BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 31 de marzo de 2013

RESURRECCIÓN





La fe cristiana nos enseña que, entre toda la creación, solo el hombre posee alma inmortal. Nos dice la fe, además, que en el último día se efectuara la resurrección de los cuerpos. Es inútil que sometamos a un análisis, enteramente racional, esta enseñanza dogmática. La garantía de su certeza es de orden sobrenatural. Somos inmortales por «gracia», por «privilegio». Si la ciencia hizo del hombre un eslabón de la cadena de la evolución —a veces un énfasis en el dictamen que, por reacción, promueve serias dudas respecto a sus afirmaciones—, es obvio que tal hipótesis solo al hombre natural se refiere. Pero este hombre natural, por expreso designio divino, fue elevado a un orden superior y, desde entonces, el hombre natural no es el hombre completo. Hay como una inestabilidad en el hombre que renuncia a su herencia divina —asegurada en la Redención de Cristo— y se contenta, nada más, con su índole exclusivamente natural. Está claro que entre el hombre y los animales media un abismo. Pero si, de otra parte, el hombre no se reconoce «imagen de Dios», su sensación y su sentimiento de soledad en medio de todos los seres, es dramática. Esta soledad, este aislamiento del hombre que muere como los animales, pero que teme a la muerte, que tiene pánico a la muerte, es de verdad extraña. Si hay en nosotros ese terror hacia la muerte, es porque ella, realmente, es algo que repugna a nuestra condición; algo que, diríamos no nos corresponde. Pero, ¿repugna a nuestra naturaleza natural, valga la redundancia? No, puesto que vemos que, en toda la Creación, nada hay tan natural como la muerte. Entonces es que —valga ahora la impropiedad— hay en nosotros un instinto sobrenatural que nos dice que somos inmortales. Está claro, pues, que si de un lado tenemos la evidencia de la muerte y de otro el instinto contra la muerte, nuestra situación es angustiosa. Y contradictoria. Porque es insostenible mantener al par estas dos proposiciones: «Somos nada más que naturaleza» y «Nada nos es tan difícil de aceptar como la muerte». ¿Cómo? ¿Cómo si somos nada más seres naturales, la muerte puede resultarnos rara y como ajena a nosotros mismos?

La inestabilidad, el aislamiento, la angustia del hombre que sabe que morirá, pero que no se resigna a morir, solo tiene remedio con la creencia en la Resurrección. La nota diferencial del hombre y los animales es la inmortalidad. Pero la inmortalidad no es sino consecuencia de la elevación del hombre —por Gracia, repetimos— a otro orden. Y se dirá: ¿Por qué, entonces, el cristiano teme también a la muerte? Pues, precisamente, porque su fe es sobrenatural, no natural. La parte exclusivamente humana, nuestra, continúa perpleja ante la muerte y la fe, si no existe otra gracia especial, sobreabundante, no anula la naturaleza ni el miedo natural. Todo ello es consecuencia de la bipolaridad del hombre: ser, a la par, de este mundo y del otro: criatura desterrada en la Tierra o, como dice más exactamente Unamuno, criatura que en la Tierra sufre el «descielo». Ahora bien, es indudable, que cuando sube el barómetro de la fe —ahora el barómetro está muy bajo— baja el termómetro del miedo; miedo a la muerte.

¡Aleluya, porque la Resurrección de Cristo —prueba de su Divinidad, señal de que su Redención es cierta— nos asegura nuestra filiación divina! ¡Aleluya, porque no somos, simplemente, un eslabón más en la cadena, porque la Resurrección nos enlaza, nos engancha a la Eternidad! ¡Aleluya, porque el tiempo que es ahora nuestro dueño será un día nuestro espectáculo! ¡Aleluya, porque el mundo que hoy nuestra palenque y nuestra escena, constituirá un día —fuera nosotros de él y él fuera de nosotros— el objeto de nuestro exacto conocimiento! Ahora no conocemos el mundo porque estamos dentro de él, inmersos en él. Sólo lo conoceremos con Cristo cuando con Cristo hayamos resucitado. ¡Aleluya, porque «resucitó según dijo»! Aleluya, porque ya podemos cantar: «Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria?».

(Ilustración: óleo de MANUEL GARCÍA VILLACAÑAS)

sábado, 30 de marzo de 2013

JOSÉ DE ARIMATEA





En la hora luctuosa, después que los abismos, conmovidos en angustias telúricas, han respondido con su fragor oscuro y ciego al tremente, luminoso clamor del rayo, cuando todo se ha consumado ya, aparece José de Arimatea. José de Arimatea, en la Pasión del Señor, una personalidad interesante, sobre la que no se ha proyectado mucha claridad.

José de Arimatea era de la clase privilegiada. Hoy diríamos que de «excelente posición social». Nos lo figuramos intelectual, inquieto, sembrado de dudas y de preguntas, la falsa seguridad farisaica. Pero José, hombre de mucha ánima, analista, profundo y bondadoso, carecía, seguramente, de ánimo. Creo que es Jung, quien hace una distinción atinadísima entre el ánima como energía intelectiva y el ánimo: energía volitiva. José de Arimatea era un hombre de pensamiento más que un hombre de acción. Por eso, era discípulo de Cristo; pero no discípulo activo. Comprendía a Jesús y amaba a Jesús. Pero le seguía de lejos. No era, como los apóstoles, un comprometido en la situación. Muchos, quizás no sabían, todavía, la filiación cristiana, más o menos manifiesta, de este fariseo al que ahora llamamos «Santo varón»...

Sin embargo, sería injusto motejar a José de Arimatea de cobarde. Precisamente su presencia en el Calvario, en la hora cumbre, lo desmentiría. Faltaban en el Calvario todos los apóstoles: todos menos Juan —otro intelectual o, al menos, el mas intelectual de los apóstoles—. En la hora del pánico y de la zozobra, la serenidad de José de Arimatea se impone. Y su «pésame» en el Gólgota, no es un cumplido: es una generosidad activa. Cede su sepulcro a Cristo. Trae ungüentos y bálsamos para el cuerpo de Cristo. Lo desciende de la Cruz. Lo entierra, asistido de Nicodemus...

Muchas veces se ha repetido, en la historia, la ejemplaridad de estos hombres, aparentemente fríos, que, no obstante, aciertan en esa virtud decisiva que se llama constancia. Hombres de la verdad que manifiestan su ímpetu —o que guardan su ímpetu— para la hora de la verdad. Hombres con más fortaleza que fuerza, que no manifiestan su entusiasmo en la hora fácil, pero con los que hay que contar, sin embargo, en los momentos difíciles. «No todo el que dice "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos». José de Arimatea es una de las figuras bíblicas a las que no podemos imaginarnos gritando: Señor, señor!...

Pero José de Arimatea, además, tiene el valor de la excepción. El era una excepción en su clase. El estaba sólo entre los suyos. El Señor por divino designio, quiso que sus seguidores fuesen en su mayoría hombres oscuros, ignorantes, pobres, ingenuos. No buscó Cristo «cimiento de buena calidad» para la edificación de su Iglesia porque el cimiento era El. Y no demandó oro sino piedra: «Tú eres piedra y sobre esta piedra»... José de Arimatea repetimos, era la excepción. José era el Buen Rico. Porque siempre, hay un Buen Rico, como hay Buen Ladrón...

Y debió ser una angustia única la de José de Arimatea. Angustia de, agonía, de lucha consigo mismo y contra su ambiente. Combate interior entre sus resabios farisaicos, entre sus conservadurismos arraigados y su fe nueva. Dramática coyuntura que él, con fortaleza y serenidad ejemplar, supo llevar a buen puerto. A otros fariseos se les planteó, seguramente, el mismo, problema. Lo eludieron, lo apartaron, lo esquivaron, eran apasionados, fanáticos, soberbios. José no podía: José tenía ánima. Necesariamente, la Verdad no podía ser tapada en su espíritu con chafarrinones de explosiva intransigencia. Era un intelectual sincero y, por ende, humilde. Se veía precisado a aceptar, incapacitado para rechazar. Tenía «ánima» y el ánimo le sería dado por añadidura.

