BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

miércoles, 30 de junio de 2010

EL TRAZADO URBANO DE ÚBEDA. ARABESCOS



Es natural que en el trazado urbano de Úbeda, sobre todo en el de su parte antigua, se advierta la influencia árabe. Se trata, claro, de un trazado... arabesco.

El arabesco es un deseo de complicar el dibujo. Complicando las cosas, ¿no parecen más difíciles y maravillosas? Los árabes, a fuerza de quebrar líneas, de alicatar, crearon un estilo artístico. Su prurito, se extendió, luego, a esferas distintas de las del Arte. Al fin y al cabo, Averroes introdujo, en cierta manera, el alicatado en el aristotelismo. Y el harem lo introdujo en el amor; porque la poligamia es el amor quebrado, la línea erótica que cambia constantemente de dirección, minimizada en infinidad de trazos.

Las ciudades de procedencia moruna denotan claramente su filiación en el trazado laberíntico de sus callejas. No diremos que éste no sea un acierto –el mejor acierto quizá– del “arabesco”. Cuando las calles se disciplinan en hileras, montada la guardia de las farolas, son de un grandioso... adocenamiento. Es mejor cuando las calles se encabritan, cuando hacen muecas caprichosas en los rincones; cuando se burlan, con una humana y deliciosa actitud de libre albedrío, de la geometría euclidiana. Así, ellas pierden un poco su carácter funcional y disimulan que son nada menos que el “sistema circulatorio de la ciudad”.

El trazado urbano de Úbeda es estupendo por eso. Hay calles ociosas, calles inútiles que alargan un trayecto en lugar de acortarlo; calles que se “arrepienten”, que cambian de dirección, a mitad de camino, cuando lo han pensado mejor... Y otras que se ensanchan con vocación de plazas, cuando menos se espera; o que se estrechan hasta lo inverosímil, con el enfado consiguiente de la Lógica y de los lógicos.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Imagen: acuarela de Juan Valdivia)

lunes, 28 de junio de 2010

VERANO





El verano empieza a organizarse a últimos de abril. La junta organizadora del verano sufre –como todas las juntas organizadoras– algún que otro disgusto en mayo. Porque mayo, a veces, resulta un bromista de siete suelas, soplando viento frío sobre los veladores de las terrazas justamente la misma noche que se han instalado las mesas, bajo los toldos, al aire libre. Pero esto no es nada... La junta no se arredra, y ya, a mediados de junio, lo tiene todo preparado: los helados, el botijo, los vestidos estampados, las vacaciones; y la siesta. Todo concurre a esperar la llegada anunciada del calor. El 21 de junio se le recibe oficialmente. Y no se le perdona si por San Juan no empieza a hacer faena.

San Juan. Primera estación del itinerario estival. Euforia. Cerezas. Peras sanjuaneras. Veinticinco grados a la sombra... Todas las bicicletas del Bachillerato en la calle, tras la clausura de los exámenes. «Este año va a apretar, va a apretar», dicen las comadres unas a otras, sentadas «al fresco» en las puertas de las casas, muy satisfechas, aunque no lo confiesen, de este «sofoco», que, la verdad, todavía no es «propio». Las «noticias» de Radio Nacional –son las diez de la noche en el reloj de Gobernación– se desbordan por los balcones abiertos, mezcladas al ruido un poco fanfarrón de los huevos en la sartén y del olorcillo piconcete de los pimientos de la cena. Caramba, caramba, esto es cosa hecha. ¡Verano, veranuelo...! En estos pueblos de Dios, la velada al fresco es ritual. Da la una, replica algún bostezo, y, a lo mejor –tras haber agotado los temas de conversación–, el padre de familia dice lentamente:

―Bueno; la una. Hay que irse entrando ya. Mañana hay que madrugar...

El chiquillo –avispadete él– que ha estado correteando y al fin se ha sentado en el escalón del cancel, señala al cielo y pregunta:

―Papá; ésa es la Osa Mayor, ¿di que sí?

Y la mamá, ufana de tener en la casa un sabio en ciernes, un perito astrónomo, dice con la baba caída de gusto:

―¡Ay, qué chiquillo éste!

Y mañana, a madrugar.
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La siesta. No se sabe cómo, pero todo el mundo encuentra sitio en el verano para la siesta. Pequeño lujo que no cuesta dinero, sino tiempo... ¿Que el tiempo no es oro? Bueno, sí; pero el oro, dirá: «Ahí me las den todas»...

La siesta. Tregua en mitad del día. Prima de descanso. Propinita de sueño. Plus por cargas estivales.

―¡Vaya siestecita que me voy a echar esta tarde! –exclama casi con aire pillo el buen padre de familia, a eso de las dos, mientras comprueba que en la calle, sobre las losas, «está cayendo fuego».

Si no fuera porque, luego, el chiquillo menor llora desde las dos y media hasta las cinco. Y si no fuera porque el mayor –¡maldición!– ya no tiene escuela.

La siesta. Pequeña ilusión burguesa. Bella utopía de las familias numerosas.

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Esta vez uno no habla sino del verano de los pueblos del interior. Porque hay, claro, muchos veranos. Está el verano del «veraneo», con sus numerosas divisiones y subdivisiones de playa y de montaña, con dinero o sin dinero... Y está el verano de Madrid, que es un «bicho»... Esta vez uno nada más ha querido glosar algunos rasgos vulgarísimos del verano modesto de estos pueblos luchando a brazo partido con el calor. ¡Vaya si tiene «mérito»!

(Diario JAÉN, 28 de junio de 1958)

miércoles, 23 de junio de 2010

SUGESTIONES DE UBBADZA. LAS MURALLAS




Los árabes dieron nombre a Úbeda. Y la amurallaron. Y la hicieron ciudad. La importancia de Úbeda en la Historia, arranca, precisamente, de los árabes. Pero el tiempo demoledor, implacable, trastorna todas las fidelidades. Ya el Islam llora su derrota, acurrucado entre ruinas, sojuzgado otrora por la Úbeda cristiana y renacentista. Renacentista decimos, porque el Renacimiento iba a adoptar, para siempre, a la Ubbadza muslímica. Y sobre las plantas de las mezquitas derruidas, transida de resonancias coránicas, alzaría las gráciles arquitecturas de sus templos cristianados... No queda, pues, casi nada de Ubbadza en Úbeda: unos trechos de muralla verdinosos, entre cuyas grietas cada año renueva la primavera el tema verde –caridad de la hierba en la piedra– de su júbilo; torreones de arista melladas por la lima pertinaz de los siglos. Piedras, piedras, piedras. Piedras caídas, rotas, desmontadas ,vetustas. Piedras venidas a menos, amontonadas en los paredones de los caminos viejos, en los paredones de los barrios misérrimos.

