BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 31 de octubre de 2013

APARECE DON JUAN





Se alza el telón y... aparece Don Juan. Don Juan Tenorio es el «telonero» de Noviembre y el primer nuncio del invierno. Eso, por lo pronto. Luego, Don se «expende» en los teatros como un producto autóctono de fabricación nacional. Su leyenda hemos querido apropiárnosla y no hemos consentido nunca que «el extranjero» incoe ningún expediente para desvirtuar los auténticos antecedentes españolistas del mito. Ramiro de Maztu, por ejemplo, se enfadaba literariamente para rebatir el supuesto de una fuente de inspiración extrapirenaica para el tipo del Burlador. Porque ya se sabe que puestos a buscar orígenes a cualquier creación literaria, los buceadores no dejan títere con cabeza. Y los buceadores dijeron un día que el burlador de Tirso constituía solo una aclimatación, una adaptación. Ahí, Riccoboni citando a un «Convidado de piedra» que amedrentaba con su voz marmórea los escenarios italianos allá por 1620, diez años antes de que el nuestro de Tirso —en 1630— desdeñase con su famoso ritornelo, «Si tan largo me lo fías», los prudentes consejos del astuto y morigerado Catilinón... Ahí, la «Larva mundi», de Leontio, por otra parte, opositando a la paternidad indiscutible —y tan dudosa, a fin de cuentas— de la famosa fábula. Pero, Ramiro de Maeztu, bucea como el que más y encuentra —cuéntanoslo en Don Quijote, Don Juan y la Celestina— un testimonio irrefragable en pro de la españolidad de Don Juan. Y cita un romance de Riello (León) en que ya se perfila —todavía en fase embrionaria probablemente— el inmortal mito. El embrión sobre el que iban a posar después todas las cluecas literarias hasta dar perfil neto al mito que llegaría a coronarse gracias al poeta coronado —Zorrilla— con el aura radiosa de la más apabullante popularidad. El romance de Riello es encantador. No nos resistimos a copiarlo, aunque presumimos que, haciéndolo así, va a faltar espacio vital a nuestro artículo que —¡oh exigencias editoriales!— ha de ser de una sola página. Dice así el romance:

«Pa misa diba un galán — caminito de la iglesia — no diba por ir a misa — ni pa estar atento en ella, — que diba por ver las damas — las que van guapas y frescas. — En el medio del camino — encontró una calavera — mirárala muy mirada — y un gran puntapié le diera; — arregañaba los dientes — como si ella se riera. — Calavera, yo te brindo — esta noche a la mi fiesta. — No hagas burla, el caballero — mi palabra doy por prenda. — El galán todo aturdido — para casa se volviera. — Todo el día anduvo triste — hasta que la noche llega: — de que la noche llegó — manda disponer la cena. — Aun no comiera un bocado — cuando pican a la puerta. — Manda a un paje de los suyos — que saliese a ver quien era. — Dile, criado, a tu amo — que si del dicho se acuerda. — Dile que sí, mi criado — que entre pa ca enhorabuena. — Pusiérale silla de oro — su cuerpo sentara’n ella: — pone de muchas comidas — y de ninguna comiera. — No vengo por verte a ti — ni por comer de tu cena: — vengo a que vayas conmigo — a medianoche a la iglesia. — A las doce de la noche — cantan los gallos afuera, — a las doce de la noche — van camino de la iglesia. — En la iglesia hay en el medio — una sepultura abierta. — Entra, entra, el caballero, — entra sin recelo en ella; — dormirás aquí conmigo, — comerás de la mi cena. — Yo aquí no me meteré, — no me ha dado Dios licencia. — Si no fuere porque hay Dios — y el nombre de Dios apelas — y por ese relicario — que sobre tu pecho cuelga, — aquí habrías de entrar vivo — quisieras o no quisieras. — Vuélvete para tu casa, — villano y de mala tierra, — y otra vez que encuentres otra, — hácele la reverencia y rézale un paternóster, — y échala por la huesera; — así querrás que a ti t’hagan — cuando vayas desta tierra.»