Cristo muerto se lo concedió en el Gólgota, a la hora del Entierro.

(JAÉN, 10 de abril de 1960)

viernes, 29 de marzo de 2013

CON ÉL





¡Todo tan claro a partir de Cristo...! Lo difícil y lo oscuro es antes. Porque los caminos se cierran, nos los cierran o los cierra cada uno dentro de sí mismo. Que de todo hay. Este es un tiempo difícil para la fe. Quizás todos lo han sido, porque los valores que la fe religiosa implica, son tan altos y de tanta calidad, que el acceso a ellos no está jalonado de suavidades, sino empinado, fuerte, duro, trabajoso. En cualquier tiempo —decíamos— la fe auténtica ha sido un logro difícil. Pero, ahora, además, hay como una psicosis de esa dificultad. La gente —y todos somos gente— se pone a decir que el ambiente, el contexto, el clima moral que nos entorna (que nos entorna en el doble sentido de la palabra, porque al par nos rodea y nos mengua la apertura como una ventana a medio abrir..), nos disminuye aún más en nuestra capacidad religiosa.

Efectivamente, ser cristiano no es una «bicoca», no es algo bonito que se nos viene encima, sino una suerte, una gran suerte que el hombre se busca para su trabajo y gloria, para su identidad de hombre, para su justificación. ¿Es que el hombre, siempre, sabe justificarse a sí mismo? No, y por eso viene la frivolidad. (Y... «ya que no encuentro mucha justificación para vivir, procuro llevarme la gran vida».) He aquí la disyuntiva cristiana. O asumo la fe en el Misterio, que me da la satisfacción de saber mucho de mi y para mí. O paso de largo ante Cristo Crucificado y, entonces, me queda el alma y el cuerpo libre para hacer de mi capa un sayo.

Hay dos clases de libertad. La que orienta y encamina mis actividades en presencia de un ideal —Cristo, en el caso del cristiano— y la que, al no encontrar colocación, revierte sobre uno mismo y funda las libertades múltiples, pequeñas, frívolas, fáciles, triviales.

Otra vez veremos, este Viernes Santo, pasar a Cristo con la cruz a cuestas o a Cristo expirando en la cruz. Ese «espectáculo» de Cristo crucificado, tan descomunal, tan prodigioso, tan secretamente titánico, no puede dejarnos neutrales. A Cristo, el Viernes Santo, hay que decirle sí o decirle no. Eligiendo la libertad que a Él nos encamina, o eligiendo nada más las libertades subalternas que a nuestro egoísmo nos ligan.

Todo difícil hasta Cristo. Porque Él es el valor más alto. Todo clarísimo a partir de Él, porque Él es la Luz. Oscuridad, o a lo más, luces de verbena, artificio de seudo-verdades en la noche, si al alejarnos de Cristo se nos pierde la Alegría —la otra Alegría—, el pulso y el tiempo.

(Revista GAVELLAR, Marzo de 1978, Especial de Semana Santa)

(Fotografía: JOSÉ CARLOS MARTOS)

miércoles, 27 de marzo de 2013

NOCHE DEL MIÉRCOLES SANTO





Hoy, Miércoles Santo, víspera de Jueves Santo... Sentimiento —y sensación— indefinibles en el alma. Mañana es el Gran Día de Nuestra Religión. Un manojo litúrgico de conmemoraciones; la Institución de la Eucaristía, el Proceso de Jesús, el Lavatorio, la Oración en el Huerto. La atmósfera, traspasada de luna, está poseída de ensoñación mística. Esta luna del catorce de Nisán es una luna cristiana, netamente religiosa. Luego vendrán las lunas paganas del estío. Y las románticas —entre sombríos nubarrones— del otoño. Y las frías, nítidas, del invierno... Esta de ahora es luna de Semana Santa, entre lejanos rumores de trompetas y atambores; luna para iluminar los rostros lívidos de los Cristos agoniosos; luna, no para el canto flamenco de amor y guitarra, sino para el suspiro tremente de la saeta.

Mañana será el pausado día lento y solemne, matizado de penumbras —penumbras líricas— inefables. Día de equilibrio entre el Amor —el Sacramento— y el Dolor —la Pasión morada que se presiente—. Día de alburas sacerdotales y de azules nidios; de silencios y de salmodias; de tácito callejeo rumoroso, sin estridencias, sin tráfago, sin prisas... El templo irradiará a la calle e invadirá las plazas. Adoptará el ambiente todo, un tono de contrición perfecta. Habrá como una vergüenza íntima de todos los pecados replegados. La Primavera misma esconderá sus evanescencias y se sentirá signada, ella tan aromosa, de la gracia del incienso.

Habrá niños inocentes en cada esquina con el alboroto expectante de un fervor embrionario, todavía en fase incipiente de curiosidad. Cirios suplicantes, en los altares. Y flores fragantes. Y rezos, rezos... Monjiles rezos en los coros: rezos insinuantes, dulzones, bisbiseantes, atropellados rezos en voz baja de los fieles que entran y salen.

Pasos, pasos, pasos. Arrastrados pasos reiterados, anónimos, de la muchedumbre que visita las Estaciones. Gracias a Dios no se oye en toda la ciudad el ruido de ninguna máquina, de ningún motor... Solo el silencio.

Miércoles Santo de 1951. Once y media de la noche. Úbeda.

(De su diario personal)

(Fotografía: Luis María Moreno)

martes, 26 de marzo de 2013

SED DE LÁGRIMAS

 



Refiere una piadosa tradición que, hallándose Jesús próximo a expirar, después que hubo pronunciado aquellas palabras: «Sitio» (Tengo sed), María Magdalena, aquel espíritu apasionado y vivaz, que había dado cabida en su corazón a toda clase de emociones y oficios, desde los más desordenados y pecaminosos hasta dar con el puro y acrisolado amor de Cristo, ansiosa de satisfacer el deseo postrero del Redentor, acudió presurosa a ofrecerle agua con que calmar su sed; pero como observase que Jesús con un gesto dio a entender que le era indiferente y de poco aprecio el líquido que le ofrecía, la pecadora de Magdalena lloró amargamente la pena que devoraba su alma en aquellos momentos, sobre el mismo vaso en que intentó dar de beber a Cristo, hasta llenarlo de lágrimas. Y entonces, como resultado de una inspiración divina quizá, la Magdalena mostró este vaso a Jesús como ofrenda saludable que contrarrestara en alas las burlas del populacho soez y los tormentos de aquella tarde inmortal.

* * *

Nacido entre la burla y el escarnio aquella tarde tuvo principio la Revolución más grande que verán los siglos. El Cristianismo conmoverá y destruirá los cimientos del mundo pagano y sensual. Ya no irán los romanos en adelante a ofrecer incienso a los dioses del Olimpo, ni el águila imperial se cernirá sobre los estados sometidos al vasallaje y la esclavitud de Roma porque un Hombre Dios ha muerto para dar fin a tal sistema de cosas y principio a su doctrina de «vida eterna». Todo lo transformará Él, gracias al derramamiento de su sangre generosa, todas las potestades del cielo y de la tierra obedecerán sus órdenes; todas las injusticias nos las dará ya reparadas; solamente pide a la Humanidad redimida personalizada en el escenario del Calvario por María Magdalena, algo que calme su sed. Porque Él ha calmado la sed de justicia que latía en el pueblo, desde el principio del mundo; hasta ha satisfecho la sed de sangre, ofreciéndose en víctima propiciatoria del mundo embrutecido y cruel que halla solaz y esparcimiento en el circo y en el anfiteatro. Ahora es Él, el que tiene sed. Sed Divina, sed de lágrimas de expiación, que sirva de lenitivo a aquel desenfreno que campea en los alrededores del Gólgota la tarde la Redención. Sed que pudo comprender muy bien María Magdalena en aquél movimiento súbito y espontáneo que la indujo a ofrecer lágrimas a Jesús...

