BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

DE SAN JUAN DE LA CRUZ A TEILHARD DE CHARDIN





Una mañana de este otoño he llevado a Luis Rosales —porque él así lo quiso— al lugar del convento carmelitano de Úbeda donde murió San Juan de la Cruz. Vi su emoción. El casi la disimulaba pero yo me daba cuenta. Escribió Jorge Guillén que «ningún poeta español inspira una adhesión más unánime que San Juan de la Cruz». Quizá por eso Úbeda, un poco, es lugar de peregrinación para los poetas. Es curioso que el poeta granadino había venido a Úbeda a dar una conferencia sobre el «cante jondo». Fue una charla casi orfebral —frase a frase refulgente y enjoyelada— la suya; en la que el temario servía de pretexto al despliegue de un lenguaje alzado («Lenguaje heroico» llamaba Góngora a la poesía). Cualquier idea, concepto o argumento aguardan para hacerse de verdad egregios al «surge et ambula» del poeta. («Ya tiene luz la rosa y el gozo el río» es un verso de Rosales aplicable a la taumaturgia de la acción lírica sobre las cosas.) El caso es que no pocos asistentes salieron de la conferencia de Rosales con ganas de cante y de cañas de manzanilla, aun entre los más «profanos» en ese aspecto. Por eso yo, que conozco la profunda veta espiritualista de Rosales —de su poesía y del hombre que la hace—, pensé en las vocaciones poéticas que podrían producirse como consecuencia de unos comentarios suyos acerca del fraile que escribió la «Noche oscura» y «La llama» y el «Cántico». Medio se lo dije y Rosales sonrió con esa campechana bonhomía que hace de puente entre su delgada hondura sensitiva y «este mundo». Rosales tiene la habilidad y la gracia de pasar sin violencia alguna de su mundo a «este mundo». No le sucede lo que a Juan Ramón Jiménez, que, por lo que cuentan, resultaba insoportable cuando salía de su torre de marfil. Me contesta Luis Rosales, poco más o menos:

—Bueno, San Juan de la Cruz lo da todo hecho. Además de que él mismo pone la exégesis de cada uno de sus versos, la fuerza de su poesía salta a la vista y es de tal calidad que aun los pasajes que pudieran parecer más oscuros iluminan y hasta encandilan.

Recordé entonces aquella estrofa:

A la aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores
montes, valles, riberas
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores.
¿Espera alguien que le expliquen qué quiere decir San Juan de la Cruz con estos versos, para ser «conquistado» por ellos, para entenderlos en su pulsación profunda, en el ritmo dinámico, veloz, de las imágenes? Parece que esa agilidad y que ese viento amoroso —o mejor, místico— que levanta a cada una de las palabras enhebradas en la estrofa hasta hacerlas brillar como ascuas o como gemas, consiguen hacer de la poesía del carmelita una especie de sacramento menor. Los vocables, de por sí corrientes, no dicen aisladamente, uno a uno, nada que no aluda a su significado concreto. Engarzados por el poeta, trasmutan la idea y acosan como lebreles las más limpias y sutiles esencias: suscitan atmósfera. Se ve que el poeta, llevado de su ímpetu interior, crea primero el verso casi como en un «secuestro», en un rapto de la inspiración: puro éxtasis. Y la teoría, la explicación, como apunta Jorge Guillén, viene después. Primero San Juan de Cruz se deja llevar de su vorágine. Le brotan incandescentes las palabras. Y él, luego, a medida de que se van enfriando, va diciendo su sentido en las «declaraciones» correspondientes. Así sucede en el «Cántico», así en «La llama de amor viva», así en la «Noche oscura del alma»...

A propósito de la metodología espiritual que entraña la «Noche oscura», es curioso encontrar en tratados más actuales —por ejemplo, en Teilhard de Chardin que, aparentemente al menos, pertenece a un meridiano espiritual muy distante del carmelita— consideraciones que parecen casi calcadas de la «Noche oscura». En «El medio divino», Teilhard de Chardin escribe: «Dios, para penetrar definitivamente en nosotros, debe ahondarnos, vacilarnos, hacerse un lugar. Para asimilarnos en El debe manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser.» ¿No es esta la «técnica» de la «Noche oscura» que va haciendo vacíos en el alma, promulgando renuncias, haciendo lugar, sitio; ahondando hoyos para la plantación del árbol del genuino Amor de Dios, de ese Amor que levanta su fronda y su fragancia en el «ameno huerto deseado» del «Cántico»?
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada.
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fue violada.
Audacísima estrofa en cuyo simbolismo está como resumida toda la teología de la Redención. Es bueno, sí, encontrar algunas veces en un Teilhard imágenes parecidas a las del carmelita, aunque de una fuerza poética muy inferior o, por menor decir, sin fuerza poética. Por ejemplo, el «Niégate a ti mismo» evangélico, que tan apasionadamente traduce la «Noche», no pasa en Teilhard de Chardin de ser expresado con estas palabras: «factor esencial de vivificación que es en sí una fuerza universal de disminución».