El recuerdo de la muralla árabe, con sus muñones leprosos, atraviesa Úbeda de parte a parte. Nuestro paseo, siguiendo más o menos de cerca su recorrido, puede iniciarse en la “Puerta de Granada”. Aquí, perdura el lienzo mayor de muralla que ha llegado hasta nuestro tiempo. Aún cabe observar, junto a ella, la presencia de unas almenas... Fragmentos abandonados a su suerte, de soberbias fortificaciones que todavía nos cuentan gestas de otro tiempo y que conmueven, en seísmos emocionales, los estratos de nuestra curiosidad dormida. Las ruinas suelen tener un lenguaje evocador, sutil, íntimo. Quizá porque lo que más conmueve en la Historia es lo que fue y ya no es.

¡Puerta de Granada! Un rincón melancólico, altamente poético, de la vieja ciudad, ante el que siempre ha vibrado en líricas resonancias el alma de los mejores ubetenses. Junto a la muralla, “un alargado pilar”. “En el alargado pilar –escribe Fermín Vergara– las buenas gentes del campo, los de cara sombría bajo los anchos sombreros, abrevan sus acémilas cansadas. Allí vienen con sus cargas de moradas aceitunas o de dorado trigo, cuando el crepúsculo pone sus tintas azules a Mágina y Aznaitín... Algún mozalbete trae prendido en su sombrero el punto luminoso de un gusano de luz. Huele a paisaje bravío y a tierra recién movida.”



Ya, Puerta de Granada adentro, en la ciudad, si se siguen las huellas del recinto amurallado –calles Molinos, Afán de Ribera, Padilla– es ineludible toparse con esos “bardales”, tan ubetenses, “en que crecen la hierba”, glosados por Alfredo Cazabán. Son muros que limitan huertos menguados o corralitos reducidos en los que cantan los gallos. Y sin solución de continuidad, paredones renegridos y blasonados, antiguas mansiones hidalgas podridas de humedad ahora. Es un barrio habitado por gentes muy pobres. (En los altos escalones de las puertas de las casas hay siempre sentados pequeñajos que lloran no se sabe qué desdichas y que, al veros pasar, detienen un momento la cantinela de sus lamentos para observaros, entre distraídos y curiosos, con el dedo metido en la boca. Luego, cuando vuestros pasos se alejan, prosiguen su llanto.)

La muralla se pierde y reaparece, en la llamada “Redonda de Miradores” cerca de la cual se observan los restos –restos de restos– de la parroquia de San Juan Evangelista. No es muy frecuente la ocasión de contemplar perspectivas tan espléndidas como las que nos ofrece Úbeda en la “Redonda de Miradores”. Es el balcón natural de la ciudad, junto a las mismas ruinas de la muralla árabe. Desde la Sierra de Segura hasta la de Jabalcuz se despliega aquí, ante la vista, un paisaje amplísimo y vario. Enfrente, las eminencias de Aznaitín y Mágina y, al pie de la Loma, el valle del Guadalquivir. Entre el campo de olivar y la muralla se extiende, en declive, el cinturón verde de las huertas.

Es ésta la ocasión de que el observador intuya, siquiera sea confusamente, los famosos “cerros de Úbeda”. Confusamente porque, en verdad, los cerros de Úbeda, de tanta personalidad literaria, carecen en cambio de una marcada personalidad geográfica. Alguien ha dicho que ni siquiera son cerros... Y la verdad es que la leyenda histórica (...) a la que se atribuye el origen del célebre dicho de “salirse por los cerros”, así lo da a entender. De todas formas, estos “cerros” sin arrogancia, estas lomas suaves, se prodigan en la topografía ubetense. Son, el “Cerro de la Horca” en la parte occidental; el de “El Terrero” al S.E.; el de “Atalaya” al N.; el del “Aire” al N.O. Úbeda, tan elevada, no conoce la montaña, está alejada de la sierra. Frente a Segura y Mágina, replica con un procedimiento especial de alzarse; ensaya una distinta, específica manera de erigirse.

Es difícil “seguir los pasos” al cinturón amurallado de Úbeda tantas veces caído, perdido; tantas veces vuelto a aparecer en cualquier recodo. Entre peñascos aquí; cabe las huertas junto a las casucas pardas, allá; mutilado siempre; pugnando por esgrimir su voz que se ahoga, y se tronca, entre el griterío urbano.

Desde la redonda de Miradores hacia el huerto de Convento de Carmelitas, se conserva un buen trozo de muralla. Más allá, en la Cuesta de Santa Lucía, se divisa una perspectiva de bellísimas ruinas. Enfrente, extramuros, se destaca la iglesia de San Millán con su torre cuadrada de aspecto románico. Más allá de San Millán se derrama el caserío del barrio de la calle Valencia, en un trazado heteróclito, arbitrario.
La trayectoria de la muralla, que estaba jalonada por 38 torres de las que subsisten algunas, más o menos deterioradas, sigue visiblemente por la Puerta del Rosal, Fuente Seca, Corredera de San Fernando, Plaza de Toledo, Rastro, Cava y Mirador de San Lorenzo, hasta la Puerta de Granada. Aunque, como el recinto sufrió sucesivas restauraciones y transformaciones, es difícil señalar fielmente su trazado primitivo.
De las varias puertas abiertas en la muralla, sólo quedan la ya citada de Granada y la del Rosal.


La arquitectura actual, mudéjar, de la “Puerta del Rosal”, es del siglo XIV. De una concepción sobria, muy distante, estilísticamente, de la profusión decadente del arte nazarita. Monumento que habla todavía de un Islam atezado de heroísmos, curtido en la lucha, aún no inverso en enervantes exquisiteces alhambrescas. Aunque naturalmente –raras vigencias retroactivas del Arte–, durante el siglo XIV, época a que corresponde según dejamos dicho, la Puerta del Rosal, Úbeda era de dominio cristiano ya.

Junto a la actual Plaza de Toledo, sobre un cubo de la muralla, se eleva la ctual torre del reloj. En su parte inferior hay una bella hornacina en la que se venera un cuadro de la Santísima Virgen de los Remedios; cuadro deteriorado por el tiempo, y recientemente retocado, de un notable valor histórico.

