BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 25 de mayo de 2012

EL FAROL A LA LUZ DEL ÁRBOL





Decía Picasso a Malraux, aludiendo a sus figuras de mujer con ojos en las piernas, que su pintura es de las que muerden; que el cuadro tiene que defenderse; que, ya que no erizada de cuchillas de afeitar, la obra de arte debe guarnecerse de despropósitos. Porque el artista no tiene firmado ningún contrato de buena amistad con la naturaleza. Hay que reconocer que Picasso pintaba, a veces, con auténtica rabia —y sólo él sabría la causa— hasta el punto de que, según propia declaración, hacía las cabezas cuadradas no por otro motivo sino porque deberían ser redondas.

Picasso se formulaba el propósito de que «hay que encontrar la mayor desviación» porque lo normal en arte está ya agotado. Y de ahí, quizá, su frenesí. Como hay que inventar siempre, la búsqueda tiene que abrir caminos absurdos porque los caminos lógicos fueron todos proyectados, abiertos, ensanchados y recorridos. Es que, piensa uno al leer la opinión de Picasso, con la Belleza en arte pasó como con los parques municipales. Constituyeron el gran adelanto urbano ochocentista en cada capital de provincia. Eran amenos, deliciosos lugares de asueto, galanteo y descanso. Pero tantas generaciones se han divertido ya en ellos, que hoy no sirven sino para el caminar lento de los jubilados, para el comercio inocuo del barquillero y para los soldados del destacamento que andan en busca de las niñeras sin darse cuenta de que las niñeras acabaron. Los parques provincianos resultaron perfectos para el amoroso paseo y para el concierto de la banda municipal; ahora nada más son embalses de aburrimientos. Es una pena. Pero, por lo visto, sucede algo semejante con la obra de arte conformada a los cánones de la estética de siempre. «Es admirable Velázquez —me decía un amigo—, pero su excelencia es casi ofensiva. La belleza “acabada” es como una calzada real. Me gusta más pasearme por mi acera. Y, ¿no es lo mismo morirse que acabarse? Pues por eso yo...» Le di su razón o, mejor, le devolví su razón pues discutir de gustos en arte es casi tan inútil como discutir de todo lo demás. Y, en fin, Picasso, y cualquier nombre del arte de hoy, y mi amigo, tienen desde luego derecho a la admiración. Aunque a algunos primero se les admira y después se les entiende. Es preciso, dicen, inventar la otra belleza. Y el profano piensa: es bueno que el nuevo artista se coma su nueva belleza con su pan; también yo estoy dispuesto a lo mismo, no me falta la buena voluntad, pero tienen que cambiarme el pan.

¿Es ese el quid de la cuestión? No hay que dudar —aunque las tentaciones de duda para algunos son horribles en este aspecto— de los valores del arte último. Y entonces, está claro que se impone una «educación» en este sentido. Porque al 95 por ciento de los habitantes de cualquier pueblo o ciudad, si se plantea el caso con absoluta sinceridad, no les gusta «Las señoritas de Avignon», pongo por ejemplo. Y ya se trata de una obra relativamente antigua. Pero esto de que no guste debe ser una aberración de la sensibilidad si se atiende a la crítica competente. Pues bien; la crítica competente no puede limitarse a la lamentación. Está obligada a disminuir el porcentaje de ciudadanos a los que todavía no gusta «Las señoritas de Avignon». ¿Cómo? Ah, pues los críticos verán. Tiene que enseñar a enhebrar la aguja. Pero no; lo que generalmente hacen los competentes críticos de arte es alejar aún más al contemplador corriente del admirable cuadro o de la estupenda obra de arte —sea cual fuere— que comentan. Por lo común la prosa esotérica, enmarañada, difusa, de los críticos de arte al uso, no es nada pedagógica. Si el contemplador, por su poca formación, no siente nada ante este retrato o ante esta escultura, tiene derecho a que se le digan los motivos por los cuales tal cuadro o estatua es formidable. Porque seguramente esos motivos existen. Y, sin embargo, la lectura de no pocos críticos da la sensación de que son motivos que se ignoran o de que son motivos secretos. Y, ¿cómo, entonces, vamos a poder conseguir así la «comunicación» que es, por lo visto, el principal objetivo que el arte actual se propone?

No hay que olvidar, sin embargo, que todo aquí es bastante difícil. El arte, ahora, parte de nuevos supuestos, cambia las técnicas, pretende una distinta sensibilidad y hasta le da la vuelta a la lógica. Chesterton, en una de sus novelas ironizaba a propósito de un borracho que quería «ver el farol a la luz del árbol en lugar del árbol a la luz del farol». Es muy cierto que algo de esto ocurre en la nueva «estructuración» y en la nueva «perspectiva» artística. De alguna manera, la obra de arte nuevo ambiciona ser sujeto y no objeto, y más que recibir el color y la luz, ansia darlos y expandirlos. ¿Contemplamos nosotros el cuadro o es el cuadro quien nos mira a nosotros, pasando por la mirada del artista y luego por nuestra propia mirada? Muy complicado es esto. Y por eso el crítico de arte, a la fuerza, tiene que verse apuradísimo.

Mucha gente, para gustar de ciertas obras del momento artístico, necesita de un previo «acto de fe». Esto implica una buena disposición conmovedora... Pero toda fe es un crédito. El crítico debiera hacer todo lo posible para convencer de que el crédito no se otorga en vano.

(IDEAL, 17 de mayo de 1974)

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