El admirable estudio de Maeztu no es único. El tema ha proliferado prodigiosamente. Porque Don Juan, además de un «tipo», además de un «mito», es una «cuestión», un fenómeno que los ensayistas literarios han mirado a través de los más sutiles experimentos. Cada novelista, cada poeta, cada filósofo, cada biólogo, cada moralista, cada psicólogo ha hecho su «pajarita» particular, sometiendo la famosa leyenda a mil extrañas y complicadas dobleces.

Se alza el telón y... comparece Don Juan. Comparece con un terrible complejo de examinado. Porque de él ya lo han dicho todo y ya lo saben todo los espectadores. A Don Juan solo le queda desenrollar —«trompo musical» que diría d’Ors— la relojería inmutable de sus gestos y sus versos.

(VBEDA, Año 7, Núm. 82, octubre de 1956)

miércoles, 30 de octubre de 2013

LA MORAL ÍNTIMA





Pocas frases tan felices como aquella del autor francés: «Ningún hombre grande ha parecido grande a su ayuda de cámara». Nos gusta recordar esta expresión que tan singularmente plasma la diferencia entre el hombre social y el hombre íntimo; entre el hombre de los convencionalismos y él hombre de las convicciones... No cabe duda de que cada uno enseña a sus semejantes sólo una parte —una vertiente— de su vida cultivando esmeradamente, solícitamente, esta parcela de su personalidad a la intemperie, sometida siempre a la apreciación y al juicio de los demás. Pero, en todos nosotros, existe una vida íntima, una vida exclusivamente propia, inédita, libre, hasta donde no puede llegar el escalpelo de la ajena crítica ¿Corresponde siempre ésta vida interior, sentida, con aquella otra que publicarnos, que ostentamos ante los demás? ¿No hay una retracción en la rectitud de nuestras ideas y de nuestras acciones cuando penetran en el medio doméstico, denso de prejuicios, de conveniencias?

Pues bien, pasa en la moral esto, quizás con más, frecuencia, con más intensidad que en los demás aspectos. En cualquier individuo, por degradado que nos parezca, hay una corteza ética que recubre el fondo invisible de la verdad de sus pensamientos. Las formas sociales, los respetos humanos, el honor incluso, forman el tejido epitelial de la moral, la epidermis, por decirlo así, de sus principios. Lo que se ve de la moral del individuo es, pues, en la mayoría de los casos, asaz limitado. Y tras la máscara de una hipócrita corrección puede actuar —actúa impunemente— el mal.

Con frecuencia se usa de la moral como del traje o del vestido. Observemos al elegante cuando en casa, durante las horas familiares, se desprende del cuello duro y del terno de moda para vestir un holgado pijama rayado. Hace una cosa parecida a lo que en más o en menos, hacemos todos en los momentos libres, al desasirnos de los convencionalismos, recluyéndonos en nuestra propia interioridad moral. Cuando nadie le ve, el hombre piensa Y obra por cuenta propia: tiene el alma en pijama. Es entonces cuando se entrevén y se traslucen claramente las virtudes y los defectos. Porque si un «smoking» irreprochable puede disimular defectos de conformación, una corrección exquisita puede tapar las más monstruosas jorobas morales.

En la terapéutica moral la Religión representa la medicina interna. Opera, no sobre la corteza ética, no sobre la piel, sino en lo más hondo del pensamiento, en las vísceras rectoras de la actividad psíquica. Ninguna ley humana puede calar hasta el subsuelo de la conciencia, removiendo los sedimentos atávicos del mal, transformando la tectónica viciosa de la personalidad. En cambio la religión ciñe sus preceptos a las ideas; su legislación se extiende a los recovecos más olvidados del pensamiento. De ahí su trascendencia.

Al fin y al cabo, la Acción Católica al proponerse su fin de «restaurar todas las cosas en Cristo» no emplea otro medio que el de intervenir, eficazmente, en la moral íntima de cada individuo.