La restauración de las murallas ubetenses tuvo lugar en el siglo XIV, reinando Sancho IV el Bravo. Modificado o no el primitivo trazado, es obvio que la reforma fue muy importante y que, por esta causa, de la construcción árabe, quedan no muchos vestigios. El nuevo cerco se hizo a costa de los caballeros, infanzones y gentes de Úbeda. Principiaron las obras en 1239. se tienen noticias del hecho por un romance –atribuido a Jorge Mercado– de calidad literaria menos que mediana. Como recompensa a este esfuerzo de la ciudad, el rey, en documento fechado en Valladolid, a 10 de junio de 1294, otorgó privilegio de franquía a los ubetenses sobre portazgos y montazgos, eximiéndoles de su pago en todos los lugares del reino.

De los torres todavía existentes, queda en buen estado una de planta octogonal, junto a la Corredera de San Fernando. En el último tercio del siglo pasado se derribó un torreón importante en el Rastro.


(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografías: Archivo de Pedro Mariano Herrador Marín)

domingo, 20 de junio de 2010

CUANDO EL TIEMPO SE CANSA...




La decoración de una mutilada imposta románica trae al claustro una primavera lejana: una primavera que se hizo para siempre piedra silenciosa. Pero aquí, la imposta es un producto de saldo de esas liquidaciones apresuradas que las reformas artísticas decretan en los monumentos...

―Esto era románico. Pero, verá usted; a principios del XVI, un obispo, entusiasta del gótico tardío, levantó las ojivas, con bóveda de crucería, del claustro.

Y la remota plasmación románica quedó aquí como testimonio como ―documento― un poco amedrentada y confinada, pagando su vasallaje... Y precisamente encima, ahora, de una láurea renacentista colocada después.

Pero es claustro es acogedor, pequeño, silencioso. La imposta románica, las ojivas, la láurea renacentista, el mismo encalado de los muros conviven al fin apacibles en un fervor, en un anhelo de belleza. El claustro tiene un recodo y, al fondo, aparece el templo. Al costado del claustro hay un jardín abandonado. (Su pozo de brocal de mármol. Sus árboles. Sus pájaros...) Descienden desde la torre las campanadas del Ángelus y ya, para entonces, el claustros se ha matizado, umbroso, de modestias: habrá apagado lentamente su esplendor dorado, la vieja exultación de la piedra oferente contagiada de liturgias, entre un perfume de violetas distantes. Pero antes, en la mañana radiosa, tuvo su hora jocunda: dibujaba el sol sus arabescos en el enlosado vetusto; el órgano próximo traía su viento herido, su trémulo fragor suplicante; un vuelo de insectos ebrios zumbaba germinales euforias sobre los epitafios ilegibles ―recuerdo de recuerdos― del buen beneficiado que un día...

―Aquí ―prosigue, incansable, el guía― yacen los restos de un famoso eclesiástico de este templo colegial. Chantre por lo menos debió de ser, porque...

Quietud. Olor de mansedumbre. Yo no sé si, también, una levedad de salobre nostalgia para que la paz fermente; para que no sea una paz sin alma, aséptica e inerte.

―¿Dice usted que en el siglo dieciséis...?

Elevan las ojivas su cántico, su seguridad de esperanza. Por encima de las rosas y del tiempo. Y, ¿qué es el tiempo después de todo? Nada. Una mariposa ha pasado por delante de la tablilla en que se fijan los anuncios de los novenarios. En el claustro el tiempo se ha cansado. Cuando el tiempo se cansa, cuando se queda quieto en estos rincones sedantes de los pueblos, ¡qué receptáculo de bellezas resulta!

―¿Tiene mucha historia este claustro?

―Precisamente aquí ―el guía señala, interesadísimo, una arcada― se abría una puerta que comunicaba con la muralla de la ciudad. Por ella dicen que entró Fernando III cuando la Conquista. Y esto, antes aún de ser templo cristiano fue Aljama...

En los días grises, cuando el plomo invernal pese sobre las espadañas de la iglesia, la niebla ascenderá entre las ojivas, rezumarán doliente humedad los pilares. Y la tos de los mendigos que aguardan la salida de la misa temprana gemirá acusadora en sombrías resonancias.

―Esta hornacina ante la que puede contemplar un farol dieciochesco...

En los estíos ardientes, a la hora voluptuosa de la siesta, el claustro tendrá un frescor de eternidad. Se desmadejará el bronco ―triste― clamor de los sentidos frenéticos en este recinto cuajado de serenidades.

―...Fue a mediados del diecinueve. No existió hasta entonces esta baranda de forja. Como puede observar por las señales, este muro tenía una prolongación, que, a la izquierda...

Hay como un sosiego lustral. Una armonía, una música que no han creado los siglos. Una emoción nueva, ¡tan antigua!... La plegaria se siente llegar. Se adivina como un manantial, como un venero limpio. El alma estaba polvorienta: había olvidado sus cítaras y sus azucenas. Estaba el alma con su sabor de arena en los labios. Y ahora, de pronto, siente, bajo las ojivas, la inminencia de una extraña, maravillosa, «vecindad». Se dobla el recodo del claustro y aparece el templo. En el templo, una penumbra. Una oscuridad en el fondo de la penumbra. Una lamparilla en el fondo de la oscuridad...

―En el templo ―prosigue el guía― encontrará usted dos famosas verjas del maestro Bartolomé, un cuadro de Machuca, una capilla renaciente en que puede admirarse una imagen del inolvidable artista...

(ABC, 4 de junio de 1960)

(Fotografía: Archivo de Pedro Mariano Herrador Marín)

viernes, 18 de junio de 2010

ÚBEDA ÁRABE. DATOS HISTÓRICOS




“Ebdete”, “Obdah”, “Medina Úbeda”, “Ubbadza”. Con estos cuatro nombres se ha designado a la Úbeda árabe, cuya existencia histórica no se pierda ya –como la de la Úbeda cartaginesa, como la de la Úbeda romana, como la de la Úbeda visigoda, inclusive– en ninguna nebulosa más o menos resoluble. El padre Ángel Vinagre Alonso, de las Escuelas Pías, abogó definitivamente por el último nombre, el de “Ubbadza”, esgrimiendo argumentos filológicos y fonéticos muy estimables.

Invadida la Península en el año 711, parece que, en las proximidades de Úbeda, después de la derrota de Guadalete, hubo una importante batalla entre las huestes del gobernador de la Bética, Teodomiro, y las del caudillo musulmán, Tarif. Sometida la ciudad, Tarif marchó hacia Sierra Morena dejando los pueblos conquistados bajo la guarnición de los partidarios de Vitiza y de los judíos.

Todo lo que se pretende saber de la población cristiana sometida en Úbeda a los árabes, es pura conjetura. Supone Ruiz Prieto que los cristianos fueron disminuyendo y que “se vieron obligados, poco a poco, a reconcentrarse en las demarcaciones parroquiales de San Millán, San Juan Evangelista y San Juan Bautista”.