Luis Rosales me decía que San Juan de la Cruz —su poesía— lo da casi todo hecho. ¡Qué cierto es! Si nos pusiéramos a explicar exhaustivamente sus versos, los echaríamos un poquito a perder.

(IDEAL, 14 de diciembre de 1974)

martes, 13 de diciembre de 2011

LO QUE VALE UN PENSAMIENTO





Gris de otoño... ¡Esta niebla!... Pues sí; esta niebla, despierta. Cada uno, quiera o no, tiene dentro, dormidos, los días antiguos. Y el cielo bajo es paisaje que conjura distantes emociones, emociones dimitidas. Resulta curioso: el otoño tiene también sus florecimientos; en la liturgia de octubre y noviembre el espíritu registra la resurrección de las memorias muertas. En fin, que acabo de atravesar las ciudad en una pluviosa, musical, trémula hora de anochecer. Cruce: hombres de su prisa, muchachas de su belleza, niños de su merienda... Mil afanes, mil paraguas. Escaparates luminotécnicos, sordina de hogar tras las ventanas, parejas de novios. Una tenue campanita lejana: ¿la azoriniana campana de un convento? En una plaza, el desmayo de los árboles dolientes; en el centro, transfigurando la infinita nostalgia del instante, un fraile de mármol. Con su abierto ¡ay! en los labios. «San Juan del ¡Ay!». San Juan de la Cruz, con su cruz.

Pero San Juan de la Cruz, ¿no trastorna las «estructuras»? Si fuera posible una tectónica del hombre común, nos sorprendería el grosor desmesurado del sedimento externo en flagrante desproporción con los estratos subyacentes. Todos vivimos de cara a las cosas, casi en completo olvido de nuestras «provincias interiores». Entonces llega San Juan de la Cruz y dulcemente, sigilosamente, dice al oído: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Más que todo el mundo. ¿Lo han oído, lo oyen, los hierofantes del culto nuevo, los gazmoños de la innumerable beatería pragmatista, los sacristanes de Nuestra Señora la Técnica?

Desbarata, sí, de un trallazo todos los planes San Juan de la Cruz. Al recordar lo que vale un pensamiento es como si incitase a la rebelión. En el extremo opuesto de la demagogia al uso, él asume un extremismo de distinto signo. De hecho, es un agitador sutil de las potencias mentales oprimidas por la tiranía de lo sensible. Parece como si el santo poeta dijese a las potencias del entendimiento: «Estáis en lo hondo, pero vuestro lugar es lo cimero; padecéis vasallaje, pero vuestra vocación es el mando; ¡levantaos, y sin pérdida de tiempo: “el que la ocasión pierde, es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a coger”!». ¿Qué es la «Noche Oscura» sino la apología de la fuga del ánima hacia otros horizontes, en un secreto salir «sin ser notada»? (Notación al margen: Luego San Juan de la Cruz está en contra, precisamente en contra, de lo establecido. A lo mejor el punto de partida del carmelita está en la misma línea que el punto de partida de... Marcuse. Vaya, que nadie puede reprocharle falta de juventud al santo.)

Pero tiene corolario la sentencia, el «aviso», de Juan de Yepes. Después de mostrar la excelencia del pensamiento añade: «Por tanto, sólo Dios es digno de él.» Nada más Dios es cumplido objetivo del pensamiento del hombre. Sacar al espíritu de su mazmorra, enseñarle su dignidad, es cosa que, al fin y al cabo, postularon todos los racionalismos. El pensamiento culmina al hombre; pero, ¿lo agota? Es aquí donde incide la tesis sanjuanista. «Toda ciencia trascendiendo», la inteligencia no debe detenerse como un Narciso enamorado de su imagen. En la cumbre, en el otero, ¿qué va a hacer el pensamiento solo? Perecerá en su gélida pureza desamparada si no se decide a ser pensamiento hacia Otro, hacia Alguien o para Algo. (Notación para el margen: Luego San Juan de la Cruz, para suplir lo establecido, dispone de un programa y propugna una apelación. Sabe lo que quiere. Aquí ya, el santo, puede parecer menos joven a algunos jóvenes. Hay que reconocerlo.)

