BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 22 de diciembre de 2012

BERRUGUETE EN «LA IGLESIA MÁS PAGANA DEL RENACIMIENTO ANDALUZ»





Hacia 1550 plasmó Alonso Berruguete la «Transfiguración» de la iglesia de El Salvador, de Úbeda. Algo posterior a la obra del mismo autor y tema en la catedral de Toledo, ésta, menos conocida, la de la ciudad andaluza, acusa manifiestamente los rasgos impetuosos y arrebatados del escultor de Paredes de Nava; rasgos que, como es sabido, le sitúan en la línea de los precursores del barroco y que aquí, en la «Transfiguración» de Úbeda, poseen esa «tensión vital restallante que quiebra la composición y los “contrapostos” clásicos a favor de las poses instantáneas y los equilibrios inestables», en frase del profesor Milicua. Angulo Iñiguez dice del grupo escultórico en cuestión, que es «una de las dos creaciones capitales de bulto redondo de la última época del artista». Hans Stegmann, en Escultura de Occidente y Ricardo Oruete en Berruguete y su obra, corroboraron la calidad sorprendente de la composición, cuyo dinamismo miguelangesco, patente en la violencia expresivista de los escorzos, se sutiliza y como se glorifica en asunciones de delicadeza.

Pero, ¿quién policromó esta «Transfiguración»? No fue seguramente el propio Berruguete, cuyo sentido de sobriedad no cuadra con esta manera. En reciente visita a Úbeda, el director general de Bellas Artes, don Gratiniano Nieto, señalaba la dudosa procedencia del repintado. No hizo el artista palentino la correción de su obra. Hay que atribuirla... al barroco; precisamente, ya en las postrimerías de este estilo, a principios del siglo XVIII, una eclosión orgiástica entorpeció de joyantes atuendos la primitiva índole de la iglesia de El Salvador. No es un caso aislado. Corresponde al tiempo en que la piedra austera cae en una tentación de molicie. Hay gritos de color y de oro —estallidos pánicos— en las claves de los arcos, en los paramentos asombrados, en el anhelo de las bóvedas, en el plisado de los frisos y de las impostas, en el júbilo sinfónico de las cúpulas, en la exultante apología de los retablos agobiantes... Pues entonces, entonces, se consideró oportuno «adaptar» el grupo escultórico que nos ocupa: adaptarlo al ambiente exhibitorio de la capilla que, tras la soberbia reja, parece ahora dispuesta, en calidad prodigalidad, para una fiesta eternal y suntuosa. De ahí aquel policromado, más a lo Salcillo que a lo Berruguete, «demostración» sintomática de tal o cual epígono barroquizante.

Pero algo mucho más dramático hay que decir con respecto a la «Transfiguración» que se venera en Úbeda. en 1936, durante la revolución roja, las imágenes del Tabor, a excepción de la central, que salvada del acto de barbarie fue enviada a Francia, quedaron completamente destruidas. Mediante gestiones diplomáticas con el país vecino, pudo recuperarse, después de la Liberación, la Figura del Cristo que, más patética e impresionante ahora en su soledad, se ostenta de nuevo en la iglesia de El Salvador, templo cuyo patronato pertenece a los duques de Alcalá de los Gazules. El escultor Juan Luis Vasallo trabaja en la reconstrucción del grupo y su superior competencia artística hace esperar que el logro será enteramente satisfactorio.

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Y, ¿por qué una «Transfiguración» de Berruguete en Úbeda; en Úbeda, ciudad alejada del «hinterland», de la zona de influencia del escultor palentino? La misma pregunta —con mayor dosis de sorpresa, claro está— podía haberse formulado ante la presencia en el mismo templo, precisamente, de una obra de Miguel Ángel, la única quizá del coloso florentino existente en España. Porque, en efecto, en la iglesia de El Salvador estuvo hasta 1936 una imagen de San Juan niño —«el San Juanito» se le llamaba— que el profesor Gómez Moreno atribuyó con acopio de pruebas a Buonarroti («Archivo Español de Arte y Arqueología», número 17, correspondiente a mayo-agosto de 1930). (Esta escultura también fue destruida por los rojos; parece increíble, pero en una arqueta de la sacristía de la iglesia, pueden verse aún algunos trozos. Al parecer, había sido esculpida en mármol de Carrara.)