Pero aquí, que pocos vasos, que pocas lágrimas, que pocas expresiones de expiación, vendrían a sofocar la sed de Dios. Es cierto que pronto el anfiteatro se teñiría con sangre de cristianos, las catacumbas se poblarían o innumerables legiones de hombres se retirarían al desierto para apagar, los unos con su sangre, los otros con su renuncia, la sed de amor. Pero pasados estos primeros tiempos del Cristianismo, cuántos nuevos Caínes se alzarán contra sus hermanos. Cuántos nuevos Zacarías perecerán en el templo y el altar... La tragedia del castillo de Maqueronte adquirirá actualidad en todos los siglos; en todos los tiempos y todos los días se ofrecerá sangre de justos por el sólo hecho de clamar como Juan Bautista «Non licet», ante los caprichos de una reina impúdica o las injusticias de un soberbio mandatario. Cristo pedirá a todos los pueblos lágrimas de expiación, y el mundo le responderá con guerras y con sangre. Aparecerá la herejía, el cisma, la impiedad. Nacerá un Juliano, un Voltaire...

Progresará el mundo, ¿quien lo duda? Muchos deseos del hombre serán complacidos. La ciencia y el Arte se le postrarán rendidos; pero el deseo de Dios, el mandato de Dios, manifestado entre conmociones del cielo y de la tierra la tarde memorable del Viernes Santo, la sed de Cristo, los hombres no la saciarán.

En estos tiempos en que el hombre lucha contra el hombre por cualquier ruindad, cuando se oyen rumores de guerras y de sediciones, Cristo, clavado en la cruz, nos dirá una vez más en esta Semana Santa, «SITIO», «Tengo sed», con los brazos abiertos, como repitiendo: «Cuantas veces os quise reunir, como la gallina cobija a sus polluelos...» ¿Y será capaz, una vez más, la Humanidad, de seguir resistiendo año tras año a la solicitación amorosa del Redentor?

(Periódico LA PROVINCIA, 11 de abril de 1936)

lunes, 25 de marzo de 2013

SAN JUAN EN EL GÓLGOTA





En el Gólgota, a la hora de nona del Gran Viernes, cuando el cielo y la tierra se estremecen en pavores inéditos, después que la debilidad ha hecho claudicar, en su amor, a todos los discípulos, sólo permanece incólume la felicidad de Juan, hijo de Zebedeo.

No sin fundamento, no arbitraria no caprichosamente, ha hecho la Iglesia, de la figura de San Juan un símbolo perdurable. Muchos hombres hay en el Calvario a la hora limítrofe de la Redención, cuando el Testamento de la Ley Antigua sufre la Aduana del Amor, y se rompe la estrechura farisaica de una religión circunscrita, sin horizontes, para que la redondez de la Tierra toda, se fertilice por obra y gracia de la divina inundación cristiana. Muchos hombres hay en el Calvario cuando el mojón de la Cruz cambia la ruta de la humanidad caminante, y, sin embargo, sólo el Evangelista de apariencia casi femenina, según la vulgar interpretación por su delicada, virginal adolescencia, mantiene intactas, sin deterioro, sus esenciales calidades humanas, en medio de una multitud inconsciente y subconsciente que por no saber qué es lo que ama y qué es lo que odia, ama y odia con la alharaca del grito, con la suciedad infecta de la imprecación, con la plebeya ordinariez de la carcajada y del lamento.

Juan, hijo de Zebedeo, es diputado de la Humanidad redenta en aquella Asamblea trascendente e íntima del Gólgota. Un diputado que, para representar a los hombres no ha sido elegido por los hombres sino por Dios que nos conoce mejor que nos conocemos. Bien; pero ¿por qué San Juan? ¿qué motivos determinan la idoneidad de este hombre entre todos los hombres?

San Juan, el Evangelista, es el primer espíritu selecto, es el primer intelectual del Nuevo Testamento. Los demás discípulos, hasta que el Espíritu Santo desciende sobre ellos, sólo tienen la intuición sólo aprenden lo concreto, lo sensible que hay en la Vida y en las obras de Jesús. Le admiran por los milagros, por los prodigios, por la seducción que su Divina Persona ejerce sobre ellos. Pero no le comprenden o le comprenden a medias. Por eso su fe, que carece de soportes espirituales, se doblega pronto. Y cuando llega la hora del «poder de las tinieblas», y el Maestro inhibe su poder taumatúrgico para sufrir sin privilegio, como hombre, todos los dolores y todas las afrentas, ellos, los discípulos que aman imperfectamente, embrionariamente, sin arraigo íntimo, se desconciertan, temen, huyen. Jesús va a morir a manos de los hombres. Y ¿cómo Dios puede morir? —se dicen—. Ven la muerte de Jesús sólo por de fuera. Siguen siendo unos torpes intuitivos que únicamente paran mientes en lo que ven, sin sospechar que hay espejismos fatales que desdibujan o trasladan los contornos de la verdad. Pero San Juan, no; San Juan conoce mejor a Jesús porque le ama más. «El amor es también una fuente de conocimientos»; recíprocamente el amor y el conocimiento se completan y se influyen. ¡Qué bancarrota de la fe apostólica, precisamente en el día de la Redención! Exclusivamente el apóstol joven y virgen —juventud y pureza son portillos luminosos de sano conocimiento— solamente el apóstol que después había de ser simbolizado en un águila, supera el pedestrismo de los sentidos, para abarcar, raudo, la Verdad total y sin límites del Drama del Gólgota. El águila de Patmos vuela ya en el Calvario, con alas de conceptos puros, con impulsos de ideas germinales. Detrás de la Muerte de Cristo está la Vida de los hombres. Esto, entonces, mientras se perpetraba la crucifixión, no se podía ver así, a ras de tierra, con el solo auxilio de lo presente, a las solas luces de lo manifiesto, sin volar con el espíritu y con la fe, alto muy alto. Se veía —tremendo absurdo— al que se había llamado Cristo, escarnecido, vilipendiado, hecho «varón de dolores» y objeto de burlas. Pero todavía era más lo que no se veía. Y precisamente lo que no se veía era lo único que podía explicar lo que se veía. La Redención de los hombres era posible por merced de aquella Sangre cuyo derramamiento constituía «piedra de escándalo» La «dichosa culpa», quedaba cancelada al precio del dolor Divino. Juan, hijo de Zebedeo, que había reclinado su cabeza en el costado de Jesús era el único intelectual del Gólgota capaz de comprender todo esto. Y por ende lo indestructible de su amor. Por esto lo fuerte de su fe.

San Juan es elegido entre los elegidos. Representa a los demás hombres no por ser como ellos sino por ser mejor. Ha existido en todos los tiempos —existe todavía— una interpretación jactanciosa que identifica la masculinidad con la bravuconería, creyendo que el ademán, el tono y la forma, pueden suplir lo insustituible. Pero he aquí, a un adolescente virgen personificando a la humanidad redimida en el instante crucial, por antonomasia, de la Historia. Los hombres son impulsivos como Pedro o tímidos como Felipe; son escépticos como Tomás o dilectos como Mateo... Rara vez son, como Juan, fieles, no por instinto sino por intelectualidad y por amor. Juan es la representación del hombre porque es distinto de los hombres...

(De Polvo Iluminado, Graficas Bellón, Úbeda, 1948)

domingo, 24 de marzo de 2013

CRISTO HOY





¿Qué será de la Semana Santa en el año dos mil? Pero, ¿habrá Cristo en el año dos mil? La pregunta cunde entre los... «optimistas». El ateísmo es un «optimismo» del hombre erigido como bandera. Antes, las banderas han significado una apelación superior: Dios, la patria, el honor y el rey. Banderas que se arrían. Ahora la cuestión es otra. Ponemos una escalinata, y un parterre, y una verja a nuestra estatua, es decir, a nuestra «dignidad de hombres», y pare usted de contar. Así es que, en grandes sectores, el Madero de la Cruz fastidia. Empezó a producir náuseas —quizá más provocadas que sinceras— a Federico Nietzsche. Y sus seguidores se inyectan entusiasmo «heroico», se drogan contra Cristo. O —peor aún— elaboran un cristo de psicodelia y de ballet. ¿Somos testigos de los efectos de un nuevo opio de la Humanidad? El progreso y sus técnicas. El progreso y sus paraísos más o menos artificiales. Los astronautas que surcan el espacio. (En la tumba del primer astronauta —Gagarin— no hay cruz. ¿No hay cada vez más tumbas sin cruces?) Hace años, Sartre estrena «El diablo y el buen Dios». Sartre es un «liberador». No hay diablo. No hay buen Dios. El hombre está en el centro. El hombre es una «libertad radical».