Por cierto que trascender «toda ciencia» es ejercicio difícil. ¿Qué remedio arbitrar? San Juan de la Cruz previene: «A la tarde te examinarán de amor.» Es su receta. El pensamiento liberado tiene una ocupación en la que ha de adiestrarse. No estará solo si aprende amor. Dónde, él lo sabe:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche...»
En lo que respecta al examen de amor, el reformador carmelita cuenta el resultado, superadas luego las pruebas de la «Noche». Lo cuenta en el «Cántico Espiritual», empapado de gozo, cuyas estrofas finales semejan el despliegue enardecido de una crecida inenarrable. Las metáforas más audaces flotan —desgajadas, bajeles de claridad— en la riada impresionante. El pomo del corazón derrama sus esencias al viento. Fiestas, luminarias, bodas. Interminable idilio en las espesuras de las maravillas del Señor. Aire y donaire de los prados eternos. Animada a la deriva: náufrago sin tabla en los piélagos sombríos. La «caballería» de lo carnal en desbandada... Nunca el verso se ha combado en euritmias más fecundas. Nunca la poesía pudo disponer de un «corresponsal» así en el Reino Alto. Juan de Yepes tuvo y tiene la exclusiva. (Notación al margen: San Juan de la Cruz al fin comprueba que la meta es júbilo, y que la vida, con su previa angustia, tiene un sentido. Luego ya no, ya no es posible que le acepte cierto sector —inteligente, no cabe duda— de la juventud de ahora. Lástima...)

Pero estoy pensando en la fecha. Estamos en 1968. Cuatro siglos ya de la reforma sanjuanista, cuatro siglos de carmelitas descalzos. ¡La de vueltas que de entonces acá ha dado el mundo! ¿Sirve San Juan de la Cruz todavía? ¿Y sus frailes? ¿Acaso, ya, tiene sentido lo de «hacerse fraile», cuando caminamos —según muchos— hacia un cristianismo sintético, más o menos de tergal, que no exija el continuo lavado, el continuo planchado, la continua disciplina? Pero, quizá, ante una figura como la de San Juan de la Cruz, cualquier frivolidad se desagua. A la luz de San Juan de la Cruz, uno sospecha que el progreso espiritual nada más en la vida interior se asienta y enraíza — «que yo se bien la fonte que mana y corre»—, y que cualquier apertura que se intente prescindiendo de ella es pura pedantería. O pura cursilería. ¡Quién sabe!

Otoño suena a abdicaciones y, sin embargo, el místico nos está invitando a una toma de posesión. Lo he mirado, alzado él entre la fina lluvia, abrazado con su cruz, inflamado con su «Llama», amorosamente fundido, confundido en su «Cántico». Vengo de pasar junto a su efigie de mármol. El ábrego está ya arrebatando hojas a los árboles que hacen escolta a su monumento. El monumento está situado en una plaza silenciosa de Úbeda. Úbeda es el lugar del tránsito, es la patria de la muerte de San Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz, siguiendo a Santa Teresa, reformó la Orden de Carmelitas en 1568. Unos años después escribía: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él.»

(ABC, 27 de noviembre de 1968)

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA INFANCIA DE GOETHE





Es sabido que los tiempos primeros —los de la infancia— son decisivos. En muy buena parte, como es la niñez así es la vida. Cuenta Goethe en sus «Memorias» el ambiente en que, a sus cinco, a sus ocho, a sus diez años de edad comienza fermentar su persona. (Se vive desde que se nace, pero hay quien no es de verdad persona, quien no logra conseguirla ni aún para la hora de la muerte.) La familia de Goethe —padre ordenado y metódico, madre sensible, abuela sosegada con muchos lagos de nostalgia que ponen claridad en la enfermedad que la misma padece— dan una sensación de armonía e inducen a pensar que la existencia es bella. La ciudad —Francfort—, abrigada de tradiciones y de inveteradas costumbres sabrosas contra la intemperie de la fugaz actualidad, dota al espíritu del niño J. Wolfgang Goethe de una especie de «sophrosyne», es decir, de una calidad espiritual en la que emoción e intelecto se equilibran. ¡Oh, el equilibrio! Nada como un clima de serenidad para que el alma del hombre —del joven, del niño— que comienza su andadura por la existencia sepa pisar sobre firme. Con un clima familiar y con una atmósfera ciudadana así no es raro que la planta Goethe alcanzase su altura. Puede que todos vengamos al mundo destinados a una altura, a una estatura mental y moral específica. Pero en muchas ocasiones las circunstancias adversas impiden el normal, el previsible desarrollo. Nada de contrario, nada de obstaculizador existe en la infancia de Goethe que estorbe el crecimiento del «genio» que estaba llamado a ser.