La tribu árabe que, en un principio, ocupó Úbeda fue la de los Yamari. Debieron florecer las artes en Ubbadza. Hay noticias de un sabio musulmán llamado “Alhaquen el Ubedí”. Y Al-Saqundi (siglo XIII) dice: “También hay en Úbeda ciertas histrionisas y bailarinas, célebres por la viveza de su ingenio y de su arte”. Durante algún tiempo fue Cadí en la ciudad el célebre jurisconsulto Ben-Almud-Alí-Assari. La artesanía artística de esparto de los “ubedíes” (...) data de la dominación musulmana de la ciudad.


(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: José Ruiz Quesada)

miércoles, 16 de junio de 2010

LLEGAR TARDE



Lo peor es cuando la prisa se junta con la pereza. Hay que hacer muchas cosas, pero no se tienen ganas de hace ninguna. Desde afuera se nos acucia. Desde dentro, la calma de la desgana asciende sin oleaje como una marea lenta. Deseo de cerrar los ojos, llamadas de todas partes. Suena el teléfono... «¿Dígame?... ¡Ah, sí!... En seguida voy». Uno quisiera tumbarse y no es posible. Uno tiene que ir a muchos sitios. Dentro del alma un espíritu burlón quisiera embaucarnos con el halago: «Mira, la actividad está bien para los imbéciles, pero tú...».

¿Un cigarrillo? A ver si en su fuego se prende una velocidad. Hay que ser veloz, audaz, capaz, tenaz. ¡Qué aerodinámicas las palabras con zeta al final! Estimulan. Sugestionan. Tienen vitola. (Un mentiroso es un ser despreciable; pero un mendaz ya parece algo.) Me digo, pues, a mí mismo que es necesario ser veloz y tenaz, y es como si sacudiera mi pereza.

¿Ha vencido la prisa a la pereza? Bueno, pues ahora le aguarda otro enemigo. Ahora que la prisa se inviste de sí misma; ahora que al fin se han sacudido las alfombras y se han izado las banderas; ahora que uno está en la pista dispuesto a todo, resulta que hay que esperar.

Esperar. Paradójicamente, quien lleva la prisa, se constreñido de pronto a pararse. Si somos peatones se ilumina el rojo; si vamos en coche, se ilumina el verde. Si dirigimos los pasos al despacho del director se nos atraviesa como un lancero bengalí el «no pase». Si vamos al encuentro de Pepita, alguien se encarga de decirnos que «Pepita dejó avisado que espere usted unos momentos».

No queríamos tener prisa, pero ya que la tenemos no nos agrada ni una pizca esperar. Ya que íbamos embalados el freno nos fastidia.

Claro; como hay prisa y hay espera, viene, cuando termina la espera, el «No hay tiempo que perder».

―¡Vamos, pronto!

―Hace unos instantes la consigna es «Espere, por favor».

―El director no puede recibirle sino medio minuto.

―Yo no puedo tener prisa y calma regulada por la máquina de afuera..., etc., etc.

La tragedia es que todos somos perezosos y todos caminamos de prisa. Todos marchamos veloces y a todos se nos obliga a esperar. Perdemos en la espera lo que hemos ganado en la velocidad. Y, por supuesto, llegamos tarde.

El hombre moderno debiera consignar cada día el número de esperas que ha tenido que soportar. De seguro este número daría el empate con el que contara los lugares a que hemos llegado tarde. Pero nadie llega tarde a ningún sitio por pereza. ¡Ojalá! Sería un placer pensar:

―Me he retrasado, porque me he levantado a las doce.

Pero no. Si uno se ha retrasado es porque todos los habitantes de la ciudad –y uno entre ellos– se han levantado a las siete. Y todos llegamos tarde porque todos tenemos prisa. Dos millones y medio de prisas corriendo a la misma velocidad, componen una lentitud desesperante.

(Diario JAÉN, 23 de marzo de 1965)

martes, 15 de junio de 2010

MITOLOGÍA




Los pueblos con historia juzgan desdeñosamente a los que no la tienen. Pero, en rigor, ningún pueblo carece absolutamente de ella; la indispensable para “ir tirando”, y hasta para “ir presumiendo”, la tiene cualquiera. Ya es más difícil, para un pueblo, contar con una mitología propia.

La Mitología pone un candor rosado, un alba de nácar, a las épocas históricas. La Mitología es la cosmogonía de los pueblos. Así, la nebulosa precede a la concreción de los astros. De otra parte, si la Historia es la madre y maestra que alecciona o estimula, la Mitología es, un poco, “la abuelita” que insufla de ideas fantásticas el magín de la Humanidad en su fase ingenua; ideas cuyo mérito no radica, claro, en que sean veraces, sino que parezcan bonitas. Aunque sean... cuento. De manera que, un pueblo sin historia sería un pueblo huérfano o, mejor, un pueblo expósito. Y un pueblo que carece de mitología es un pueblo que no ha tenido abuela que le diga cuentos.

He aquí un cuento sabroso con el que más de un autor ha comenzado la Historia de Úbeda:

Ibero, hijo de Sem y nieto de Noé, tuvo por sucesores, entre otros, a Idubeda y a Ibiut. Fundaron estos hijos de Ibero nuestra ciudad en su actual emplazamiento y, como Idubeda arrebató a Ibiut una torre –la torre de Ibiut–, dio, con su nombre, nombre a Úbeda.

Es indudable que la primera condensación histórica que cabe registrar de Úbeda, la ofrece esta torre de Ibiut. Un cronista del siglo pasado dice haberla conocido “de visu” con el nombre de “Torre de la Tierra y de Asdrúbal”. “Estaba –cuenta– en el recinto del Alcázar, en la parte saliente, cerca del claro del Salvador”. Se demolió en 1850 y junto a sus cimientos se hallaron esqueletos “de tamaño enorme”.

En realidad, de tal torre –primer dato cronológico de Úbeda– sólo se sabe que era antiquísima. ¿De época romana? ¿De época cartaginense? ¿De época de... Ibiut? Ruiz Prieto se inclina a creer que primitivas razas venidas del mediodía, en la edad neolítica, establecieron una especie de campamento o plaza de armas en el lugar que ahora ocupa Úbeda; pero que, la torre, es de origen cartaginés. Sea lo que fuere, la torre de Ibiut fue el más antiguo monumento de Úbeda. Y, repetimos, el primer dato. ¿Dato fehaciente? Desde luego un dato que aclara bastante poco, puesto que la inscripción que le atribuyó Mercado, carece de toda verosimilitud. En términos graciosamente explícitos, tratándose de una época tan remota, se expresa la supuesta inscripción: “Fundator primus Tubal fuit, reedificatur secundus fuerat Iberus, tercius consumatur Ubeda est, quare Bétula sun trium.”