(SURCO, octubre de 1942)

lunes, 28 de octubre de 2013

ESTUDIANTES NUEVOS





Cada octubre, la vida —¿la vida?— convierte en estudiantes a unos cuantos millares de niños. Sus once años, los de cada uno, estrenan el bachillerato como una cosa insólita. Hay que ver a esos chiquillos un tanto ilusionados con la llegada de los libros, de los textos nuevos, satinados, impolutos. Se advierte cómo al principio los toman por un juguete más: juguete respetabilísimo sin embargo que, a la postre, —ellos lo prevén vagamente— pueden llevar implícita una terrible desgracia: la de no poder aprendérselos. El mes de octubre para los estudiantes de primero de bachillerato es memorable. Cuando llega la noche y se les manda estudiar, adquieren, por así decirlo, una conciencia nueva: la de su impotencia. Esos libros traen «preguntas difíciles», esto es, preguntas que complican extraordinariamente el parvo y sucinto saber de la escuela primaria. Traen palabras y giros inéditos, traen enfáticas y sabias digresiones, traen una ciencia formal, una «ciencia en serio» que no puede por menos de amedrentarles. Si son pusilánimes los chiquillos, es claro que lloran en la primera velada de estudio. Y si son optimistas se encogen de hombros. Como hacemos todos , al fin y al cabo , ante el problema nuevo de cada año o de cada día.

Pero es muy importante este primer enfrentamiento de los niños —enfrentamiento, repetimos, «en serio»— con la ciencia. Importante y delicado. Como que de él depende, a lo mejor, toda una trayectoria vital. Lo verdaderamente espinoso es que el niño, a los once años, apenas puede «interesarse» verdaderamente por las cosas maravillosas de la ciencia si no se las reviste, más o menos, con las cosas maravillosas de los cuentos. Pero este es otro peligro, porque la ciencia, en definitiva, no tiene nada de cuento y su amenidad es «a posteriori», nunca «a priori». Quiero decir que las verdades de las ciencias, cualesquiera que sean, no deleitan sino después de sabidas, cuando ya el propio juicio —timoneado por la propia inspiración— planea seguro por el ancho campo de los conocimientos. Y, ¿cómo interesar a los niños hacia lo que, verdaderamente, no es, para ellos, interesante? He aquí a los accidentes del verbo; para un académico —pongamos por caso— presuponen nada menos que un recreo mental; pero, de ellos, a un niño, sólo alcanza el aprendérselos. Aprendérselos un poco áridamente, sin regadío espiritual de ninguna especie. He aquí —por poner otro ejemplo— al hígado. Uno sabe que su función orgánica es auténticamente asombrosa... Casi se emociona uno —uno que es un sentimental— al considerar lo que el hígado transforma, en beneficio propio. Es para entusiasmarse con las maravillas fisiológicas del hígado... Bien; pues intentemos contagiar de nuestro ardor científico a los chiquillos de primero de bachillerato. Enumerémosle sus bienhechoras y hasta poéticas funciones. El niño de primero de bachillerato —y probablemente de quinto también— permanecerá impasible, agujereando con la pluma su papel secante; porque..., porque él es bastante menos ingenuo de lo que suponemos. A los chiquillos no puede obligárseles a mirar lejos en el horizonte de las verdades, porque su atención obedece a otra longitud de onda. Si son inteligentes, no podrán entusiasmarse, prematuramente, con la Inteligencia.

¿Es que entonces, los estudios de Bachillerato constituyen una ropa ancha para los chiquillos que empiezan? Un niño de once años que demuestra —demuestra a su modo— el teorema de Pitarrosa, causa siempre una impresión parecida a la del chiquillo que viste, convenientemente arreglados, los pantalones que fueron de su padre. Porque la Ciencia y la Verdad pocas veces pueden reducirse a «rudimentos»; siempre son cosas complicadas. Cuando se amoldan, cuando se arreglan para uso de los principiantes, se desvirtúan; y se ve, siempre, que el padre tenía más vientre, y tenía las piernas más largas.

No obstante, no queda otro remedio. La vida es veloz, tiene sus exigencias ineluctables y es necesario que a los dieciséis años el joven tenga el bachillerato terminado. Cuando el joven entre en la Universidad se habrá interesado un poquitín por la Ciencia. Pero entonces la Universidad supondrá que el joven es ya todo un hombre, y como tal le tratará. Y quien sabe si vestirá pomposamente con ropa doctoral al impúber de veintidós años: ropa que otra vez quedará muy ancha.