De otra parte, en la niñez de Goethe no ocurren grandes desgracias. Al menos él no las ve porque no le caen cerca. Esto es importante. Porque todo hombre —antes o después— tiene un conocimiento directo del dolor y es al encararse (con armas decisivas o sin ellas) con el dolor cuando de verdad se hace persona. Sin embargo, lo ideal sería que éste crudo y necesario enfrentamiento no ocurriese en los primeros años, que se dilatase hasta pasada la pubertad. Porque entonces los anticuerpos de una sabiduría que sólo la experiencia otorga están dispuestos para la defensa y la lucha y no se produce ese «trauma» de que tanto hablan los psiquiatras. Por supuesto, Goethe es uno de los hombres que no hubiesen necesitado nunca del psiquiatra. Hasta cuando mucho después el morbo romántico le acecha y el «pathos» amenaza la calma del mar interior de su ánimo, acierta con el remedio oportuno y, consultando de una parte a su razón y de otra a su pasión, escribe «Las cuitas del joven Werther». Es como una transferencia. Traspasa a su personaje de ficción su propia angustia. Se libera. El moderno psicoanálisis (que no existía en tiempos de Goethe) no ha podido conseguir, a pesar de sus técnicas y del «boom» literario de que se acompañó siempre, una eficacia que pueda acercarse a la conseguida por el método gotheniano...

El primer crecimiento de la planta Goethe no es amenazado por ninguna premura desgracia —decíamos— que malogre o desvíe su tallo o su arboladura. Es curioso que en la infancia de Goethe a penas han ocurrido catástrofes en el mundo, hasta el punto de que el primer suceso que conmueve su sensibilidad de niño es el terremoto de Lisboa, ocurrido en 1755. Escribe de él: «Acaso no ha habido época alguna en que le demonio del temor haya extendido tan rápidamente y con tal fuerza su estremecimiento por toda la Tierra». Oiría hablar el niño Juan Wolfgang Goethe del luctuoso suceso como algo insólito, desusado, «nunca visto». ¡Qué tranquilos —piensa uno— debieron ser los tiempos de la niñez del autor de «Fausto»! No ha tenido noticia de una catástrofe hasta cerca de sus diez años. Yo pienso, ¿Goethe hubiese llegado a ser Goethe, en su amplia, sonora y graciosa serenidad si en lugar de nacer en su siglo hubiera venido al mundo en 1939 o en 1975?

En nuestro tiempo la noticia oscura no es la excepción, sino la normalidad, el pan nuestro de cada día. Los niños que ahora se forman en este clima de cotidianas violencias, de guerras, de matanzas, de secuestros, de terrorismo sin pausa, no pueden conmoverse ya por el terrorismo o el tifón que ocurren a mil, a dos mil kilómetros de distancia. Tienen más cerca los niños de ahora —en la información y en la imagen— las desgracias, las zozobras, la sed y el hambre, el odio, el dolor que aprieta su argolla en la garganta del familiar o del amigo. Desarrollados en un ambiente así no pueden admirar de mayores —como Goethe— el arte tranquilo en que «se pintan muy limpiamente flores y frutos, naturalezas muertas y personas en ocupaciones sosegadas». No, no pueden prepararse, en sus aficiones, los niños a este arte de concordancias cuando su escenario vital se descoyunta, se desintegra, empalidece y cruje. Se trata —vivimos ya el último cuarto del siglo XX— de una época volcánica, sísmica, enviscada. Pero las catástrofes no pertenecen a la geografía o a la misma historia. Tienen ya su germen depositado más próximo en el seno de las familias y en la intimidad de los corazones. No hay niños con vida tranquila porque el morbo de la desintegración familiar socava hasta los cimientos de la más elemental convivencia. Porque se están minando los «valores» morales que siempre actuaron de muralla defensiva frente al ataque frontal de la desgracia. No se educan los muchachos de ahora en el ambiente de ciudades —como Francfort de 1700—, cuya tradición hacía contrapunto y freno a cualquier desmadre de la pasión. No se forman las nuevas generaciones en familias para las que el orden es norma y la disciplina condición de trabajo.