Los hombres ingieren dosis y dosis de humanismo a ultranza. Por eso están quienes dudan de la existencia de la Semana Santa en el año dos mil. ¿Cuál es la respuesta cristiana? Y, ¿quién ataca la cuestión en sus raíces?

Que la modernidad humanística aporta, de rechazo, valores extrínsecos al mismo cristianismo es argumento verdadero esgrimido hasta el tópico. Pero no basta. Quien tiene atribuciones para hacerlo —Su Santidad Pablo VI— ha denunciado peligros evidentes. Uno de ellos el de llegar a mimetizar —que no ya a adaptar simplemente— el credo religioso. Otro, la tentación del inhibir, siquiera sea momentáneamente, los valores sacros cuando se desorbita la atención hacia los puros «valores humanos». ¿Pueden salvar al cristianismo los apellidos de urgencia? Además del cristianismo conservador y del cristianismo sociológico, están los «dogmas» cristianos. Nada menos. ¿Los arrinconamos de momento en espera de tiempos más propicios? ¿Los sometemos a revisión? Los optimistas del ateísmo están ahí con sus vaticinios y, entonces, hay cristianos perplejos que vacilan. No es que abdiquen; pero dudan entre una nueva vida para la fe, o una nueva fe para la vida. ¿Confunden? ¿Exageran en su loable afán de puesta al día? Piensan si la innovación, además de afectar a las ra-mas, ha de calar los entronques definitorios.

Pero un cristianismo auténtico —se llame de la derecha o de la izquierda— sabe que la Humanidad está complicada con Cristo, implicada en Cristo, y que, por tanto, sin El —sin El expresamente— las arquitecturas humanísticas son juegos de naipes. La religión, ligera de equipaje, más atenta a lo casero que a lo sobrenatural, ¿no perecería en la arena? Las virtudes cristianas sin Cristo duran lo que una flor arrancada; son fiducias sin crédito, papel falso. El cristianismo es algo más que un código moral o que un ensayo sociológico. Es una concepción del mundo que pone a lo teologal como fundamento. Desengancharse de Dios supone la vía muerta. De otra parte, un auténtico cristiano sabe que la grandeza de Dios es reconocible siempre, aun a través de los adornos —o de los andrajos— que la filosofía, o la piedad o los usos antiguos hayan podido colgarle. Por eso, no siente la tentación de repintar a Dios; duda mucho antes de disponer para Dios nuevos aderezos conformes a la filosofía o los usos actuales. ¿No resultarán tales exornos tan extraños —tan extraños por lo menos— como los que se intenta eliminar? Dios está patente en Cristo y en el Evangelio. Reinventarlo es absurdo. Cabe a un ateo decir a Cristo: No creo en ti, no me importas. Pero a un cristiano no está permitida la pedantería de ponerle «enmiendas», como si Dios fuese un «proyecto de ley».

Semana Santa. Inexorabilidad de Cristo. No es posible en estos días esquivarlo, marginarlo. Se ofrece en primer plano. ¿Como un paisaje para la contemplación? No; más bien como un argumento apoteósicamente vital, argumento que invita al hombre a no quedarse en hombre. Porque sus palabras y no las nuestras son el aval de nuestra dignidad: «Quien bebiere del agua que yo le daré no morirá jamás».

Sus palabras. Y el drama de su ofrenda suprema enfrentado al hombre de la calle, al de las esquinas y plazas. El Crucificado, fuera de la penumbra de los templos, al sol de la primavera, recibiendo el perfume y la plegaria. No estampa, sino revulsivo. No fiesta, sino fervor —fervor de barro si se quiere, pero fervor vivo de un pueblo con sensibilidad—; no recuerdo, sino plástica actualización del supremo Misterio. En todo caso, la Semana Santa, en sus manifestaciones litúrgicas y en sus procesiones, impele a la definitiva opción. ¿Nos drogamos contra Cristo? O, ¿fermentamos, por el contrario, con su levadura nuestro pan?

He ahí a Jesús humillado, a Jesús cargado con la cruz, a Jesús caído, a Jesús crucificado, a Jesús yacente. He ahí su mirada —fulgor de luceros turbios— al encuentro de la nuestra. Y sus palabras: «Aquel que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».

(Diario IDEAL de Granada, 28 de marzo de 1972)

(Fotografía: BALDO PADILLA)

jueves, 21 de marzo de 2013

CARTA DE ÚBEDA. SEMANA SANTA





Al terminar el día, cuando me voy a la cama, oigo el ensayo de los romanos de la Humildad, o a los trompeteros de Jesús. Durante toda la Cuaresma, de ocho a diez de la noche, el recinto —a esas horas silencioso— de Úbeda se rodea de un de un cinturón de trompeteos. Y lo sabéis quienes sentís a Úbeda sin sofisticaciones, lo sabéis: eso conforta, eso nos hace viajar por nuestros recuerdos. Eso nos devuelve a cada uno al niño perdido y encontrado en Semana Santa. Entiendo que hay miles de personas en nuestro pueblo —digo personas, es decir, hombres y mujeres en comunicación consigo mismos— que están perfectamente de acuerdo en esto: la Semana Santa ha constituido y constituye la primera lección de piedad, de belleza, de emoción, que introduce en un área de misterio a esos innumerables niños ubetenses que ven el principio de cada desfile procesional detrás del estandarte o del pendón. Los veis serios —casi tremendamente serios— y unánimes en un sentimiento incoado de lo trascendente. Son momentos los de la procesión en cierto modo «constitucionales», imprimen carácter, por así decirlo, en el alma de esos chiquillos. Y luego, pasarán cinco, diez, quince, años y esos niños serán hombres entonces arreciarán los vientos y amenazarán las borrascas; pero yo lo he experimentado, yo lo digo con absoluto convencimiento: el recuerdo de la procesión será, entonces, como un conjuro contra la tempestad. Y se afianzarán fervores zozobrantes. Y no prestando oídos a esas voces torpes que intentan en vano convencer de que la procesión es folklore o piedad de pacotilla sin almendra dentro, el hombre que empezó de «penitentillo» detrás del estandarte, robustecerá sus mejores vivencias y sabrá que la túnica que cubre su cuerpo el Jueves o el Viernes Santo es precisamente, la mortaja que le acompañará en la sepultura. Y ante esta consideración, el penitente tiene que indignarse un tanto contra el coro de los frívolos que sospechan —y luego lo proclaman— que las procesiones de Semana Santa son algo así como una mascarada.

El mundo no empezó ayer. El mundo es antiguo, y los siglos que se fueron nos han dejado su modo y su estilo en las tradiciones. Y como no hemos inventado nosotros al mundo, ni somos quien para guisar las creencias de veinte siglos con una salsa nueva; como el niño que hizo germinar en nosotros al hombre que somos, ayudó los primeros brotes de su fe y de su amor, con las celebraciones de Semana Santa... pues ahora, al advertirse en posesión de un tesoro de preciosas memorias, acierta a convertir en proyecto de vida cristiana esa vaharada de sensaciones y de sentimiento que le trae cada año, a los hombros del tiempo, la procesión. La procesión cargada, gloriosamente cargada, de voces y de ecos; con la luz renovada de todos los Viernes Santos que se fueron; con el color anticipado de todos los Viernes Santos que vendrán.

Hay gentes que hablan de una nueva «mentalización». Es una palabra que a mí me suena mal y con la que algunos intentan cosas estupendas; por ejemplo, renovar y poner al día nuestras convicciones y nuestra fe. Pero hay otros que, con pretexto de «mentalizarnos» lo que quisieran es lavarnos el cerebro. Y naturalmente a esos «mentalizadores» —que no quieren renovarnos la fe, sino cambiarla de abajo arriba, cosa muy diferente—, a esos mentalizadores, repito, hay que decir «¡NO!», con toda el alma. (Y el desmentalizador que los desmentalice buen desmentalizador será.)