Y cuando el doctor sea doctor, empezará a exprimirle jugo —fértil jugo— a los estudios del bachillerato. Y cuando el doctor alcance el rellano de la primera vejez sosegada, será la hora de recrearse ante la estupenda flexibilidad de los verbos o de entusiasmarse ante las sabias funciones del hígado. Luego, en la «alta vejez», el verbo torpe y el hígado enfermo —¡ingratos!—, se vengarán.

(JAÉN, 28 de octubre de 1956)


domingo, 27 de octubre de 2013

En el Año de la Fe. ANÁLISIS DE LA FE





En la concepción  cristiana del mundo, los factores dramáticos —caída original, pecado, dolor, angustia ante el propio destino personal— se compensan y superan con soluciones de redención, esperanza y gracia. De ahí que el Cristianismo estime al hombre como a un ser inserto en lo natural, pero llamado a una sobrenaturaleza de estirpe divina. El hombre, sin metáfora, tiene dos vidas; es un orden botado a otro orden. Su estar en el mundo es, precisamente, una premisa de su ser en la eternidad. En este punto, el Cristianismo es existencialista. El hombre no es un ser acabado, sino algo  que  se está edificando, haciendo, continuamente y en  libertad. Realmente, en la Tierra no ha logrado, aún, su esencia. Acá no dispone sino de su «planta baja». De donde su afán trascendente no debe consistir en cosa distinta de la erección —alta— de su espíritu, «morada de  Dios».

Pero he aquí que  francamente, con un poco de brutalidad   si se quiere, la objeción salta impetuosa: Todo eso es bello, pero ¿todo eso es verdad?

Por cierto, la evidencia no acompaña a la formulación cristiana de la existencia. Y, así, el drama es mayor. Porque la convicción cristiana está constituida por verdades constantemente asaltadas. La duda acecha por todas las esquinas. La fe es un bastión cuya defensa exige fuerzas en todo momento alertas y siempre renovadas. ¡La Fe! ¿Qué es la fe? Tremenda es su belleza, porque es una verdad sin demostración lógica tajante; es un fervor sin fuego visible; es un motor cuyo combustible no se granjea en este mundo. ¿Cuál es su fuente? ¿Qué  hacer para tener fe? Nueva encrucijada.

Por lo pronto, la adquisición de la fe exige una humildad. No se compra en el mercado, no se consigue enteramente ni aun con el expediente de las buenas obras. Es, ante todo, un don sobrenatural y, por ende, gratuito. Quien la tiene, puede perderla. Quien carece de ella, puede sentir su llamada. No obstante está al alcance de cualquiera sospechar su advenimiento, y preparar su alojamiento. La ocasión, antes o después, a nadie le falta. Y cualquiera, desde luego, debe considerar su disponibilidad para la fe; esto ¿no supone ya un primer expediente, de gran importancia, para su logro? Pero si quien tiene la fe ha de temer perderla y, por tanto, su humildad es imprescindible, quien no dispone de ella, pero la desea, ha de unir a su talante de humildad una actitud de paciencia. La fe, repetimos, no tiene un precio, ni está al final de ningún camino, porque ella misma es un camino. No hay moneda lógica, no hay recursos «naturales», para conseguirla. No se hace uno de la fe como de un automóvil o de un frigorífico. Su misterio es su gratuidad,  «Sopla donde y cuando quiere».