Es cierto que nuestro tiempo, sombrío y frívolo al par, puede dar todavía algún que otro Fedor Dostoievski, o algún que otro Federico Nietzsche. Aunque de menos talla. Lo seguro es que no producirá ningún J. Wolfgang Goethe.

«¿Qué personaje histórico hubiera usted preferido ser?», preguntaron en cierta ocasión al autor de «La bien plantada», quien contestó: «De no ser Eugenio d’Ors yo hubiera querido ser J. Wolfgang Goethe».

(ABC, 18 de noviembre de 1975)

martes, 22 de noviembre de 2011

EL CRECIMIENTO DE LA HIERBA





Aquel filósofo era bastante pesimista cuando afirmaba que gozar es dejar de sufrir. La vida ni se sufre ni se goza: se asume simplemente. Y asumir la vida es estar a todo, a las duras y a las maduras. Alegría y dolor forman parte de nuestra naturaleza, son inherentes al hombre. Y en «turno pacífico» alegría y dolor se suceden en nuestros estados de ánimo. Pero es error hacer Estado de los estados de ánimo. Quiero decir que no se puede dar naturaleza institucional a nuestras carcajadas, a nuestros saltos, a nuestras lágrimas, a nuestros sustos, a nuestras sorpresas... que, en cualquier caso, se desenvuelven en un ámbito temporal y no pasan de darnos buenos o malos «ratos».

De otra parte alegría o tristeza no tienen programa y quizá también carecen de historia. Por eso la felicidad —como la muerte— no avisa antes y eso es lo bueno en el caso de la felicidad porque nos coge desprevenidos. Piense usted lo bien que lo va a pasar mañana y verá cómo luego se equivoca. Piense en el trance amargo que pasó y verá cómo, si verdaderamente está ya en la lejanía, la perspectiva pone relumbres dorados o azules al suceso.

Hay, pues, una ingenuidad en lo de creerse dichoso. Y otra en lo de creerse desgraciado. Sin embargo, sí es cierto que gran parte del particular optimismo íntimo depende de cada uno. El placer, el dolor son algo que pasa, dependen del momento. En cambio el optimismo es una «posición» ante las cosas y el tiempo. Una «posición» que exige un trabajo personal. No se es optimista porque sí. Ello pide una especie de disciplina y yo no sé si decir que también es una gracia especial. Entonces el pesimismo —con todas sus vertientes, desde la ladera escéptica a la quejumbrosa y desde la manía agorera a la contestataria—, es consecuencia de un abandono, de una falta de higiene mental. El pesimismo es como un traje manchado.

Yo no sé si los humoristas son exactamente optimistas. A lo mejor no. Pero al menos no hacen tragedia de lo inevitable. Y sin necesidad de «desdramatizar» (que es palabra al uso de la que abusan los señores del «aquí no ha pasado nada» instrumentan como remedio supremo el arma de la ironía y de la sonrisa, más bien lejos que cerca —siempre— de la saña y de la crítica de mala uva. Además el humorista, ya que no alegría —que no es manjar de todos los días—, acierta a situarse y a situarnos en esa zona neutra del espíritu en la que la lógica pierde sus aristas y el sano disparate inofensivo da como una cuerda al revés a todos los artefactos y aparatos de relojería que constituyen el engranaje de este mundo demasiado mecanizado, es decir, civilizado en demasía.

Miguel Mihura y su creación «La Codorniz» (sobre todo «La Codorniz» de los años cuarenta) puso en marcha en España un humor neutro y blanco, completamente inocente, de genealogía más bien italiana, con las contra-figuras de Don Venerando, del Abate Simón, de Don Felipe, de Fred Carrascosa, dedicadas a la regocijante gamberrada de pinchar los neumáticos de todos los tópicos circundantes. Pero yo no creo en que el humor de Mihura fuese amargo, ni sarcástico ni precisamente mítico. El sarcasmo y la crítica acerba son más bien superficiales y trivalizan la cuestión. Tanto los muñecos de Herreros, como los diálogos de Tono y las piezas escénicas de Mihura, al moverse entre el surrealismo, la ternura, el absurdo y el disparate, promovían la más sana de las risas. Una risa, no partidaria, sin filiación, olvidada incluso de lo que es dicha y de lo que es dolor, atenta nada más al descanso del lector. Un descanso como el que supone toparse —por ejemplo— con un señor que, como Don Venerando, penetra en una librería y muy serio se dirige al hombre del mostrador y le dice: «quiero un libro con encuadernación azul marino y con el título largo y amarillo».