Pues bien, la presencia de obras de primerísima calidad artística en la iglesia de El Salvador, de Úbeda, se debe a la munificencia de su fundador, don Francisco de los Cobos y Molina, comendador mayor de León, de la Orden de Santiago. Don Francisco de los Cobos, natural de Úbeda, fue secretario de Estado del Emperador Carlos V, desde 1516. Personalidad interesantísima, cuya fama no ha trascendido de un grupo selecto de estudiosos —con motivo del centenario del Emperador fueron escasas y parvas las alusiones a sus méritos—, hay en ella materia y tema sobrados para una abundosa biografía. El hecho es que cargos, prebendas y distinciones de toda índole ennoblecieron y enriquecieron fabulosamente al secretario que acompañó al primero de los Austrias en sus viajes y expediciones a Alemania, Italia y Berbería. (El historiador Ruiz Prieto cuenta que el Senado veneciano, en uno de estos viajes, regaló al Emperador la obra de Miguel Ángel a que hemos aludido, y que Carlos I, a su vez, donó a su secretario.) Y como don Francisco de los Cobos era de espíritu refinado y de gran sensibilidad, trajo a España, contratados a sueldo, un grupo de reputados artífices italianos que decoraron sus palacios (el edificio que ocupa la Capitanía General de Valladolid fue también del prócer), y que fueron empleados también en el exorno de iglesias de su fundación. Cada vez más adentrado en la función de mecenas y en sus gustos artísticos, el secretario optó al fin por la erección de una obra de valor definitivo. Tal fue la iglesia de El Salvador, de Úbeda, proyectada por Siloé y ejecutada por Andrés de Vandelvira, «monumento capital del plateresco español en su pleno mediodía» (Chueca Goitia), «uno de los templos más conseguidos y bellos de la escuela de Siloé» (Camón Aznar).

En esta iglesia está impresa la huella de su fundador. El monumento es un trasunto del alma del secretario Cobos. Digámoslo: don Francisco de los Cobos fue eso que se llama un «hombre del Renacimiento». Los hombres del Renacimiento experimentaban en sí mismos la colisión tremenda de la fe con la vida desbordada. Muy dado en su juventud a los devaneos eróticos, como se deduce de las cartas reservadas del Emperador al Príncipe Felipe, el pródigo, después de haber vivido hasta la embriaguez la jocunda intemperancia renacentista, retorna en la madurez al temor de lo eterno. Y entonces, sin sedimentar aún sus vanidades antiguas, vierte su generosidad en la fundación magna, en la iglesia de El Salvador. El Salvador, inundado de alusiones mitológicas, ostenta en el frontis de su fachada la inscripción: «Fides est credere quod no vides». Cita en este caso doblemente expresiva, alusiva en cierto modo a la encrucijada vital del secretario. Porque la vida del comendador mayor de León, asediada por la pleamar paganizante, se acoge, al fin, a la roca enhiesta, descomunal, de una religiosidad indeclinable; busca, envuelta entre lo visible, el inmortal seguro de lo invisible...

Pi y Margall, ante El Salvador, quedó atónito en presencia de «un arte que sólo habla a los sentidos»; y otro visitante ilustre lo calificó como «la iglesia más pagana y sensual del Renacimiento andaluz». Realmente, parece como si la estética cristiana, agotando su tolerancia, hubiese dado en esta edificación el último paso contemporizador. Y no cabe más mitología como adorno de un templo cristiano.

Pero precisamente, como contrapunto, el Cristo de la Transfiguración, de Berruguete, que preside el templo, revierte una idea de espiritualidad mística al alma del contemplador. Y a su conjuro el hervor renacentista se serena... Irrumpieron, sí, en el interior sagrado auras extrañas, cargadas de perfumes enervantes; cabe las jambas y sobre los dinteles, las cariátides helénicas, enfrentadas con las vírgenes púdicas, alinearon sus clásicos, ondulantes perfiles; una interferencia de pensamientos y sensaciones nos conturba, una súbita desorientación —plena de incitaciones míticas— nos acosa. Pero en el altar está el Cristo transfigurado, clarificando con su faz de sol y de nieve, con su lumínico gesto bendiciente, el enfebrecido, espléndido clamor. Y la vista, antes sobornada por la sugestión fáustica, torna a convertirse al Señor: «Soli Deo honor et gloria», reza una leyenda en el friso de la soberbia reja divisoria.

(ABC, 10 de diciembre de 1961)

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