(De BIOGRAFÍA DE UBEDA)

sábado, 12 de junio de 2010

SILLÓN DE RUEDAS



(Carta a un escritor paralítico)

Sillón de ruedas es el título de un libro, escrito por Manuel Lozano Garrido y recientemente editado en Barcelona. Manuel Lozano, todavía muy joven, vive en Linares, paralítico desde hace bastantes años. Ha escrito esta obra –cuenta su prologuista– con la pluma cogida por una goma a un solo dedo de la mano izquierda. El autor ha convertido su desventura en pura «aventura»..., cuyo insospechado horizonte religioso se refleja en veintiocho capítulos cargadísimos de ideas, de una densidad conceptual tan apretada, que oscurece, a ratos, los caminos de su prosa, en extremo fértil y sugerente.

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Estoy leyendo tu libro, Manuel Lozano. No sé cuando terminaré de leerlo. A lo mejor, nunca. Nunca, porque Sillón de ruedas no es una novela. Una novela que «pasa sola», deslizante, para la pronta digestión y para el olvido... Tu libro, más bien, es para ser degustado lentamente, para ser masticado sin prisas. Tú, Manuel Lozano, ¿has acabado ya de leer el Evangelio? Pues eso, un poco, nos pasa con Sillón de ruedas. No es que su lectura ocupe una tarde o una noche completas. Si yo te dijera que su deglución puede formar parte integrante de las tareas de toda una vida, me llamarías exagerado. Y no es, exactamente, eso. Es que tu obra, para muchos de nosotros, tiene seguramente un carácter fundamental formativo. No es para el estante de la biblioteca. Es para la mesa de trabajo, ¿entiendes?

¡Qué fácil, Manuel Lozano, te hubiera sido escribir un volumen anecdótico, más o menos interesante, acerca de tu «experiencia»! Tendría esa nota de «amenidad» –¡caramba con la amenidad!– que hoy reclama, como el pan de cada día, el lector medio. Pero tú no has hecho de tu dolor materia de reportaje. Ni has dado «declaraciones» expresas sobre tu particular situación. Ni has contado demasiadas «cosas». Ni te has salido por los «cerros de Úbeda»... para que te lean... en Úbeda. Creo que está claro. No le regalas a la gente, como se dice con frase horrible, «por mitad del gusto». No haces concesiones al paladar estragado –simplista o no– de la mayoría.

Lo que tú has escrito es, nada más y nada menos, un libro de espiritualidad. Y la espiritualidad, amigo mío, es una cosa difícil. Algo que exige conceptos, ideas... y voluntad. Algo que demanda horas y horas de trabajo. Tú tienes «hecha» tu espiritualidad, no a base de impresiones fugaces o de virtudes de prontuario; tú la has forjado dolorosamente, con «aprendizaje y heroísmo». Y por eso tu obra, reflejo de tu estado de ánimo, no podía elegir la línea de menor resistencia. ¿Verdad que conoces muchos libros, con pretensiones formativas, plasmados a base de palabras-sorpresa, de máximas ingeniosas, de hallazgos metafóricos? Eso deslumbra, pero luego... Perdóname el símil taurino –impropio quizás en este caso–, pero yo creo que los escritores de esa laya (esos del reportaje amenísimo, o los otros –Oscar Wilde a la vista– del «dribling» paradójico, del regate léxico, de la alusión efectista) no hacen sino torear brillantemente, de capa, a los temas. Pero algunos temas exigen faena, piden aguante, reclaman... la muleta. Me parece que tú, Manuel Lozano, ante todo, eres un excelente muletero que, serenamente, «obligas». Y renuncias al adorno, a la pinturería. Y a los pases mirando al tendido. De otra parte, y puestos a señalar posibles analogías, ¿quieres que te diga una cosa? Más me recuerda tu prosa, espesa de pensamiento, la de un Bernanos que la de un Gustave Thibón, por ejemplo. Yo admiro a Thibón, de una pureza conceptual extraordinaria, pero lo entiendo demasiado bien, y esto no termina de gustarme. Creo que la materia compleja que un tema religioso supone es, en todo caso, algo difícil y pedregoso. Por lo demás, no se narra una intimidad como se cuenta un partido de fútbol. No se refiere una vivencia ascética con la prontitud y la soltura con que se describe un suceso callejero o una verbena. El proceso de perfección espiritual es vivo, pero rara vez vivaz. Tu estilo recuerda al de Bernanos; a veces, quizá, el de Graham Greene. Ni un asomo de reminiscencias chestertonianas –por grande que sea tu devoción hacia el polemista inglés– en tu manera. Chesterton encanta por su malabarismo y por su «chispa», por su sano humor rubicundo, más que por su hondura. Chesterton es un escritor alegre, y la verdad es que, por mucho que nos empeñemos en contrario, la espiritualidad es dolorosa. Gloriosamente dolorosa, pero sustancialmente dolorosa. No hay que confundir, creo, dolor con pesimismo. El cristiano es esencialmente optimista, pero hay una angustia en su hondón metafísico o no hay cristiano. Luego, en ese bloque de angustia, el cristiano esculpe la imagen vigorosa de la Esperanza quitando, como Miguel Ángel al mármol, «todo lo que sobra». Pero no hay una versión más genuina del Cristo que la de Cristo Crucificado. Un cristiano, si ha de merecer enteramente su nombre, ha de serlo en carne viva, con su cruz y su calvario. Y lo demás es componenda.

De seguro que tu espiritualidad, Manuel Lozano, cincelada en la materia prima del sufrimiento, exigía un libro como Sillón de ruedas, rezumante de optimismo, sí, pero enraizado en la verdad insalvable del dolor. Dolor que, penetrado de Fe, ha transfigurado tu existencia. Ahora ocurre que nosotros, neófitos, no sabemos entenderlo del todo, porque carecemos de tu tremenda experiencia. El dolor es una ciencia. Y tú lo dices de un modo impresionante que pone escalofríos en nuestra blandura, en nuestro dengue, en nuestro raquitismo... Tú lo dices: «La inutilidad exige un aprendizaje que pone a contribución todas las potencias naturales. Se llega a paralítico como se logra un título de ajustador, tallista o ingeniero».