Pero estudiemos en sí el fenómeno de la fe. No sin recordar antes lo de que, para ella, la actitud racionalista no basta. Alguien puede argüir: Hay que probar la fe, postura que no tiene valor. Si probara del todo sus motivos, la fe no sería tal. Pero, además, surge una pregunta: ¿Por qué se objeta que hay que probar la fe y, en cambio, no se argumenta que hay que probar la incredulidad? ¿Es que la incredulidad ha encontrado, acaso, fundamentos apodícticos?  Pueden asaltar dudas sobre la fe. Pero, ¿no serán mayores las dudas que asalten al incrédulo acerca de su incredulidad?  Julián Marías, agudamente, ha escrito: «Se parte del hecho de que hay que justificar lo positivo, y que lo negativo tiene de por sí absoluta validez». Es un vicio filosófico frecuentísimo en nuestra hora histórica. En nombre de la Antropología, de la Biología, de la Historia y hasta de la misma Física, se disparan cada día baterías de objeciones contra la fe, que es algo positivo. Pero, ¿cuántas no podrían dispararse —y en nombre precisamente de la Biología, de la Historia, de la Antropología, de la Sociología— contra el negativismo de la incredulidad?

Estudiar el fenómeno de la fe, es analizar sus factores. La fe es sobrenatural, racional y libre, dice Moeller. Este análisis, pide otro capítulo.

(JAÉN, 1967)

viernes, 25 de octubre de 2013

TEMA DE OCTUBRE





El tiempo disimula su monotonía con sus colores distintos. Si cada mes del año no tuviera su color, al año parecería más uniforme. Y, por consiguiente, más largo para los que temen que pasa lento, y más corto para los que tienen miedo de su fugacidad. Pero cada estación del año —y concretamente cada mes— es una «provincia» del tiempo con su demarcación específica, con sus caracteres propios, con sus accidentes. Si el verano es una especie de planicie, el otoño se muestra ya en octubre como un desfiladero abrupto, más o menos triste o más o menos divertido según la óptica —y el gusto— del  consumidor. Las primeras lluvias, los primeros vientos, nos sumen en no se qué Despeñaperros del ciclo anual. Entonces, las costumbres y usos de tres, de cuatro meses, se interrumpen, se cortan, por decirlo así, a tajo. Y la vida de todos, y de cada uno, entra en un paisaje nuevo. Nuevo paisaje que impone otros usos, otra indumentaria, otras diversiones y, desde luego, otros pensamientos. Quedan siempre, no obstante, los recalcitrantes:  los no conformistas. Porque está claro que cada cambio de estación tiene sus enemigos. Se advierte especialmente en la indumentaria. Cuanto más «enemigo» del invierno se es, más tiempo tarda uno en ponerse la gabardina. Los amigos del invierno, en cambio, se encasquetan la bufanda a últimos de octubre. Porque está demostrado que las prendas de vestido de cada estación están, respecto a su uso, más influidas por la propia sicología del usuario que por las características de la estación misma. Ni se tiene menos calor cuando se va descamisado, ni se evitan los catarros con la bufanda, antes al contrario. Pero —como decíamos— los recalcitrantes del verano intentan en vano retrasar el otoño con sus blusones de cuadros que ostentan desafiantes hasta Todos los Santos. Mientras que otra clase bien opuesta de individuos sienten una especie de miedo de que se vaya el invierno, y prorrogan la vigencia del gabán hasta pasada la Semana Santa... No se trata de frío o de calor, sino de gustos.

Pero octubre, además de nuevos usos, parece que reclama nuevos pensamientos. El año, en realidad, no tiene su principio con el holgorio de la Noche Vieja, sino ahora, cuando comienza el curso. Pasada la vacación veraniega , cada uno se replantea sus problemas y se propone una actuación «en lo sucesivo». Octubre es el tiempo del auténtico examen de conciencia. En realidad es un mes bifronte que dispone de la perspectiva del pasado y del porvenir. Es un mes de bastante «visibilidad» mental. En el otoño se siente con intensidad el pasado; su melancolía irreducible gotea sobre nuestros actos. Pero, al mismo tiempo, en esta época, el ánimo recapitula experiencias para forjar propósitos que sirvan de base a posibles actuaciones próximas. Octubre no es tiempo de vanidades ni de ilusiones ambiguas. Su símbolo no lo cifraríamos —como el de la primavera— en la margarita incierta, sino más bien en el fruto seco más nutricio que pomposo, nunca despampanante. No hay otra pompa en otoño que la de la vid. Pero la vid —autora del vino que alegra el corazón— está aureolada al mismo tiempo de un entrañable prestigio bíblico. La vid, signo y emblema báquico, se cristianizó, se revistió de augusta gravedad al hacerse símbolo eucarístico. No estaría mal, para empezar el otoño, una especie de meditación acerca de la evolución habida en el curso de la Historia respecto a la «interpretación» de la vid. No estaría mal, repito, porque, de parecida forma, hay una trayectoria de la vida humana, enamorada primero del mito dionisíaco y paganizante, pero retractada, (cuando la madurez llega) y orientada hacia verdades más altas.