Otra palabra que me gusta más: sensibilización. Hay que sensibilizar a las gentes para lo sagrado. Y puesto que la religión no es frío raciocinio; como es cierto que el hombre que cree cree con todo el hombre, es preciso, casi urgente, una pedagogía de la belleza como providencia que nos lleve a Dios. Yo hecho de menos la estética de las campanas, del incienso, del órgano en nuestros templos. Ninguna disposición de la Iglesia ha mandado sustituir la belleza del canto antiguo por esos «tururús» con «meneo» que ahora se cantan en algunas misas. Al contrario, Pablo VI hace tiempo que clama —¿en el desierto?— por devolver a la liturgia su prestancia y su belleza. Porque, precisamente, la necesaria renovación litúrgica que se está llevando a efecto, no cuajará si no sabemos acompañarla de ese «aire» de unción y sentido sacral que preconiza el Papa.

Creo vehementemente que las procesiones de Semana Santa tienen un efecto «sensibilizador» y que constituyen una especie de agente catalítico del fervor, para todos cuantos sabemos y queremos calar en su significado. Y que pueden seguir teniéndolo. Y que deben seguir teniéndolo. Para ello es obligado que las desproveamos de adherencias poco a tono con su entrañable índole, atacando también la «polilla» que pueda corroer su mejor madera. Pero ¡cuidado!; hay algo muy serio, muy hondo, muy medular en la Semana Santa y en sus procesiones. A cuantos, a pesar de su buena fe, no lo ven hay que enseñárselo. Y sacarles de su error. Úbeda es más Úbeda en Semana Santa.

Que todos, con nuestra fe operante, podamos demostrar que el Semanasantismo, que se nos inculcó desde niños, nos hace consecuentes. Y que aporta una vía más, un camino más, un medio más para el «compromiso» con nuestras creencias. Y que en Úbeda, «ciudad de Semana Santa», no hay trampa ni cartón. Y que lo que hay es... estilo.

(Revista GAVELLAR, Año 15, núm. 128, marzo de 1974)

(Fotografía: MIGUEL ÁNGEL LECHUGA ÁLVARO)

lunes, 18 de marzo de 2013

TRANQUILÍZATE JOHN





(CUENTO DE MARZO)

Era un Mister Smith cualquiera. Era de Bhirmingan. Tenía de España el manoseado concepto seudo literario que tienen de España, en Bhirmingan, todos los señores que se apellidan Smith... Decidió, porque sus negocios marchaban bien o por lo que fuera, venir a España una primavera. Las nieblas aquel invierno habían adoptado en su región una pertinacia verdaderamente repugnante. Él, por otra parte, era buena persona y creyó, al pie de la letra, en la información que sobre España detallaban todos los folletos de las agencias de viajes. Además, alardeaba de un espíritu profundamente religioso, aunque le tenían sin cuidado los «servicios» dominicales de la iglesia presbiteriana de su demarcación. Ya se sabe que eso de tener una «gran inquietud religiosa» sin practicar religión alguna, viste mucho en las Islas y fuera de las Islas...

Como adolecía de «inquietud religiosa» sentía curiosidad por el Catolicismo y, sobre todo, por el Catolicismo español, que tiene ritos interesantísimos: tales las corridas de toros. Además —el Sr. Smith no podía olvidarlo— los católicos españoles no son cristianos: son marianos. Adoran a la Virgen en una ofrenda constante de castañuelas. Esto, especialmente resultaba al hombre de nuestra historia, originalísimo.

Así es que el Sr. Smith vino a España y aprovechó para su viaje una Semana Santa.

* * *

Ya está Mister Smith en una ciudad andaluza. Es Viernes Santo. Luce el sol. La multitud llena las calles. Mister Smith y su esposa han tomado asiento junto a la calzada de una de las calles del itinerario oficial de las procesiones. Bueno; él no ha olvidado su block. He aquí las anotaciones.

«Esto es desconcertante. Los españoles adoran a la Virgen, pero sin embargo en esta primera procesión figura un Crucificado. Debe de ser que la propaganda protestante inglesa empieza a surtir efecto en España. Me informaré si hay algún canónigo cristiano en el cabildo catedralicio. Sí; eso debe ser.»

«En la procesión del Cristo de los toreros, los toreros van vestidos de paisano. ¿Por qué?»

«Un encapuchado —¡cuántos encapuchados!— lleva cadenas en los pies. He preguntado la causa y me han dicho que hace penitencia por sus pecados. Es curioso... ¡Qué orgullosos están de sus pecados los españoles!»

«Está organizadísimo el folklore en España. Ningún nazareno levanta su antifaz. Debe ser por miedo a las multas del gobierno. Pero, ¿son voluntarios los penitentes? Los habrán reclutado en los cuarteles...»

«¡La Virgen!... Pues no; no lleva castañuelas, como decían, esta imagen. Será también, cosa de las autoridades esta supresión. Por eso llora la gente al mirar la imagen.»

«Nazarenos descalzos. Ya se sabe. Crisis económica. Pobreza. ¡Old Spain!»

«Ya es de noche. Estrellas. Cirios. Atambores... Enmedio de todo, esto es impresionante. Y apabullante. De pronto la gente calla y cantan al “paso”... Pero debe haber ya muchos canónigos heterodoxos en el Cabildo; figuran demasiadas imágenes de Cristo en la procesión. Están falsificando el catolicismo español.¿Ante quién podrá denunciarse el caso?»

«Silencio. Ésta es la procesión del Silencio... Es curioso esto. Esa imagen del Crucificado parece que va mirando a cada uno en el fondo de su mutismo... ¡Qué difícil tiene que ser “organizar” un silencio así. Estos españoles son desconcertantes.»

Etc., etc., etc.

* * *

Ya está Smith en Bhirmingan. Ha vuelto, en mayo, la niebla. Y la afección renal de Mister Smith. Horas de dolor. El buen mister, en el dormivela, se representa al penitente con cadenas de la ciudad andaluza. Luego recuerda a aquél Cristo que miraba al fondo de aquel silencio.

Es curioso —se dice a sí mismo el buen inglés— aquél penitente que iba buscando un dolor... Buscar el dolor. ¡Qué misterio! Dicen que Cristo también lo buscaba. ¡Vieja España! Es curioso. Curioso y...

Mister Smith se dirige a su esposa:

—No podré dormir. Es inquietante. Buscar el dolor. Un dolor que, al mordernos, nos acaricie. Chesterton, ahora lo recuerdo, habla de estas paradojas del Catolicismo.

—Tranquilízate John.

—¿No es maravilloso?

—Tranquilízate John.

MIGUEL H. URIBE

(Revista VBEDA, Año 8, Núm. 87, Marzo de 1957)