De momento, Manuel Lozano, uno ya sabe, después de leer algunos capítulos de tu libro, que el dolor no es una limitación, sino un medio portentoso de ampliar nuestra capacidad íntima. El dolor es la «cámara oscura» para el daguerrotipo de la Gracia. El dolor es una fuente de conocimiento. Y uno que creía que el dolor estaba ahí para espantarlo como se espanta a una mosca.

Ya conozco, Manuel Lozano, que, a pesar de vivir en un «valle de lágrimas» sé poquísimo de la ciencia del dolor, sé poquísimo del dolor mismo... Seguiré leyendo tu libro. Creo que no terminaré nunca de leerlo. Creo que no lo voy a relegar jamás al estante. Tú –amigo– eres un titulado del dolor. Y nosotros, aprendices...

(ABC, 25 de febrero de 1969)

jueves, 10 de junio de 2010

VISTA DE ÚBEDA



Úbeda no es una ciudad perdida en el campo. Vista desde lejos, desde el valle del Guadalquivir, parece, más bien, como si el campo la elevase, votivamente, al cielo.

Resultaría poéticamente natural que, a semejanza de la nuestra, todas las ciudades se alzasen sobre un plinto geográfico. Como una ofrenda desafiante a los vientos, como un airón, como una grímpola de triunfo en las eminencias insólitas... Pocas veces es viable esto, quizá porque la ciudad –primera concreción, granulación adelantada de la Cultura– tiene, como el individuo, sus necesidades vitales que cumplir. Eludió por eso muchas veces la ciudad su vocación alta, señera, y se adaptó al valle, se acomodó a la geografía. Las ciudades altas, sin embargo personifican una tensión, un compromiso entre la Geografía y la Historia, entre el Afán y el Pan. Diríase que en ellas, una incómoda posición topográfica está determinando una misión ascética... Se nos ocurre, pues, que Úbeda, “tan alta”, al borde mismo de la Loma , tiene valor de símbolo. La circunstancia geográfica, ¿no la está botando al cielo? Así, la cadena del Líbano, apremiante e inapelable, botaba las ciudades fenicias hacia los caminos del mar.


Úbeda no puede mirarse en el río. Los Romanceros del Guadalquivir han cantado siempre a Úbeda como a una novia altiva y lejana. Ella, retirada, no tiene espejo, no se siente halagada de aduladores reflejos trementes. Sus fisonomía –sus piedras, sus torres, sus campos– no riela en las aguas enamoradas. Por eso probablemente, Úbeda se siente obligada a buscarse dentro de sí misma. He aquí, pues, que esta otra circunstancia geográfica, hace de Úbeda una ciudad de vida interior. Y esta reversión, se traduce en Arte.

El Arte es, en cada caso, una revelación del propio intimismo. Cuando el hombre, incómodo entre el ambiente o las cosas, se busca dentro, recrea una realidad nueva: poética, mística o artística. La Poesía, la Religión, el Arte, abren caminos en los campos ciegos, facilitan la fuga del espíritu recluso... Úbeda, un poco aislada, incapaz de coquetear ante el espejo, dejos de la facilidad expedita del río, bastante al margen de las rutas cómodas, replicó con el Arte –manantial de los hondos pozos espirituales– a su geográfico complejo de inferioridad.


Con un viático de emoción, intentamos en este libro guiar, conducir, al lector –ubetense o forastero– a lo largo y a lo ancho de Úbeda. Ciudad monumental e histórica ésta, cuyas glorias dormidas uno quisiera despertar en cada templo, ante cada palacio blasonado, al socaire de cualquier testimonio documental, so pretexto de éste o aquél dato histórico. Porque sólo la emoción hacer fermentar cordialmente las cosas. Siempre, entre los motivos de la vieja Úbeda, nos espera, embozada, la sugestión poética. (La poesía, también llega como un ladrón... Como ladrón al revés, naturalmente, porque nos da lo más fino y sutil: lo más glorioso, con un ¡alto!, al corazón.)

Vamos a recorrer, lector, pertrechados de lírico anhelo, la vieja ciudad. Vamos a penetrar, si es preciso, en los más ocultos entresijos de Úbeda, de su historia, de su arte, de sus tradiciones. Así, la frialdad de los datos, de las fechas y de las inscripciones, resplandecerá embrujada de fantasmagorías reverberantes.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: José Ruiz Quesada)

martes, 8 de junio de 2010

EL GOBIERNO



Siempre deseando un buen gobierno. Es difícil, por lo que se ve, a todos los niveles. Rectores, jefes, directores, gerentes, abundan por todas partes. Pero, ¿encajan? Rara es la persona que no gobierna algo. Por lo menos, padre o madre de familia es cualquiera y, sin embargo, no sabe cualquiera dirigir a sus hijos o estar –estar con aire, autoridad y tipo– al frente del hogar. Esto es grave. El mundo (y dentro del mundo, los diversos mundos y mundillos) reclaman conducción y ruta; todos estamos de acuerdo. ¿Hasta dónde y hasta cuándo? Cuando hay que decidir o simplemente opinar, quién gobierna, cómo gobierna, qué gobierna y hasta qué punto gobierna, empiezan las diferencias de criterio. Y gracias si, entonces, no comienzan también las guerras calientes o frías...

Ya es un problema el hecho de que casi todos nos consideremos maduros para dirigir o para mandar en algo o en alguien. Esto exigiría, como contrapeso, el que muchísimos hombres –muchísimos– aceptasen convencidos su papel de gobernados y dirigidos. No obstante, no sucede de esta manera. Acaece, precisamente, lo contrario. El desfase es palpable. Por ejemplo, la democracia política arranca de la noble idea de que todos los ciudadanos pueden llegar por lo menos a concejales. Pero ello no quieren decir que todos sean efectivamente concejales. Los concejales siempre han de ser pocos. Teóricamente excelente, la democracia no puede –ni puede ninguna otra metodología política– conseguir que quienes se consideren maduros para el gobierno, se consideren, asimismo, maduros, llegado el caso, para la obediencia.

No sueno eso de maduro para la obediencia. Es cierto que el tiempo y la cultura han ido consiguiendo, en ciertos aspectos, adelantos sensibles. Tiranías, oligarquías, nepotismos, autoritarismos a ultranza se van borrando de los mapas políticos. Pero quizás solo de los mapas. Ya que suprimidos o desdibujados los aparatosos abusos de autoridad (se acabaron los zares, los monarcas absolutos, los emperadores, los señores feudales), no han podido extirparse en cambio del alma de cada persona la ambición, la soberbia, la voluntad de poderío. No trato de moralizar, sino de exponer realidades. Porque es cierto que hay seres, numerosísimos seres, incontables seres, que impacientes, no paran, no descansan hasta alcanzar una oportunidad de decir, con el mayor enfado posible, aquello de «¡Aquí quien manda soy yo!». Basta para ello con que –por ejemplo–, en la oficina donde trabajan pasen de una mesa pequeña a otra con algo más de responsabilidad; es decir, a otra un poquito más grande. Estos «cambios de mesa» son piedras de toque para detectar a los dictadores de vía estrecha. Quizás son los peores.