Mihura levantó muchas sonrisas, risas y carcajadas. Ahora y hace cinco, diez, veinte, cuarenta años. Porque hace cuarenta, treinta, veinte, diez, cinco años, como ahora, la risa estaba siempre a punto en los hombres de buena voluntad.

Pero tampoco vayamos a creer que Mihura ejerció de isla ni actuó de «llamarada de alegría» en «aquellos tristes, aterradores tiempos» de «cuando la alegría estaba prohibida». (No exagera usted, amigo Ladrón de Guevara. Y no se ponga usted tan enfadado, hombre. Nunca estuvo ni pudo estar prohibida la alegría en ninguna parte. Si sigue usted así, a lo mejor llega el día en que trate usted de persuadirnos de que hubo unos «tristes, aterradores tiempos» en los que estaba prohibido el crecimiento de la hierba.)

(IDEAL, 5 de noviembre de 1977)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

LIBRO, SOLEDAD





Voceada, pregonada soledad. Como si fuera un producto más. De soledad, ¿también hay más abundancia ahora? Pero en nuestro planeta, la población aumenta de manera alarmante. Lo dramático —quizás lo tragicómico— es eso. Más gente y más... solos. O, probablemente, más solos por más acompañados. En fin; es lo que mil veces se ha repetido: en ningún sitio tan aislados como, abandonados al tumulto y al vaivén, en la gran ciudad.

Todo es discutible, incluso eso. Pero, ¿hacemos la valoración de la soledad? Estar solo puede entrañar un placer o casi una tremenda pena. Depende del... contexto. Sabido es que Nietzsche medía al hombre por su capacidad de soledad. Yo no creo que hoy el mundo está organizado de forma que «produzca» más soledad, como está organizada para producir más maquinaria. Estimo que lo que pasa es que el hombre la soporta menos, y ya no atina, no sabe plantar en ella como en un... huerto. Para el hombre moderno, en general, la soledad no es un huerto sino un cerco. Se siente preso, es decir, se advierte un poco con la libertad perdida cuando se encuentra consigo mismo. Esto, bien mirado, es triste. Nuestro pánico a la soledad es porque nos tenemos miedo a nosotros mismos. Cada uno tiene una hondura inexplorada que plantea problemas. La soledad nos retrotrae la mirada a una vida interior. Pero la vida interior, para la mayoría, es un yermo, un desierto. Nos aburrimos al registrarnos, al auscultarnos, al vernos, y... esto es lo trágico.

Alfred Whitehead ha escrito: «La religión es lo que el individuo hace de su propia soledad.» Estupenda observación porque la soledad es el campo de cultivo (o el invernadero, si se quiere) de lo grande y de lo trascendente. Pero la gente, para distraer la soledad ha inventado los «solitarios» o ha recurrido —recurre hoy— a los «magazines» que le cuentan la vida de Claudia Cardinale. ¿No entraña mucha más preparación humana distraer la soledad con la propia soledad?

Demasiado duro eso. Más asequible, y puede que más eficaz, es aconsejar ayudar la soledad con un libro. Y no como recurso, sino como lujo. El libro es un interlocutor: nos habla para estimularnos. ¡Cuántas veces hace «reaccionar» a nuestra soledad haciéndose fecunda! El libro es el mejor afrodisíaco de la mente. La cultura audiovisual y la «civilización del chófer» (que decía el conde de Keyserling) no representan un auténtico incentivo para las ideas. Nada más calientan la cama. Pero el libro, mucho más barato que una localidad de cine, parece muy caro y, según muchos, representa un lujo. Claro que sí; un lujo es. Pero no por costoso, sino por... valioso.

Libros, libros, libros. Están en todos los escaparates. Y no están los mejores, sino los más exitosos. Ni «Hamlet», ni el «Quijote» hubieran estado en los escaparates, en tiempos de Shakespeare y Cervantes. El caso es que hay que fomentar el libro bueno. Y, ¿todos los libros sirven al propósito de ennoblecer al espíritu? Pienso que son mejores los que contribuyen a que hagamos de nuestra soledad una obra de arte; los que siembran, aran y podan en nuestra hondura; los que labran una hombría que tenemos dentro pero impreparada. Bien; tenemos que procurar el rato de la soledad de cada día para el libro de cada día. Entonces, la soledad ha de «arreglarse» para el libro, como se arregla la novia para el esposo. No basta, pues, con una soledad de desecho que es a lo que la gente llama soledad. No sirve el aburrimiento como expediente para la lectura. ¡Procurada, soleada soledad perfumada de íntimas fragancias que a menudo desconocemos!