martes, 12 de marzo de 2013

CALIDAD





Hay el prejuicio de oponer cantidad y calidad. ¿Lo abundante, desde el momento en que abunda, escasea en... mérito? (Porque también frecuentamos la idea de confundir calidad y mérito.) Sin embargo, metidos en cualquier proyecto, pronto advertimos que el logro deseado casi nunca es flor espontánea. Si la misma Naturaleza es pródiga en cantidades —contar las especies ya es empresa más que ardua— ¿quién podría sostener que una «economía» o una «reducción» del inmenso despliegue biológico determinaría una condensación mejor de la vida? Pero enderezar el pensamiento por esa vereda no es del caso. Más vale ceñirnos al aspecto que el presente de la civilización nos brinda. Nos quejamos de muchas máquinas, de muchas ideologías, de muchas fuerzas y hasta de muchos hombres. Y, en seguida, un mecanismo lógico de «plano inclinado» nos trae la pregunta: Tanta cantidad de todo, ¿no está estorbando la calidad? El mundo —y con él la cultura— no ha ido creciendo de modo armónico, como una esfera que se agranda. Rickert, tan comentado por nuestro Ortega y Gasset, pensaba, poco más o menos, que la Civilización está constituida por una serie de agresiones inducidas en cada época por los intereses históricos de la situación y del momento. Algo así como la morfología de la ciudad antigua, no planificada ni racionalizada, sino extendida sin direcciones previas, en granulaciones hasta cierto punto anárquicas. En este supuesto, es evidente que la cantidad, proliferando sin medida y no sujeta a la intervención o control de la armonía —nada reduce mejor que la armonía—, da lugar a toda clase de embotellamientos. Entonces la circulación se pone imposible. ¡Razones, verdades, estilos! Mucha cantidad de razones, verdades, estilos. ¿Exceso de fabricación? Pero entonces, razones, verdades y estilos tienen el carácter de las cosas. (La «cosificación» y su «problemática», que diríamos cualquiera, en un instante de pedantería.) Recientemente se ha celebrado en España el «Congreso Nacional de la Calidad». Me ha llamado la atención el título de la reunión. Ingenieros, técnicos, empresarios, industriales, jefes de personal, han acometido el tema, verdaderamente sugestivo, de la necesaria mejora de la calidad de los «productos», hincando el diente a los problemas, perfilando proyectos, oteando soluciones. En seguida he pensado que estaría bien organizar otros «Congresos» en que desde otros puntos de vista la cuestión de la calidad se abordara. Porque es posible que los mercados todos, incluso los ideológicos, los artísticos, padezcan hoy una gran inundación de chapuzas. (Pido excusas por la expresión «mercado ideológico», pero no lo borro porque no me parece falsa; y porque «es» aunque no debiera ser.) Sobre todo para mejorar las éticas de moralina que abundan —que disfrazan y no visten—, ¡qué necesario el empeño de una auténtica moral del hombre para el hombre! Ya que el hombre no puede ser menos que sus productos, ¿cómo no va a estar obligado a elevar su nobleza al nivel de la calidad de sus instrumentos?

En cuanto al arte, oponer cantidad a calidad es imprudente. Ahora hay más artistas y más exposiciones. Y esto es mejor; nadie puede pronosticar de ahí una decadencia sino al contrario. En lo que no obstante habría que instruir es en que la calidad es también acumulativa. ¿Quién cierra el plazo de adquirir perfecciones? Pero la calidad pueden traerla todos los vientos y se aprende —se aprehende— evitando, precisamente, la dirección única. En un «Congreso de Calidad» para los artistas se daría, de seguro, esta pregunta: ¿Podemos «todavía» mejorarnos con Boticelli, con Durero, con Menling, o los hemos superado ya de una vez y para siempre? Inquietante pregunta extensiva a muchos aspectos. De cualquier forma, el prospecto del futuro no se improvisa. Querer calidad obliga a no hurtar ninguna mirada.

—¿Cómo se avanza?

—Pues se avanza con naturalidad. Como se pasea. Deteniéndose de cuando en cuando y mirando —enamoradamente si es preciso— el paisaje que se ha dejado atrás.

(ABC, 16 de marzo de 1972)

domingo, 10 de marzo de 2013

EN EL AÑO DE LA FE: FE Y ADAPTACIÓN





Desde el punto de vista cristiano —el Cristianismo, no puede olvidarse, es ante todo una Religión y, en consecuencia, induce a una específica concepción del mundo— se conviene en que el mensaje que nuestro credo entraña reclama una divulgación, una accesibilidad. Hay que procurar que llegue a las conciencias, que sea conocido y sentido.

La dificultad está en cómo hacerlo. En otros tiempos quizás había menos impedimentos para «llegar», y el Cristianismo, parece, descuidó lo que llamaríamos el estilo. Se predicaba el Evangelio —que es fondo— y los métodos y las formas adolecían, perezosamente, del contagio ambiental de cada época. Ahora hay más obstáculos porque el terreno está poco abonado, y el sembrador ha de contar de antemano con la tierra pedregosa. Se impone pues procurar un estilo que oficie las veces de vehículo y aumente las posibilidades de éxito. Pero debiera meditarse mucho este punto. Si el estilo del Cristianismo renovado que se desea ha de adaptarse del todo al presente, se va a incurrir entonces en el mismo defecto de contagio. Si censuramos la forma de Cristianismo triunfalista coetáneo del imperio carolingio o, sin ir más lejos, de la Contrarreforma española; si nos parece mal el Cristianismo arriscado y guerrero del medievo, o la piedad edulcorada que sigue a la frialdad jansenista…, si denunciamos, digo, estas formas religiosas por las concesiones y claudicaciones que suponen hacia los sistemas políticos, sociales, filosóficos o artísticos en su tiempo dominantes, ¿con que derecho podríamos preconizar hoy una religión enteramente impregnada de las preocupaciones temporales —cuando no en exceso materiales— de la época que nos toca vivir? ¿No implicará ello, igualmente, una concesión lamentable?

Se dice: hay que hablar al mundo de tal manera que nos entienda; urge usar el lenguaje y el método capaces. El objetivo de nuestro trabajo es el hombre como miembro social, pero sociedad y hombre están prácticamente descristianizados. Miremos, entonces, la eficacia de las herramientas y cambiemos las que no nos sirven ya.

Todo eso es cierto. Pero se ofrece un punto... sutil. ¿Hablar al mundo de forma que el mundo entienda, es hablar de forma que el mundo se sienta halagado? El mundo es refractario a lo sagrado: para retornarle el sentido religioso, ¿será buena fórmula desacralizar, primero, hasta cierto punto, la religión? Los valores sexuales optan por manifestarse, sin cortapisas, a plena luz; ¿será buen procedimiento, para que nadie recele de la religión, relegar de momento a un segundo término los valores cristianos del celibato y la virginidad? El mundo está ebrio de la palabra democracia; ¿no constituirá una astucia rentable comenzar la predicación por ahí, concediendo —incluso en lo espiritual— una primacía a lo individual, a lo «carismático» que equilibre el prestigio de lo «magisterial»? La sociedad aspira frenéticamente, en todos y cada uno de sus componentes a un «alto nivel de vida»; ¿no es bueno, pues, hablar primero de la cuestión social y después de todo lo demás?

El problema no es baladí. Quizás se presta a la discusión y a la confrontación de puntos de vista. Sin embargo, no cabe duda que es peligroso acentuar la nota de adaptación. Verdad es que dice San Pablo que hay que hacerse necio con los necios… No estará mal entonces, para iniciar el acercamiento, hacerse un poco liviano y un tanto frívolo… Justo es, de otra parte, que valores como el de la «justicia social» implícita y radicalmente presente en el Evangelio, remarquen hoy su vigencia, y que seamos los cristianos quienes, por derecho propio, asumamos su defensa. Pero cualquier receta acarreará enormes perjuicios si no dosificamos, al miligramo, el «preparado». Ante todo el Cristianismo —hay que repetirlo cien veces y mil veces cien— no es un simple humanismo. Por tanto, lo decisivo es testimoniar a Cristo y difundir sus enseñanzas. ¿Que la sociedad no entiende hoy de estos…«dibujos»? Lo que gusta al hombre —ahora y siempre— no es, precisamente, lo que los hombres necesitan. Si el enfermo necesita operarse, no importa que el enfermo prefiera las cataplasmas; aunque le cueste, debe convencérsele de que la intervención urge.

Pero vuelve a insistirse: los hombres de ahora —¿de verdad son distintos a los de siempre los hombres de ahora?— no entienden las creencias y las prácticas cristianas tal como se han propuesto hasta aquí. Realmente la «presentación» no siempre fue lo brillante que cabria desear, pero esto no es toda la verdad. Lo cierto es que ni la humildad, ni la penitencia, ni la caridad, ni la austeridad, ni la idea misma de la Gracia, son conceptos y palabras (preséntense con el ropaje que se presenten) que entren en los usos y en el lenguaje de la época. Uno piensa: Bien; pero si entran o dejan de entrar en los hábitos o en el modo de vista actual, no es motivo para que maticemos tales principios hasta el punto de hacerlos innocuos. ¿Es que vamos a disfrazarlos, a ver si así pasan? Entonces, cometeríamos un fraude. Porque, una de dos, el Cristianismo es una apelación a lo sobrenatural o no lo es. Si lo es, hay que aceptarlo con todas las consecuencias y debe explicarse como tal. Si no lo fuera… ¿para qué esforzarse en conservarlo? Si no lo fuera, desacralicémoslo de una vez, pongámosle un lacito tricolor o rojo simplemente, y descansemos.