Y es lo terrible. Porque por muchos cambios de estructura política que la Historia depare, no se podría evitar nunca que los déspotas de «tercera división» o de «segunda regional» afloren por todas partes. Cada soldado –decía Napoleón– lleva en su mochila el bastón de mariscal. Es bonito. Pero es conflictivo. Si nadie, en el fondo cree que ha nacido para quedarse en soldado, en ciudadano simple, en hombre gris, sucede que la máquina de gobierno –o la máquina administrativa– se atasca. Parece lógico que para que exista gobierno, es premisa indispensable que haya gobernados. La democracia cambia nada más el mecanismo político: establece una manera racional de acceder al mando. Pero no puede ningún demócrata creer que mandar en democracia es gobernar menos o de otra forma. Ni sostener, a no ser que se quiera incurrir en demagogia, que elegir por sufragio universal al alcalde, al gobernador o al diputado lleva aparejado el derecho de controlar o discutir o protestar las firmas que luego, cada día, al pie de los oficios, los documentos, los bandos o los comunicados, estampará la autoridad respectiva.

Estimo que se habla y se escribe mucho sobre metodologías políticas. Quita esto tiempo para dar la importancia que tiene a la función política en sí. Lo malo es que accedan a la función directiva –en cualquier nivel, en cualquier plano, en cualquier aspecto– los incapaces, los inmorales o los necios. Pero que los incapaces asuman cualquier función directiva es desgracia que puede suceder en todos los regímenes y con todos los sistemas. Así es que, quizás, lo urgente no es saber si la gente está madura para aceptar ésta o la otra metodología política. Es más decisivo conseguir que los ciudadanos uno a uno puedan formarse políticamente, en colaboración cívica, en patriótico deseo, tanto para la posible función de mando, como para la probable de la obediencia. (¿No gusta la palabra «obediencia»? Pues cambiamos el vocablo, dejando el concepto.) En última instancia, la política es, ante todo, cuestión de educación. Se trata de lograr hombres idóneos para el gobierno. Un perito en la materia, daba estas notas del gobernante ideal: que todo lo que proyecte lo cumpla, que tenga una gran capacidad de síntesis, que reduzca al mínimo la improvisación, que acierte en la delegación de funciones a fin de librarse de las tareas de menos monta.

El buen político debe ser así. Sin embargo, en ocasiones, el buen político es anulado –y parece paradójico– por «la política». Por la política en el sentido peyorativo de la palabra. «La política», así concebida, proyecta y no cumple: carece de perspectiva, no abarca en poderosos síntesis las facetas contradictorias de la república (de la cosa pública); improvisa soluciones a destajo, haciendo así brotar, de los remedios para la enfermedad, enfermedades nuevas; no delega ninguna función, tiene miedo a perder las riendas, quiere para la visión un ojo gigante y único, como el de Polifemo.

Es difícil la función de gobierno. Y el mayor peligro es que la política se impregne de politiqueo; luego, el politiqueo es plano inclinado para los extremismos. Y, ¿cómo evitar los extremismos? Escribe Saavedra Fajardo: «Ne quid nimis, omne tulit punctum». Huya de los extremos, mezclándolos con primor.

Con primor. Con los hilos distintos y opuestos de un bordado.

(IDEAL, 18 de julio de 1975)

domingo, 6 de junio de 2010

CORPUS



Nunca como en el Corpus, la sensación de «plenitud católica» se muestra más a lo vivo. La idea religiosa, ciertamente, lo presupone todo: anhelo, vigor, zozobra, esperanza. Dios, es Dios de nuestra alegría, pero no desdeña la ofrenda de nuestra tristeza. Quiere nuestra canción y acepta nuestra lágrima. En el Corpus, el Señor asume, de manera solemne, la integridad del Misterio –Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad– para, agotando la capacidad del asombro del hombre, mostrarse en la verdad total de su Realeza que es, por sublime designio suyo, la verdad total de su humildad. En la procesión del Corpus sentimos a Dios sin verlo con los ojos mortales: lo sentimos silencioso y magno en la armonía rotunda de la liturgia y de la naturaleza, entre oros e inciensos, coronando una serenidad bordada de cánticos. La Custodia es el Sol de esa cósmica, inenarrable estructura que es el Catolicismo. Porque –insistimos– el catolicismo es el cuenco maravilloso en que cabe el hombre total: el hombre acompañado de sus triunfos y de sus miserias, de sus líricas resonancias y de sus tempestades oceánicas. Y la Hostia es el faro que proyecta bandadas de luz –orden de Amor– sobre el enjambre tumultuoso de las almas. El alma de los hombres, ¿es un inquieto espejo roto, es una aspiración de absoluto en constante trance de naufragio? Pues la Eucaristía es la vibración de eternidad cabrilleante sobre el enigma insondable del hombre. Es el Misterio que todavía no pueden haber comprendido los ángeles: Dios que se chapuza en el Hombre, la Divinidad sumida en el Cuerpo para la rehabilitación del hombre, reo de todos los pecados contra Dios azuzados por la carne...

Plenitud. La mañana de junio exprime todos los pomos primaverales para la alabanza a Cristo. El «Tantum Ergo» va derramando esperanza... Dos meses hace que la liturgia católica, en las procesiones de Semana Santa, nos mostraba el dolor de Cristo; era la hora tenebrosa en que el mal enseñaba su efímero triunfo sobre lo eterno. Ahora, hace unas horas, ha vuelto a pasar Cristo por las calles. Pero Cristo real y verdadero, entre el triunfo de las espigas de oro, alzado sobre el esplendor de las dalmáticas sacerdotales. Es la sazón gloriosa de Cristo, maduro ya en el Altar para el hambre y sed de la Historia y de los hombres.

Pero... ¿es que los hombres tenemos verdaderamente hambre? He aquí la paradoja sublime del misterio. Dios ofrecido en Manjar, ante el hombre inapetente y remiso. Se nos da el Señor y nosotros casi rehusamos el Alimento, engolosinados y enfermizos. Porque es eso: Dios es Manjar y nosotros preferimos la golosina. Dios es Pan y es Vino, Pan para nuestra fortaleza –Vino que engendra vírgenes– y nosotros optamos por la repostería engañosa del mundo, el demonio y la carne. Así, consumimos nuestra vida, agostados por un fuego que no se eleva; quemados por un humo, que no por una llama; empachados por un hartazgo de las cosas, que no fortalecidos por el vigor de las esencias. Debilidad, se llama la enfermedad nuestra, esta «enfermedad católica» que nos deja indiferentes ante el Sagrario y fríos –todavía fríos– ante la Hostia.

