma diversión.

Y es natural que cada uno aspire a elevar un tanto su situación. Creo que en eso todos estamos de acuerdo.

Ahora bien; hay hombres que debieran descender un poco en la escala de las satisfacciones, de las comodidades y de las diversiones, para que otros asciendan. Y esto es lo que no «entra»; esto es lo que no se comprende y no se quiere comprender. El fenómeno es universal y no tiene vuelta de hoja: está al alcance de la observación de todos. Reduciéndolo a su esqueleto, para entenderlo mejor, el fenómeno consiste en que es relativamente fácil que un hombre se conforme con seis mil pesetas al mes. Ya es menos fácil que se conforme con diez mil. Y es imposible que se conforme con... cincuenta mil. Se dice que la explicación está en que a medida que nos vamos elevando en la escala social nos vamos creando necesidades nuevas y que, por eso, el déficit es siempre el mismo o es mayor cada vez. Sin embargo, la explicación es un sofisma de tomo y lomo; es una paparruchada si la cosa se enjuicia desde el punto de vista cristiano.

¡El punto de vista cristiano! Ya salió. Pues claro...; salió porque no cabe otro argumento para derrocar al egoísmo.

Todo esto es muy simple, muy elemental, muy sencillo. Es que la verdad es sencilla y clara; no es obra de doctores. Está ahí esperando que alguien se apropie de ella y la esgrima. Está ahí sin complicaciones. Tan poco complicada es la verdad, que nos llega a parecer, a veces, además de simple, una simpleza.

Otra simpleza será, entonces, para el cristiano, recordarle que el sentido de la Semana Santa tiende a convencernos de la renuncia. Porque esta es, quizás, la mejor, la mayor necesidad del hombre: la renuncia. ¿No hay, no se dan, entre los cristianos vidas demasiado frondosas, demasiado abundantes, demasiado suculentas? ¿No hay ocios, regalos, placeres que sobrepasan la tasa, que alcanzan una altura que no está a tono con el nivel de vida que en justicia corresponde a cada uno? Pues la Cuaresma y la Semana Santa creo, tienen para estas plantas humanas, en exceso rozagantes, el oficio de podador. El hombre ha de cultivarse a sí mismo; pero parte esencial del cultivo es la poda. Llevado de su propio impulso, el árbol crece y crece. Hay que aplicarle, en ocasiones, la segur. Llevado de su propio impulso, el hombre aspira a más y más. A más dinero, a más placer, a más comodidad, a más bienestar. Llega el momento en que hay que hacer penitencia.

¡Penitencia! ¡Qué palabra tan rara! ¡Qué mal suena a nuestros oídos! ¡Qué anacrónica!

...Y sin embargo si no hay renuncia —y la penitencia no es sino renuncia— la grasa del placer, de la diversión, del bienestar, del dinero, cubren por entero al hombre de tejido adiposo; le entorpecen para la generosidad; le inutilizan para el bien; le sumen en la obesidad. Hablo de la obesidad del alma. Los médicos hablan a cada momento de los peligros de la obesidad del cuerpo. Los moralistas —paralelamente— debieran insistir en la gravedad del alma gruesa. ¡Ay, a cuantas almas les arrastra la barriga!

ANSELMO DE ESPONERA.

(Revista VBEDA, Año 16, Núm. 134, 8 de abril de 1965)

(Fotografía: Antonio José Muro Sánchez)


sábado, 2 de abril de 2011

MARÍA SANTÍSIMA DE LA AMARGURA





«Stabat Mater Dolorosa». Si el horrible deicidio, si el cruel drama del Calvario necesitaba un contrapunto de feminidad, estaba María. Estaba, enjugando en su amargura de Mujer Madre, la Amargura del Hijo, el Dolor del Maestro de los mártires.

Ninguna cosa como el dolor, necesita de compañía... Se lastimaba aún más el dolor de Cristo en todas las aristas de la incomprensión; sangraba su tristeza herida, al pasar por las almas egoístas, como guijarros. Sólo la compasión de la Madre hacía hueco, hacía piedad, a la Pasión del Señor. Era la Ternura, la suprema ternura encajando en su supremo corazón toda la anchura de la tragedia. Era un cáliz de humanidad para la Sangre de Dios; era un ánfora blanca para las lágrimas del Justo; era un Testamento vivo para la Voluntad del Hombre.

Si la Virgen María no fuese una realidad teológica, una verdad eficiente y palpitante, representaría en la Historia el Símbolo más bello, el Mito más azul de la existencia. Pero por fortuna Ella existe; existe Ella como existe Dios y la Liturgia se adorna de primavera para alabarla; se ilumina de poesía la suólica al invocarla en las deprecaciones metafóricas de la letanía lauretana; florece la oración en auroras de esperanza en la ascensión de la Salve, como un incienso entre los inciensos.

Ahora, en Semana Santa, Ella, la Virgen es, ante todo, «Mater Dolorosa»; nos enseña Ella su Amargura. Una Amargura que no la rinde, que no la derriba, que no la vence, porque es una Amargura que ha encontrado fortaleza de la Mujer, y en vano es batida la fortaleza de la Mujer. Porque María estaba: junto a la Cruz, Península de Humanidad; istmo de Amor tendido hacia las playas eternales en la hora oceánica, procelosa, de las Tinieblas; puente de la Gracia alzado sobre la riada sucia y desbordante, pútrida y rota. «Stabat Mater», estaba María y su presencia redime, con su luz, el escenario oscuro. Redimió Jesús a los hombres en el Gólgota; junto a la Cruz, María redimió al Gólgota mismo.

En esta imagen de Juan Luis Vasallo, de la Cofradía ubetense de «Jesús de la Caída», ¿qué ha plasmado el artista? Es una Amargura que el Corazón de María ha cernido en lluvia fina, fertilizante; en un Dolor —inmenso dolor— en que rielan las estrellas. Es una Pena que Ella nos refleja, germinada ya de soles nuevos.

(Revista VBEDA, Año 5, Núm. 51, 10 de marzo de 1954)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)