BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

lunes, 11 de mayo de 2015

MARTILLAZOS EN EL AIRE




Es frecuente incidir en la nostalgia de un tiempo mas tranquilo, menos acuciado, con más espacio para todo. ¿Y como era ese tiempo con más tiempo? ¿Es que se trabajaba menos o con más orden? Tanto hablamos hoy de la urgencia y de la prisa que ya uno sospecha que el tópico tiene mucha parte aquí. La realidad es que  cualquiera presume de exceso de trabajo y del «tengo infinitas cosas por hacer».


No sé. Es quizás que las cosas —pocas o muchas— las rodeamos, queriendo o no, de más aparato. Y desde luego, no practicamos aquello del «trabajo púdico». Decía Eugenio d´Ors que el andaluz es un excelente trabajador, quizás el trabajador español de más aguante pues nadie como él —argüía como ejemplo— resiste sin grandes muestras de fatiga el horrible sol de la siega andaluza. Pero, añadía Don Eugenio, en Andalucía existe como un pudor; disimula el trabajo y hasta hay un prurito en  sus gentes por aparentar que se trabaja menos. Y se da más publicidad a la siesta andaluza —sintomática de una pretendida galbana— que al ascetismo laboral de la recolección de la aceituna, durísimo trabajo en las mañanas invernales, tan penoso en los rigores de enero como el de los rigores caniculares en las faenas de agosto. Atribuía el autor de La Bien Plantada este pudor del trabajo andaluz a una sapiencia de reminiscencia bíblica: el trabajo es la sanción impuesta primeramente a Adán y, así como trabajar recuerda el pecado, se oculta en lo posible el trabajo como se oculta una vergüenza.


No. Ya no sucede esto en ninguna parte. Ya nadie disimula sus sudores. Hay un especial interés, por parte de todos en recalcar que uno trabaja y que trabaja «como un negro».


Vamos a poner  las cosas en su sitio. Se me ocurre pensar en esto ahora que,  en el día de San José Obrero, hemos celebrado la Fiesta del Trabajo. ¿De verdad trabajamos como negros? Uno cree que, ni más ni menos, se trabaja como siempre. Y en contra de lo que comentaba d`Ors en su tiempo, se trabaja exhibitoriamente, sin pudor y con alarde. Entramos en la cafetería y nos tomamos lo que sea con gesto doloroso como quien al tomarse el café también trabaja. Luego, la cartera repleta de documentos, el coche, el paso rápido, peraltan nuestra mirada de hombres «ocupadísimos». Porque, eso sí, ocupados, si, ocupados, lo estamos a todas horas. Pero, ocupados... ¿de qué? Estar ocupado no implica necesariamente el estar metido en un trabajo auténtico, es decir, un quehacer necesario, útil o beneficioso. Estar ocupado no es estar  «lleno». Porque puede darse el caso del azacanado de la mañana a la noche en cosas como estas: el volante (y no es chófer), la reunión del Consejo (pocos habrá actualmente que no pertenezcan a ningún Consejo), la cita en la ventanilla (no habrá español que pase una sola jornada sin acudir a  un oficina pública para pagar, cobrar o cubrir un impreso), la consulta médica (¿hay alguien que no pierda al menos media jornada laboral en su semana por mor de la enfermedad o molestia que sufre su mujer, alguno de sus hijos o él mismo?), preparar el viaje y las compras ajenas (¿quién no hace un viaje de cuando en cuando, aunque sea chiquitísimo?). Y etcétera. Todas estas ocupaciones tangencian el auténtico trabajo personal. Ocupan el ánimo, inquietan, nos ponen nerviosos. Inhiben, obstaculizan un rendimiento. Si somos sinceros, cuántas veces habremos dicho al fin de la jornada:


—No he parado en todo el día, pero hacer, ¿qué he hecho?


No paramos. Damos vueltas. Subimos. Bajamos. Y que sensación de dinamismo da lo de bajarse del coche  para subir en el ascensor. Lo de cambiar cinco palabras con Fulano y seis y media con Mengano. ¡Y el teléfono! ¡Cómo se nos sube la actividad a la cabeza cuando oímos en la mañana doce veces el timbre del teléfono y otras doce hacemos girar el disco dócil a nuestra prisa! ¿Yo y mi circunstancia? ¡Que va!¡ Yo y mi prisa! Mi prisa exhibida, proclamada, y hasta programada. Mi actividad. Mi «no tengo tiempo para nada», dicho con énfasis triunfalista y agresivo. Y luego unas gotas de hipócrita nostalgia: «Mi padre se pasaba horas y horas en la tertulia de la rebotica».


No paramos. Tampoco para la ardilla. ¿Hace mucho la ardilla? ¿Trabaja? ¿Qué pretende, con tanta subida y bajada? Estamos orgulloso de no tener un instante libre. Tenemos mil cosas en la cabeza. (Bueno, decimos bien: cosas. Y las cosas en la cabeza, suelen quitar el sitio a las ideas).


Si cualquier ocasión es buena para un propósito en el Día del Trabajo, cada uno de nosotros podría decirse: Voy a trabajar. Y luego, pensar: Para trabajar de verdad, voy a moverme un poquito menos, porque lo que se pierde en velocidad se gana en fuerza. Voy a suprimir mi servicio de propaganda, el propio regodeo de exhibir mis ocupaciones... ¡Vamos a ver si consigo tiempo productivo reduciendo a la mitad el número de veces que digo al día «no tengo tiempo para nada»! Relajaré mi gesto de hombre decisivo, importante, a ver si así se me enriquece la imaginación. Haré una cosa, y después otra, y después otra. Me ocuparé de mi trabajo; distinguiré entre mis verdaderas actividades y mis ocupaciones flatulentas. ¡Vamos a no dar martillazos de aire en el aire!


(Diario IDEAL, 5 de mayo de 1972)

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