No, no es triste octubre. Y, ¿si lo fuera? Es curioso que la gente concibe la tristeza como una esterilidad, como un vacío, como un desierto. Pero no siempre es así. Hay grados de sensibilidad que nada más que por la vía de la tristeza pueden alcanzarse. Si el dolor, como decía Séneca, forma «también» parte de la Naturaleza, la tristeza en muchas ocasiones es elemento «constituyente» de la vida humana. Es tonto decir: Yo, alegre siempre. Tan tonto como exclamar: Yo, siempre triste.<

(JAÉN, octubre de 1959)

jueves, 17 de octubre de 2013

POLVO ENAMORADO




Un «sistema de sombras organizadas» ha llamado Carlyle al cuer­po del hombre. Blas Pascal, un poco más objetivo, se consideraba, a sí mismo, «caña pensante» y elucubraba sobre la grandeza y la peque­ñez de esta naturaleza nuestra, anegada romo una gota microscópica en la inmensidad de la Creación y que, sin embargo, es capaz de com­prender al Universo. Miserable es el hombre, pero si sabe conocerse en su misma miseria, ella le redime, le dignifica. Esas partículas de­leznables de polvo que flotan en la habitación, ¿no acaban de transfi­gurarse, ahora que han sido alanceadas por un rayo de sol? El polvo siempre será polvo, nunca será más que polvo; pero cábele ser polvo iluminado, que, pese al boicot que le tiene declarada nuestra carnali­dad, está propicio, en todo momento, a filtrarse por cualquier rendija. Miserable es el hombre, sí. «Memento homo qui pulvis erit...»... «Acuérdate hombre que eres polvo», nos reprocha la liturgia católica del Miércoles de Ceniza. Y, sin embargo, la misma religión declara el dogma de la resurrección de la carne que es algo así como un seguro de inmortalidad que garantiza esta vida completa —alma y cuerpo—, que si se disocia es sólo que se soterra para reaparecer inmarcesible y depurada en el día quieto —sin oleaje de tiempo— de la eternidad. ¿Será entonces cuando se hará realidad aquella jerarquía del Cuerpo sobre la Carne, que trata de instaurar la filosofía sutilísima de Eugenio d'Ors? Aquí abajo, en la Tierra, las oscuras fuerzas del instinto, las animales tendencias misteriosas, dijérase que tienen ocupado militarmente el cuerpo. El cuerpo y la carne se identifican, casi son una misma cosa. ¿No será posible una sensación del Cuerpo purificado de la carne? ¿Po­drá alguna vez deleitarse el hombre en la belleza pura del cuerpo, en una belleza liberada al fin de la tiranía demagógica de los instintos?

No hay nada de nihilismo, claro está, en la ceremonia litúrgica de la imposición de la ceniza. El nihilismo deja al alma en una completa orfandad filosófica. Y la Iglesia, ante todo, es Madre: la Santa Madre Iglesia. La filosofía de la Madre no puede basarse jamás en conjetu­ras. Por eso no fluye, ni cambia, ni torna. Es roca estructurada en so­lidez de dogmas; es atrevido acantilado teológico, invariable, y no hier­ba flotante y versátil, a la deriva en el océano agitado de las opiniones. Y, ¿cómo la Iglesia es Madre, Santa Madre, si no oculta la verdad que entra por el sentido: la verdad de nuestra mentira, la falsedad de es­te engreimiento efímero del polvo? ¿cómo no allegará remedios para la miseria? ¿cómo podrá dejar huérfano a este espíritu, preso del polvo que se reconoce luz, que sabe que es luz envuelta en tinieblas?