Este es el caso: que no podemos descansar. El Cristianismo impele a la lucha, a una pervivencia de la Esperanza contra toda desesperanza. El Cristianismo demanda un combate en la tierra, no un conformismo «terrenalista». El cristiano es un exiliado y un «peregrino», como gustan de recordar, con bella palabra, los documentos del Vaticano II. Ciertamente, el Reino «no es de este mundo», aunque —como también enseña el Concilio— no hay que desesperar de que alguna vez en este mundo se alcancen, como en un avance, sus excelencias. Así es que aquí —en la tierra— no está la patria. Ningún progresismo puede anular el comentario de Teresa de Jesús respecto al mundo: «una mala noche en una mala posada». ¿Es que un cristiano puede dudar de esto? Para convencerse, bien está usar de un lenguaje y de un estilo todo lo adaptados que requiera el caso. Pero con tal de que tal lenguaje y tal estilo no lleven dentro una claudicación. ¡Temor a que no se nos entienda! ¿De dónde viene esta cautela y esta prudencia exquisita? ¿No asomará entre tantos cuidados, el miedo? No, no es cierto lo de que si estamos llenos de convicción no convencemos. A los santos siempre se les entendió y no precisamente porque usasen procedimientos de halago. ¿Usó de estas tácticas San Francisco de Asís cuando, después de llamar hermanos al viento, al agua y a las hierbecitas del campo, llamaba «asno» a su propio cuerpo? ¿Se adaptó dócil San Pablo a los usos romanos? ¿Empleó San Agustín la técnica de la desacralización en la «Ciudad de Dios» para sacrificar a su tiempo? ¿Concibió Ignacio de Loyola algún sistema de «ejercicio espiritual» distinto al de la prescripción evangélica, aquella que invita: «quien quiera venir en pos de mi, cargue con su cruz y sígame».

Es curioso que alguien crea que los santos de ahora puedan tener el «privilegio» de ser santos rebajados, como un vino que se agua. Los santos siempre practicaron la violencia: la violencia contra sí mismo, la ascesis, la renuncia. Y este lenguaje, si ahora no gusta, tampoco gustó —lo que se dice gustar— jamás. Ningún santo denostó al mundo en sí, porque el mundo es obra de Dios, pero todos abogaron contra el «Príncipe de este Mundo» cuya existencia la avalan las mismas palabras de Cristo en el Evangelio. Los conceptos de vida espiritual intensa nunca sonaron a fiesta en los oídos de los hombres. Y por eso los místicos —también hoy se borraría la mística de la historia si se siguiesen determinados pareceres— preconizaban la noche, «noche del sentido», «noche del espíritu», como camino. Es decir, los místicos sabían que lo mundano obstaculiza el atento oído de la palabra. Y proclamaban una «nada» para que en ella se asentase el «todo». Lo contrario de tantos vitalismos al uso existencialista que ponen el «todo» al principio —con gran aparato de primeros planos— y, al fondo, una escenografía de «nada».

Pero, probablemente, el mundo empieza a cansarse de no tener fe. El hartazgo de incredulidad —la pantagruélica incredulidad positivista, fin de siglo más o menos— comienza a pasarse de moda en los altos niveles filosóficos. No vayamos los cristianos —los católicos— a ser tan malos previsores del tiempo que ahora que hay síntomas de crisis en el ateísmo, nos pongamos a comprar el paraguas. No suceda que también de esto nos enteremos tarde… (¿Guardar a Dios en el cajón de la mesa de noche, dedicarnos al juego del humanismo integral, ahora que los ateos empiezan a creer en Dios? ¡Qué despiste!)

(JAÉN, octubre de 1967)

viernes, 8 de marzo de 2013

TORRES




Se llama a Úbeda la “ciudad de las Torres”. Entre el caserío urbano ellas representan los brotes de una vocación señera; “ceñidas por el viento”, buscan la soledad en la altura. Son unos viejos órganos, tentáculos metafísicos de la piedra, erectos en la topografía asimétrica de los pueblos. Los modernos trazados ciudadanos suelen carecer de estas antenas de infinito, de estos respiraderos religiosos que son las torres seculares. Porque no hay que confundir la aspiración vertical de las torres, con la verticalización laica de los rascacielos. El rascacielos, en todo caso, aspira a colonizar la altura. No es lo mismo. La torre avanza hacia el cielo con trabajo, con temblor y ansia, tímida de lo eterno; asciende hecha cántico orfebral, conmovida de campanas; se va sutilizando, espiritando, adelgazando, a medida que se va sintiendo rodeada de azul: cuando termina, es ya sólo un punto. Pero el rascacielos —paralelepípedo de osadía, suprema baladronada de nuestra civilización de cemento— se planta con gesto prepotente en medio de la gran ciudad y retando, un poco, a la torre, le dice:

—¿Conquistar el Cielo? Sí; para establecer en él pisos y oficinas.

La torre contesta con su lengua inefable de campanas, y el rascacielos, quizás, ironiza:

—También con el ascensor, como con la oración, se puede alcanzar la altura. Tú te has quedado vieja y por tu escalera gastada, de caracol, para uso de sacristanes, circula un husmillo de ajada melancolía; hay en ti una arteriosclerosis, que en vano intentan disimular tus cresterías y tus pináculos. Más te valiera mi anatomía rotunda de atleta gigante, con uniforme de ventanas. ¿Ves? Cada ventana encierra una oficina con su viejo millonario y su linda mecanógrafa sentimental...

Pero la torre de la iglesia, señera en el azul, prosigue su viejo campaneo maravilloso; su musical campaneo que se cierne, eterno, sobre el Espacio y sobre el Tiempo.

No sería posible en Úbeda este “diálogo” de los rascacielos y de las torres. Son ellas las que parlamentan entre sí, apacentando perennes tertulias de edificaciones vetustas en las plazas sonorosas, en las escondidas callejas. De ellas desciende, en los crepúsculos, el crisma del Ángelus; se engalanan de repique mayor el día de la fiesta grande. El “clamor” de sus campanas sonó cuando el entierro de nuestros padres: sonará —Dios lo quiera— el día de nuestro entierro.




La torre de El Salvador, con su chapitel bulboso, es la “capitana mayor” de esta legión peregrina de eminencias ubetenses. Muy cerca de ella, la del Palacio del Marqués de Mancera no pierde su elegante sonrisa del más linajudo Renacimiento, a despecho del tiempo y de las grietas inclementes. La de Santo Domingo, enfeuda uno de los barrios más caracterizados de la ciudad. La del Palacio del Conde de Guadiana, con su gesto de nobilísima matrona, es una torre de “gran mundo” en el concierto vario de la ciudad de las torres. No lejos, la de San Pedro, de una desnudez casi mendicante. La del Reloj municipal, sobre un cubo de la muralla árabe, se levantó en la mejor hora de España, con una originalidad de concepción difícilmente superable. La de San Millán tiene un aspecto de torre leprosa, aherrojada, fuera del cinturón amurallado. La de San Nicolás, añora pasadas supremacías... La de la Trinidad, en el centro de Úbeda, tiene una alegría, siempre impregnada de actualidades y de primaveras. La más moderna, la de la Sagrada Familia, todavía sin pátina, blanca casi, asume para ofrecerla al cielo, la “última promoción” de edificaciones ubetenses...