...Y esta soledad idónea para un maridazgo con el buen libro no es nada más que pariente lejano de aquella otra voceada, pregonada, a la que sirven de ribete pintadas angustias y de soporte rebuscados indumentos. Porque se complace en sus bienes de telón y de bambalina, la soledad es un producto más de consumo, un producto «snob». Mientras que cuando la buscamos como una necesidad para solaz del espíritu, estamos encontrando campo a lo auténtico.

Todos tenemos el espíritu muy atareado, demasiado. Urge ocuparle de vez en cuando en soledades. ¿Para castigo? No; sino como recompensa. Ya, ya; es la soledad de un Fray Luis, el que suspiraba por la «descansada vida». Contrapunto a la desértica «ajetreada vida» que, de pronto, nos aísla de la gente entre la gente, sin que nos hallemos en condiciones de sacar agua de nuestro pozo. ¡Y que buen cangilón el libro para elevarnos nuestro propio saber y nuestro propio misterio!

(IDEAL, 11 de noviembre de 1972)

martes, 15 de noviembre de 2011

TÓPICOS DEL OTOÑO





¿Por qué pensar que el Otoño es cosa triste? ¿Es que la vida se termina en noviembre? No. Es ahora cuando empieza. Es ahora la siembra de los campos. En la ciudad, es ahora, después del verano, con el inicio de mil actividades que luego, al arborecer, constituirán el ramaje en que irán a posarse todos los pájaros del bien y del mal. (El bien y el mal aletean plurales, innumerables: picotean y vuelan sin cesar. ¿Quién distingue los pájaros del bien de los pájaros del mal? Hay preciosos trinos que no siempre se originan en la siringe de los pájaros del bien. Y galanos plumajes que engañan. Versátiles y huidizos, el bien y el mal necesitan —sobre todo en nuestros días— de expertos discriminadores que nos alerten...)

El Otoño tiene su faz radiante, hasta esplendorosa, que, muy frecuentemente, se olvida o no se hace resaltar. Noviembre tiene una plenitud, acusa soles y fervores. ¿Por qué hablar tanto de su tristeza? Por tópico y por mala costumbre. Así como la primavera tiene muy buena prensa, el otoño es tema que se asocia con la muerte. Otro error y éste litúrgico inclusive. La fiesta de «Todos los Santos», a la entrada de noviembre, no es un recuerdo de la Parca; es un arco de Esperanza. Esperanza de vida, sin regates ni recortes. Esperanza cimentada en «el Señor, Amigo de la Vida».

¿Y cuando llueve en noviembre? Otra tontería, otra frivolidad, la de renegar de la lluvia. ¡Tan fina, tan cordial esa lluvia que nos trae no sé qué mensajes que se quedan arrinconados en los recovecos de lo cotidiano, pero que la lluvia dulcemente empuja! Cuando avanzamos en edad, cuando nos tornamos maduros, es cuando advertimos el poder catalizador de emociones que tiene la lluvia; sobre todo la lluvia de noviembre. Basta disponer de un mínimo de sensibilidad para saber cómo ayuda a la vida el recuerdo, como ilumina al espíritu la evocación de los días, de los hombres, de los tiempos que pasaron. Esta época tan estúpidamente actualista —como si la actualidad significase lo definitivo; como si nuestra vida no acusase algo más que «duración», como si nuestra misma biología no fuese pura historia—, puede pensar que la nostalgia es un sentimiento decadente. La verdad es que nuestro cerebro no es sino un archivo perfectamente organizado, y que el mismo deseo vital a todos nos impulsa —porque en lo que se refiere a la voluntad de vivir, la juventud no cesa nunca—; no cabe duda, repito, que el afán de avanzar bandera en alto, inasequibles al desaliento, por estos páramos, de la tradición nos llega. Sin soporte de recuerdos no puede haber ni siquiera ilusiones.

Y sin un mínimo de melancolía, el deseo es planta amorfa. Es la vida y sus recuerdos quien nos anima cada jornada que amanece a hacer del suceso que nos espera, una obra. Cuando no sabemos hacer «obras» de los «sucesos», es decir, cuando nos acaecen mil cosas sin que tengamos contingente de recuerdos para manipularlas y adecuarlas, la vida es un ruido, pero no un color. Ni un calor. En el otoño, las primeras lluvias, nos invitan a penetrar dentro de nuestras cuevas, de nuestras íntimas sombras.