Separar las tinieblas de la luz. En el Génesis de la vida espiritual este es, quizá, también, el primer paso. Separar las tinieblas de la luz. Todo, en la vida ascética cuaresmal que comienza ahora, puede redu­cirse a esto. Porque las tinieblas y la luz están juntas. El cuerpo y el espíritu se hacen guerra porque la carne ha sembrado la cizaña. Crecen al par el trigo y la cizaña. Y no hay virtud que no esté jas­peada de imperfecciones.

«Acuérdate hombre que eres polvo» nos dice la Santa Madre Igle­sia. Pero insistamos, cabe un remedio contra la miseria de ser polvo: el de ser alanceado por un rayo de sol. Puede entrar el sol por cual­quier rendija... Y, verdaderamente, «la Gracia se filtra por las pare­des». Polvo somos, mas bienaventurados nosotros si somos polvo redi­mido.


(De POLVO ILUMINADO, Gráficas Bellón, Úbeda, 1948)

jueves, 3 de octubre de 2013

EVOCACIÓN DEL CONVENTO. ¿QUÉ HABÍA DENTRO?.—





Durante mucho tiempo, el teatro de marionetas de la feria de
San Miguel de Úbeda, estuvo situado junto a los muros monásticos
del Convento de Santa Clara, en la Plaza de Álvaro de Torres.

Ahora la evocación nos lleva —siempre la evocación nos lleva y nos trae— a aquellos atardeceres, de primeros de octubre, de nuestra infancia. La evocación, nos pone delante nuestra pregunta ingenua de entonces.

¿Qué había dentro? Los días —días de feria— eran largos, largos, porque eran días de chiquillo, días de niño, y ya se sabe que los paralelos de las horas se ensanchan en la infancia —trópico vital— y se van reduciendo hacia el polo, hacia la vejez nevada... Los días de feria, eran largos; al final, a prima noche, era la función regocijante de marionetas, en la plaza adusta, junto a los muros conventuales de Santa Clara. Toda algazara y pitos de goma, la plaza antigua se iluminaba de candor, en eclosión de chiquillos. Pero... ¿qué había dentro? Aquellos muros negros en la noche, fantasmales, imponentes; aquellos muros que se alzaban cabe el teatro de marionetas, ¿qué encerraban? Nuestra fantasía de niños se prendía, se enredaba en las peripecias del guiñol; «salía una guerra», y una corrida de toros, y una «borracha», y... de pronto, empezaba un concierto triste de campanas en la enrejada espadaña. Eran tañidos, como balidos, balidos místicos. Dos campanas de delgada acordancia, insinuantes, irrumpiendo en la fiesta bullanguera. ¿Por qué nuestra fantasía virgen volaba entonces, un momento, hacia dentro: traspasaba los muros monásticos? La abuela nos lo había dicho muchas veces: «Dentro están las monjitas; no saldrán del convento ni cuando se muera: las enterrarán allí». Las enterrarán allí... Casi sin pensarlo, forjábamos una leyenda misteriosa, mientras la abuela, al «toque de ánimas», nos entretenía antes de la cena. Nos daban un poquito de miedo las monjas que había enterradas allí, bajo los cipreses que alzan su ofrenda por encima de los muros sombríos. Y luego, pasada la feria, cuando en las noches lluviosas oíamos en el umbral del ensueño el tañido de las dos campanas de las monjas, sentíamos como un escalofrío. ¿Las tañían las monjas vivas? ¿Las tañían las monjitas muertas?

Ya maduros, lejana la infancia, hemos visitado una vez, por raro privilegio, el convento de clausura. Éramos leprosos del mundo en aquella mansión azul: una campanilla avisó de nuestra visita y las monjitas huyeron del huerto: ni las podíamos ver, ni ellas nos podían ver a nosotros. Pero por fin vimos «lo que había dentro»: un huerto, un reducto florecido de perfumes castos, un silencio en que anidaban las avecicas del cielo. Y recordamos los días de infancia, cuando el teatro de marionetas. Y sentimos nuestro espíritu cercado, por los espíritus de las religiosas muertas, «enterradas allí».

(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)