Y en una esquina del pueblo, las de Santiago. Cuatro torres como cuatro vigías alertas, enmarcan la fábrica del Hospital. Diríase cuatro bastiones, frente a la épica embestida del viento. Horras de campanas, exactas de geometría, deslumbran al sol en sus chapiteles férvidos: le embriagan en las taifas variopintas del azulejo. Más laicas, menos obsesas de ascetismos que las restantes torres de Úbeda, custodian, sin embargo, la Casa del Dolor. Contrastan, un poco insólitas, en la monumental fundación del Obispo Cobos. El ubetense que durante algún tiempo ha vivido fuera de su tierra, advierte una eclosión de sus más escondidas nostalgias, al sentir imantada su vista, en el jubiloso regreso, por estos mástiles de piedra: mástiles alzados en la proa de la ciudad de la Loma. Otean las torres de Santiago, las veredas, los senderos, las carreteras que confluyen en la ciudad. Centinelas eternos, atisban, en los grises atardeceres invernales, el caminar, entre canciones, de las cuadrillas de aceituneros que vuelven, cumplida la jornada. Atalayan el lento paso de las recuas interminables, sosegadas, agobiantes, cargadas del fruto generoso que se recolectó en las tierras mansas de Valdejaén, de Valdeolivas, del Arroyo del Val; o en los arenosos regazos de la “Villa Arriba”. Desde las torres de Santiago se ve la flagelante comba del viento sobre los olivares de plata. Sus veletas acusan los húmedos augurios del ábrego fértil... Saludan a todas las lluvias, a los viajeros y al viento.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

miércoles, 6 de marzo de 2013

AUTORIDAD





Pero la palabra «autoridad» no alude a nada nefando. ¿Por qué, pues, en la pregunte que le hicieron hace poco a un sacerdote —no sé en este momento si la recuerdo como de la televisión o de un periódico—, quisieron poner en un brete al buen cura incitándole a que declarara si era o no partidario del «Dios autoritario» de antes? Por lo visto, para el entrevistador hay un Dios de antaño y otro de hogaño. Y el antiguo está lastrado y herido de muerte por el estigma con que ahora algunos progresistas aspiran a dejar inservible cualquier institución o persona —todas del Rey abajo— marcadas con la fatal palabra: autoritario. La autoridad y su ejercicio, ¿son pecado? Entonces, claro, es blasfemo hablar de la autoridad de Dios, como lo sería imaginar en Él una crueldad, una sevicia...

Pero la palabra «autoridad» no alude a nada nefando. Y el delito sería teorizar la divinidad sin autoridad sobre el mundo. Autoridad viene de autor. Quien es hacedor de algo gobierna y corrige y acrecienta —en una palabra, manda— en su obra. Sobre todo cuando del Creador se trata. Pero es que también los hombres, desde el momento que tenemos reconocida una potestad, sea por derecho propio (caso del artista sobre la propia obra), o por delegación (la tarea política, por ejemplo), podemos, sin excusarnos, o más bien debemos, sin vacilación, asumir en pleno ejercicio la autoridad. ¿Qué causa impulsa a cierta gente a involucrar, empeñándose en poner la lógica por debajo de si misma, llamando peyorativamente «autoritarismo» al natural objetivo de procurar un orden y al de restablecerlo cuando se quebrante? No hay motivos visibles para esa aberración. Entonces hay que sospechar motivos tenebrosos, y ya en ese túnel es inútil proseguir con razones o discursos. No nos enteraríamos nunca.

Si lo que impera es el buen sentido, cualquier antinomia autoridad-libertad es radicalmente falsa. Pero cuando se profesa a la libertad un culto de «latría» la confusión es inevitable. Creo que, precisamente para evitar cualquier culto de «latría» que no sea el que solamente a Dios se debe, están las garantías de la libertad y... de la autoridad. No son conceptos opuestos por el vértice, sino complementarios. Uno y otro se apoyan mutuamente. Es la libertad la facultad que al hombre da autoría sobre sí mismo, que le hace dueño de sus actos. Tal autoría personal lleva aneja la autoridad, la disciplina sobre ese complejo entramado individual que cada uno somos. Lo primero es emprender la campaña de liberación sobre las fuerzas oscuras que alientan en el sótano. Ahí la educación que nos dan y que nos damos, a la que fundamentalmente tenemos opción. Logrado esto, y quizá nada más cuando se obtiene esta responsabilidad, esta autoría propia, tenemos el derecho a reclamar la libertad externa que propicie una atmósfera a la libertad interna que únicamente nosotros trabajando en intimidad podemos alcanzarnos.

Y llegamos al fondo de la cuestión. Las libertades, los derechos humanos que nuestra libertad interna cuando está madura demanda, son posibles porque una autoridad externa constituida asume el cuidado. ¿Cómo, sin embargo, la Ley y las leyes representan, según el criterio de los libertarios —que no liberales— al uso, todo un sistema de represiones? Precisamente la Ley, toda Ley, protege la justicia: es medalla la ley que lleva efigiada en el envés la garantía de un derecho y en el haz el mandato de un deber. Cara y cruz de la Ley. Es lo civilizado: asumir las dos posturas de la moneda. Empero, cuando la libertad interna no está a punto, cuando la responsabilidad no existe, se reclaman con furor las libertades anejas que, en tal caso, no sirve sino para acrecentar el juego bajo de la sub-persona. Y no; nada más que la persona que ha demostrado que es libre por dentro está en condiciones de asumir las libertades otorgadas. De tal forma que, entonces, la autoridad no será el instrumento que descargue el peso de la ley, sino la fuera liberadora que permita el juego limpio de lo individual en función de lo social y de lo social en función de lo personal.

Hay una «esclavitud libremente asumida del artista» —ha escrito en ABC recientemente Salvador de Madariaga— que facilita su triunfo y su vuelo. Precisamente esclava —en el noble sentido de la palabra— de una vocación, de un deber, de un fervor, es como la personalidad, liberada de su prisión, alcanza su vuelo. Nada más los libertarios, que no saben qué es la libertad, abominan de la autoridad que cuando sabe serlo, no puede arrugarse y ceñirse a un autoritarismo.

(ABC, 3 de marzo de 1978)

domingo, 3 de marzo de 2013

¿LA DECADENCIA DE LA CUARESMA?





...Y la Cuaresma, precisamente, es eso. Un tiempo de preparación en que se demanda el cultivo de las virtudes cristianas, llamando al pan, pan, y al vino, vino. Un dejar al descubierta nuestra desnudez cristiana. Pero no, no somos capaces. Tememos todos que al decir o al hacer estas cosas se nos tome por demasiado cristianos. Todo el mundo quiere parecer cristiano, pero tiene miedo de parecer demasiado cristiano. Yo mismo estoy temiendo ahora que digáis que esto parece un sermón… El otro día, una excelente persona, sinceramente piadosa, decía que hay que hacer llegar los conceptos cristianos un poco disfrazadamente a la gente porque si no, no van a ser aceptados y se van a tomar por beaterías. Esto, verdaderamente es tremendo. ¿Qué cosa es el cristianismo que hay que disfrazarlo, disimularlo un poco, para hacerlo llegar a la gente? Hablando de fútbol, de modas, de toros o de cine, nadie disimula nada. Nadie dice que sea impropio hablar de estas cosas en cualquier parte y sin tapujos. De lo que no se puede hablar en cualquier sitio es de Religión. Lo que exige ciertos ambientes es la conversación sobre temas altos de espiritualidad. Mucho cuidado, sí; hay que proceder con mucho cuidado. Con prudencia, con tacto, con cautela… ¿Creía esto San Pablo cuando decía aquello de «insta a tiempo y fuera de tiempo»… Es que inconscientemente seguimos relegando la Religión al recinto eclesiástico, al templo. Es que meter a Cristo es nuestras conversaciones, es delicado, hace falta tacto, mucho tacto. ¿Tacto?

No hay quien nos entienda. Se dice que hay que sacar la religión del templo, que los sermones nos los sabemos de memoria, que hay que hacer una labor seglar de capacitación…, y luego, cuando sacamos a Cristo a la calle, escandalizamos un poco, cuando lo llevamos a nuestra conversación sentimos un sutil temor y nos apresuramos a encerrarlo de nuevo en el templo...

La Cuaresma es un esfuerzo por patentizar el espíritu cristiano en el calendario y en la vida particular. Pero ya casi pasa desapercibida; está en decadencia. No cuenta nada para nuestras costumbres. Porque precisamente la Cuaresma puja por hacernos vivir la radical y gloriosa incomodidad de un cristianismo que no sabría disimularse a sí mismo de ninguna manera. Un cristianismo incómodo, ¿quién habla de eso? Un cristianismo patente, manifiesto, insobornable... Eso, por lo visto ¿ha pasado a la historia?

Ahora no existe el Carnaval; apenas existe la Cuaresma ¿No era más cristiano, al fin y al cabo, mantener, vivir la Cuaresma, aún a trueque de que siguiese el Carnaval?

(JAÉN, 12 de marzo de 1960)