Corpus. Cifra de luz, palabra de belleza, signo de encendimiento. Ha pasado Cristo –callada entrega de Amor– encerrado en la Custodia. Hemos doblado nuestra rodilla, hemos inclinado la frente. ¿Nada más? ¿Para tan poco, para tan escaso homenaje del hombre, la ofrenda sublime de todo un Dios, de «todo» Dios? ¡Corpus! Que el prodigio del Misterio devuelva su apetencia a la humanidad triste. Que podamos exclamar: Tenemos Hambre, Señor. Porque sólo es eso: nos falta el Hambre.

(Diario JAÉN, 29 de abril 1959)

(Fotografía: Eugenio Santa Bárbara)

jueves, 3 de junio de 2010

JUNIO, CORPUS




Siempre he asociado la idea de junio con la de plenitud. El tiempo y el mundo coinciden cuando, al llegar estas fechas, los días parecen más llenos. Llenos de luz. Es cuando la noche parece acorralada en su último reducto. Y cuando, además, ya sin lluvia, ni viento, parece menos noche. Por cierto las estrellas, tan inaccesibles, ni parecen ahora perdidas en el cielo, sino adueñadas del cielo. Cualquiera las localiza mejor. Todo el mundo, en la noche serena, puede aprender constelaciones. Y la Luna se hace más familiar. Se diría que de verdad ríe y acompaña en la sobre-cena. Hay mucha diferencia. Cuando en febrero o en diciembre la Luna se siente embestida por las nubes, los claroscuros dan a la faz del satélite yo no sé qué propiciación de misterio o de drama...

Bien. Aquí está el quid de junio: resulta ajeno, extraño al drama. La primavera, que empezó insinuante y tímida, ha madurado de pronto. Hay espigas en todas partes. También en los interiores, en los prados ocultos del pensamiento. Así es que las ideas —para las que también se alargan los días— es raro que permanezcan incoloras. A la fría razón, ¿le salen también ahora pétalos? Es muy importante lo de las flores. Tantas, tan espléndidas, tan variadas, con una alegría tan gratuita. ¿Por qué? No, no es que los poetas se empeñen en que son preciosas: no es que flor termine en «or», como amor; no se trata de un recurso de lírica barata. Es que una flor, verdaderamente, es algo sensacional en la Naturaleza. Se trata del grato lujo del campo. ¡Qué gentío, qué maravilloso gentío! Gentío de color y de fragancia. Casta alegría para los sentidos, Y para todos. Porque no sólo seremos los hombres los que disfrutamos de la vista de las flores. También los pájaros. También ese perro que corre ágil y elástico por el camino sentirá su encanto de alguna manera. ¡Ay, Fray Luis de Granada!; ¡Cómo nos inclina sobre las abejas, sobre las margaritas, sobre las rosas, sobro las hormigas! Quería mostrarnos un itinerario hacia Dios. El itinerario hacia Dios puede empezar en el grano de una espiga, puede seguir por el ojo facetado del insecto, continuar por la mirada en llamas del gato, arribar al salto del caballo, enfilarse luego hacia el rosal, pasar a la contemplación del limpio y libre mundo de las aves y, luego, no despreciar el otro mundo veloz y asustadizo del lagarto y de la salamanquesa... Itinerario para llegar a la consideración del hombre como «suma y sigue». Suma de todo lo visible para el proseguimiento jubiloso y esperanzado hacia lo invisible.

Así es que la Fiesta del Señor, el Día del Señor, tenía que caer en junio. En junio, plenitud, todos los caminos nos llevan a El, si es que de verdad queremos que nos lleven a El los caminos. Ya que —eso sí— cabe no querer saber, no saber querer. No querer saber y no saber querer —es decir, la ignorancia y el desamor— no entran en el cuadro de junio. Junio, lleno de sol durante el día y con campo libre a las estrellas en la corta noche, sugiere una invitación al itinerario. Es una incitación a la curiosidad. Hay sitio en junio para hacerse todas las buenas y nobles preguntas. El alma se ensancha para que en ella quepan las mejores sospechas sobre nuestro destino y los más optimistas pronósticos para el espíritu. El espíritu culminación, flor de la vida, última fragancia de todo lo creado. El espíritu para la trascendencia, cubierta su etapa de ciencia y conciencia.

Corpus. Dios aquí, amoldado al trigo y a la vid, achicándose para agrandarnos. Corpus al final del itinerario, como meta, en el centro radiante de junio repleto. Lleno de una luz que pone claridades mentales y ardorosos fuegos vitales. Corpus para que el día sea aún más largo; para que las flores encuentren su mejor destino en el altar; para que las golondrinas hagan palio raudo a las campanas. Corpus para que el hombre halle —como quería aquel adelantado de una filosofía con fragancia de poesía que se llamaba Nicolás de Cusa—, la libertad de poder ser él mismo. De verdad, con la Eucaristía, con la posesión aquí del Señor, yo puedo cumplir mi ambición de pertenecerme a mi mismo («Ut sim, si volam, mei ipsius», exclamaba el filósofo.)

Estupenda ocasión para que el hombre se realice, se plasme, se congregue en su alta y gratuita nobleza que El quiso para cada uno. Porque «yo debo ser, si Dios ha de ser mío», concluía Nicolás de Cusa ¡Qué alto está el Dios de los filósofos! Pero es el mismo que el Dios del Corpus Christi. Más allá de las constelaciones de junio y, sin embargo, revestido aquí, a mi lado, con el accidente de la espiga y del vino. Milagrosa ocasión para que yo sea quien soy, para que no me pierda entre el polvo que levanta el viento. Para que me afinque como promesa y como fruto. Para que yo me decida a encontrarme de verdad y para siempre.

Junio para la plenitud. Corpus para mi plenitud. Junio para el itinerario hacia Dios. ¡Corpus! Ah, si los hombres uniésemos nuestro grano —todo el grano— para la genuina fraternidad, para la molienda casta del Amor! Y... «al atardecer te examinarán de amor», recordaba Juan de la Cruz. Lo escribía, quizá, desde «Los Mártires», adolecido del paisaje de Granada, en la pertinaz procura de su peregrinación hacia la Luz que no cesa.

(IDEAL, Granada, 13 de junio de 1974)

(Fotografía: Eugenio Santa Bárbara)