Se pensará: ¿y si hay tristeza en nuestro boscaje interior? Bueno: esa paganía báquica de creer sólo en el placer —otra manía de ahora— es, precisamente, el manantial de la más desoladora de las tristezas. Puede haber un placer sin alegría y una alegría sin placer. Montesquieu: «El placer es de los ricos; la alegría es de los pobres». Pero es que, además, la tristeza, en mil ocasiones, es belleza. Nunca se comprende esto mejor que escuchando ciertas composiciones de Bach y de Beethoven. También escuchando la lluvia...

Creo que hay que educar también para el otoño. Porque se educa mucho en Primavera, para la Primavera. Y la primavera es lo más falaz que se conoce. Es el Otoño quien siembra, quien cosecha, quien dora los recuerdos y pule la suprema esperanza. Es el Otoño quien enseña que el Señor es Amigo de la vida.

(JAÉN, década de 1970)

viernes, 4 de noviembre de 2011

LA BUENA EDUCACIÓN





Edgard Neville publica en una de nuestras mejores revistas una serie de artículos sobre la «buena educación». Sustenta el conocido autor la tesis de que la educación tiene un cometido conceptual, de fondo, «que no puede bastar a satisfacer, los mil formulismos estereotipados de que está hecha la cortesía de la mayoría de las gentes educadas». Esto no es nuevo, esta teoría, naturalmente, no tiene nada de inédita. Pero Neville matiza, lo que él llama su «ensayo» con tal número y calidad de sugestiones, finamente irónicas, que su lectura resulta, por demás, interesante.

Hay, indudablemente, una cosa cierta en esto de la educación y es que no se adquiere con reglas. Podemos saber a la perfección todas las normas ortográficas y toda la sintaxis y, sin embargo, a pesar de ello podemos no saber escribir. E igualmente, parece rigurosamente cierto, que podemos conocer y hasta practicar escrupulosamente todos los preceptos flordelisados de la urbanidad sin alcanzar la categoría de hombres educados. En todo caso la urbanidad, la cortesía, la elegancia, son efecto de la educación y no principio de la misma. La urbanidad es el barroquismo de la educación. Y, como resultaría absurdo un barroco sin precedentes clásicos, es ilógica e irracional una cortesía de formas, de moldes, de «detalles», de adornos, que no responda a una nerviación firme en la arquitectura del espíritu.

Pero las gentes comienzan la casa por el tejado. Creen, por ejemplo, muchos advenedizos, que se empieza a ser educado siendo elegante y que se principia a ser elegante usando cuello duro. Es un proceso muy cómodo y como todo lo cómodo muy falso. Las personas elegantemente vestidas y pésimamente educadas, al igual que las que viven atentas a todos los convencionalismos de la urbanidad mientras desconocen los más elementales imperativos de la delicadeza, nos causan, volviendo al símil gramatical, el mismo efecto que un escrito caligráficamente perfecto pero plagado de haches intempestivas, en las que las bes y las uves han hecho las paces renunciando a sus respectivas exclusivas atribuciones. ¿No es posible una mala letra con buena ortografía?

La educación no es una cosa espontánea: necesita cultivo. La educación es, por otra parte, un tejido de ideas y sentimientos entrelazados que no admite sucedáneos. Lo otro, querer engañar con una educación postiza, tejida de tópicos y de cursilerías, es aspirar a dar «gato por liebre». Así surge el tipo social del «filisteo» que diría Ortega y Gasset. El «filisteo» es el hombre capaz de adquirir, por sus millones, todos los diamantes de la Gioconda con los que poder irradiar coruscantes destellos desde las falanges de sus dedos; pero incapaz por su opacidad mental y por su insuficiencia cordial, de arrancar un reflejo áureo de belleza a su psiquismo embrionario, larvado, inepto.

Nada, pues, tan difícil de adquirir como la buena educación. Ella exige un esfuerzo permanente y completo de todas las facultades. Y como no es un efecto mecánico que resulta del engranaje de las reglas, sino un complejo anónimo que se forma a fuerza de discreción y de sindéresis, para nada sirven los prontuarios de las «buenas formas», ni son posibles unos «cursillos intensivos» de educación que, en poco tiempo, basten para desbrozar todos los obstáculos selváticos que opone la naturaleza al buen sentido. No se enriquece el espíritu con la misma facilidad que la bolsa. A los «ricos nuevos» lo que se les nota es eso: que su espíritu «se ha quedado atrás» cuando han intentado el «sprint» final hacia las metas del «buen tono».

«El Arte es largo y la vida breve». Y ningún arte tan largo, tan dificultoso, como el de la educación. Si es que la educación es un arte…

(JAÉN, 26 de noviembre de 1944)